La luna se exhibía, blanca y luminosa, en el cielo oscuro, y el olor acre del mar, transportado por el aire frío de la noche, llegó a ser tan intenso que me tapé la boca y la nariz con las solapas del abrigo, cobijándome después hasta el cuello con la manta de viaje. La Ottavia de Roma, la paleógrafa del Vaticano, se iba quedando tan atrás como la costa italiana, surgiendo, desde algún lugar remoto, la Ottavia Salina que jamás había abandonado Sicilia. ¿Quién era el capitán Glauser-Róist…? ¿Qué tenía yo que ver con un etíope muerto…? En pleno proceso de transformación, me fui quedado profundamente dormida.
Cuando abrí los ojos, el cielo se iluminaba gradualmente con la luz roja del sol de levante y el ferry estaba entrando a buena marcha en el golfo de Palermo. Antes de atracar en la estación marítima, mientras plegaba la manta y recogía la bolsa de viaje, pude divisar los gruesos brazos de mi hermana mayor, Giacoma, y de mi cuñado Domenico agitándose cariñosamente desde el muelle… Ya no me cabía ninguna duda de que había vuelto a casa.
Tanto los marineros del ferry como el resto del pasaje, los carabineros de la estación y la gente que esperaba al pie de la escalerilla recién tendida, me miraron con una enorme curiosidad mientras descendía; la presencia de Giacoma, la más famosa de los nuevos Salina, y de la discretísima escolta -dos impresionantes coches blindados de cristales oscuros y dimensiones kilométricas- hacía imposible pasar desapercibida.
Mi hermana me estrechó entre sus brazos hasta casi romperme, mientras mi cuñado me daba cariñosos golpecitos en el hombro y uno de los hombres de mi padre cogía el equipaje y lo metía en el maletero.
– ¡Te dije que no vinieras a buscarme! -protesté al oído de Giacoma, que me soltó y me miró sin comprender, exhibiendo una deslumbrante sonrisa. Mi hermana, que acababa de cumplir cincuenta y tres años, exhibía un largo cabello negro como el carbón y tanta pintura en la cara como la paleta de Van Gogh. Aún así resultaba hermosa y hubiera sido muy atractiva de no ser por los veinte o treinta kilos que le sobraban.
– ¡Pero qué tonta eres! -exclamó lanzándome a los brazos del grueso Domeníco, que volvió a estrujarme-. ¿Cómo vas a llegar tú sola a Palermo y a coger el autobús para ir a casa? ¡Imposible!
– Además -añadió Domenico, mirándome con reproche paternal-, tenemos algunos problemas con los Sciarra de Catania.
– ¿Qué pasa con los Sciarra? -quise saber, preocupada. Concetta Sciarra y su hermana pequeña, Doria, habían sido mis amigas de la infancia. Nuestras familias siempre se habían llevado bien y nosotras habíamos jugado juntas muchas tardes de domingo. Concetta era una persona generosa y comprensiva. Desde la muerte de su padre, dos años atrás, ella había asumido el mando de las empresas Sciarra y, por lo que yo sabía, sus relaciones con nosotros eran bastante buenas. Doria, sin embargo, era la cara opuesta de la moneda: retorcida, envidiosa y egoísta, buscaba siempre la manera de que los demás cargaran con las culpas de sus malas acciones y a mí me había profesado una envidia ciega desde pequeña que la llevaba a robarme mis juguetes y mis libros o a romperlos sin el menor miramiento.
– Están invadiendo nuestros mercados con productos más baratos -me explicó mi hermana, impávida-. Una guerra sucia incomprensible.
Enmudecí. Una acción tan grave tenía todo el aspecto de ser una despreciable provocación, aprovechándose, quizá, del inevitable deterioro de mi padre, que ya rondaba los ochenta y cinco años. Pero la buena de Concetta debía saber que, por muy debilitado que estuviese Giuseppe Salina, sus hijos no iban a consentir una cosa así.
Abandonamos la dársena a toda velocidad, sin frenar ante el semáforo en rojo que brillaba en la confluencia con la via Francesco Crispi, que tomamos hacia la derecha en dirección a La Caía. Tampoco en la via Vittorio Emanuele hicimos mucho caso a las señales, pero no había de qué preocuparse: nuestros tres vehículos, por ser de quien eran, disfrutaban de absoluta preferencia en cualquier cruce y de indulgencia plenaria ante las indicaciones de stop. Dejamos a la izquierda el palacio de los Normandos, salimos de la ciudad por Calatafimi, y, a pocos kilómetros de Monreale, en pleno valle de la Conca D ’Or -hermosamente verde y cubierto de flores tempranas-, el primero de los coches torció bruscamente a la derecha, tomando la carretera privada que llevaba directamente a nuestra casa, la antigua y monumental Villa Salina, construida por mi bisabuelo Giuseppe a finales del siglo XIX.
– Mientras te arreglas y pones tus cosas en su sitio -me explicó mi hermana arreglándose el pelo negro con ambas manos-, Domenico y yo iremos al aeropuerto a recoger a Lucia, que llega a las diez.
– ¿Y Pierantonio?
– ¡Llegó anoche de Tierra Santa! -gritó Giacoma alborozada.
Sonreí ampliamente, feliz como una lagartija al sol. La presencia de Pierantonio, no confirmada hasta el último minuto, convertía en espléndido un encuentro como aquel. Llevaba dos años sin ver a mi hermano, el hombre más bueno y dulce del mundo, con el que, al decir de toda la familia, me unía no sólo un parecido físico extraordinario, sino también una similitud de genio y carácter que, por ende, nos había convertido en inseparables durante toda la vida. Pierantonio entró en la orden franciscana a los veinticinco años -cuando yo tenía quince-, una vez acabada brillantemente su carrera de arqueología, y al año siguiente le enviaron a Tierra Santa, primero a Rodas, en Grecia, y más tarde a Chipre, Egipto, Jordania y, por fin, a Jerusalén, donde había recibido, en 1998, el nombramiento de Custodio de Tierra Santa (un cargo instituido en 1342 por el Papa Clemente VI para asegurar la presencia católica en los Santos Lugares después de la derrota definitiva de los cruzados). Así pues, mi hermano Pierantonio era una figura realmente importante dentro del mundo cristiano de Oriente, que arrastraba consigo ese olor especial de los personajes santos y polémicos.
– ¡Mamá estará contenta! -exclamé alborozada, echando una mirada por el cristal de la ventanilla.
Protegida con verjas de hierro y altos muros de cemento, la vieja casa de cuatro pisos había cambiado mucho en los últimos tiempos: numerosas cámaras de vigilancia, dispuestas a lo largo del perímetro de la villa, examinaban cualquier movimiento que se produjera en los alrededores y las casetas de los guardianes, que en mi infancia eran tan sólo unos destartalados cajones de madera con sillas de enea en su interior, se habían transformado en auténticos puestos de control a ambos lados de la verja corredera, dotados de ordenadores capaces de controlar a distancia cualquier dispositivo de seguridad y alarma.
Los hombres de mi padre hicieron una leve inclinación de cabeza al paso de nuestro coche y yo no pude evitar soltar una exclamación de alegría al reconocer entre ellos a Vito, mi viejo amigo de la niñez.
– ¡Es Vito! -grité mientras sacudía frenéticamente el brazo a través del cristal trasero. Vito me sonrío con timidez, de forma casi imperceptible.
– Acaba de salir de la giudiziarie [2] -sonrió Domenico, ajustándose la chaqueta a la tripa-. Tu padre está muy contento de tenerle de vuelta.
El vehículo se detuvo por fin frente a la puerta de casa. Mi madre, vestida, como siempre, íntegramente de negro, nos esperaba en la parte superior de los escalones apoyada en su sempiterno bastón de plata. Los setenta y cinco años de intensa vida que agotaban las espaldas de aquella noble dama siciliana -la menor de las hijas de la familia Zafferano-, no habían menguado ni un ápice de su porte altivo.
Subí los escalones de dos en dos y me estreché contra mí madre como si no la hubiera visto desde el día de mi nacimiento. La había echado mucho de menos y sentí un alivio pueril al encontrarla en tan buen estado, al comprobar que sus besos eran firmes y que su cuerpo seguía tan fuerte y enérgico como siempre. Di gracias a Dios, con un nudo de emoción en la garganta, porque no le hubiera pasado nada durante mi ausencia. Ella, sonriendo, se alejó un poco de mí para examinarme con atención.