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– ¡Carajo! -gritó-. ¡Con estos trotes ya no me queda culo!

La policía había sido militarizada como una muestra más del rigor del gobierno en la violencia política que estaba desangrando el país, con una cierta moderación en la costa atlántica. Sin embargo, a principios de mayo la policía acribilló sin razones buenas ni malas una procesión de Semana Santa en las calles del Carmen de Bolívar, a unas veinte leguas de Cartagena. Yo tenía una debilidad sentimental con aquella población, donde se había criado la tía Mama, y donde el abuelo Nicolás había inventado sus célebres pescaditos de oro. El maestro Zabala, nacido en el pueblo vecino de San Jacinto, me encomendó con una rara determinación el manejo editorial de la noticia sin hacer caso de la censura y con todas sus consecuencias. Mi primera nota sin firma en la página editorial exigía al gobierno una investigación a fondo de la agresión y el castigo de los autores. Y terminaba con una pregunta: «¿Qué pasó en el Carmen de Bolívar?». Ante el desdén oficial, y ya en guerra franca con la censura, seguimos repitiendo la pregunta con una nota diaria en la misma página y con una energía creciente, dispuestos a exasperar al gobierno mucho más de lo que ya estaba. Al cabo de tres días, el director del diario confirmó con Zabala si había consultado con la redacción en pleno, y él mismo estaba de acuerdo en que debíamos continuar con el tema. De modo que seguimos haciendo la pregunta. Mientras tanto, lo único que supimos del gobierno nos llegó por una infidencia: habían dado orden de dejarnos solos con nuestro tema de loquitos sueltos hasta que se nos acabara la cuerda. No fue fácil, pues nuestra pregunta de cada día andaba ya por la calle como un saludo popular: «Hola hermano: ¿qué pasó en el Carmen de Bolívar?».

La noche menos pensada, sin ningún anuncio, una patrulla del ejército cerró la calle de San Juan de Dios con un gran ruido de voces y de armas, y el general Ernesto Polanía Puyo, comandante de la policía militarizada, entró pisando firme en la casa de El Universal. Llevaba el uniforme de merengue blanco de las fechas grandes, con las polainas de charol y el sable ceñido con un cordón de seda, y los botones e insignias tan brillantes que parecían de oro. No desmerecía ni un ápice a su fama de elegante y encantador, aunque sabíamos que era un duro de paz y de guerra, como lo demostró años más tarde al mando del batallón Colombia en la guerra de Corea. Nadie se movió en las dos horas intensas que conversó a puerta cerrada con el director. Tomaron veintidós tazas de café negro, sin cigarrillos ni alcohol porque ambos eran libres de vicios. A la salida, el general se vio aún más distendido cuando se despidió de nosotros uno por uno. Conmigo se demoró un poco más, me miró directo a los ojos con sus ojos de lince, y me dijo:

– Usted llegará lejos.

El corazón me dio un vuelco, pensando que quizás ya sabía todo de mí y lo más lejos para él podía ser la muerte. En el recuento confidencial que el director le hizo a Zabala de su conversación con el general, le reveló que éste sabía con nombres y apellidos quién escribía cada nota diaria. El director, en un gesto muy propio de su modo de ser, le dijo que lo hacía por órdenes suyas y que en los periódicos como en los cuarteles las órdenes se cumplían. De todos modos el general le aconsejó al director que moderáramos la campaña, no fuera que algún bárbaro de las cavernas quisiera hacer justicia en nombre de su gobierno. El director entendió, y todos entendimos hasta lo que no dijo. Lo que más sorprendió al director fueron sus alardes de conocer la vida interna del periódico como si viviera dentro. Nadie dudó de que su agente secreto fuera el censor, aunque éste juró por los restos de su madre que no era él. Lo único que el general no trató de contestar en su visita fue nuestra pregunta diaria. El director, que tenía fama de sabio, nos aconsejó que creyéramos cuanto nos habían dicho, porque la verdad podía ser peor.

Desde que me comprometí en la guerra contra la censura me desentendí de la universidad y de los cuentos. Menos mal que la mayoría de los maestros no pasaban lista, y eso favorecía las faltas de asistencia. Además, los maestros liberales que conocían mis gambetas con la censura sufrían más que yo buscando el modo de ayudarme en los exámenes. Hoy, tratando de contarlos, no encuentro aquellos días en mis recuerdos, y he terminado por creerle más al olvido que a la memoria.

Mis padres durmieron tranquilos desde que les hice saber que en el periódico ganaba bastante para sobrevivir. No era cierto. El sueldo mensual de aprendiz no me alcanzaba para una semana. Antes de tres meses abandone el hotel con una deuda impagable que la dueña me cambió más tarde por una nota en la página social sobre los quince años de su nieta. Pero sólo aceptó el negocio por una vez.

El dormitorio más concurrido y fresco de la ciudad siendo el paseo de los Mártires, aun con el toque de queda. Allí me quedaba a dormitar sentado, cuando terminaban las tertulias de la madrugada. Otras veces dormía en la bodega del periódico sobre las bobinas de papel o me aparecía con mi chinchorro de circo bajo el brazo en los cuartos de otros estudiantes juiciosos, mientras pudieron soportar mis pesadillas y mi mal hábito de hablar dormido. Así sobreviví a suerte y azar, comiendo de lo que hubiera y durmiendo donde Dios quería, hasta que la tribu humanitaria de los Franco Muñera me propuso las dos comidas diarias por un precio de compasión. El padre de la tribu -Bolívar Franco Pareja- era un maestro histórico de escuela primaria, con una familia alegre, fanática de artistas y escritores, que me obligaban a comer más de lo que les pagaba para que no se me secara el seso. Muchas veces no tuve con qué, pero ellos se consolaban con recitales de sobremesa. Cuotas frecuentes de aquel negocio alentador fueron las coplas de pie quebrado de don Jorge Manrique a la muerte de su padre y el Romancero gitano de García Lorca.

Los burdeles a cielo abierto en los playones de Tesca, lejos del silencio perturbador de la muralla, eran más hospitalarios que los hoteles de los turistas en las playas. Media docena de universitarios nos instalábamos en El Cisne desde la prima noche a preparar exámenes finales bajo las luces cegadoras del patio de baile. La brisa del mar y el bramido de los buques al amanecer nos consolaban del estruendo de los cobres caribes y la provocación de las muchachas que bailaban sin bragas y con polleras muy anchas para que la brisa del mar se las levantara hasta la cintura. De vez en cuando alguna pajarita nostálgica de papá nos invitaba a dormir con el poco de amor que le sobraba al amanecer. Una de ellas, cuyo nombre y tamaños recuerdo muy bien, se dejó seducir por las fantasías que le contaba dormido. Gracias a ella aprobé derecho romano sin argucias y escapé a varias redadas cuando la policía prohibió dormir en los parques. Nos entendíamos como un matrimonio útil, no sólo en la cama, sino por los oficios domésticos que yo le hacía al amanecer para que durmiera unas horas más.

Para entonces empezaba a acomodarme bien en el trabajo editorial, que siempre consideraba más como una forma de literatura que de periodismo. Bogotá era una pesadilla del pasado a doscientas leguas de distancia y a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, de la que sólo recordaba la pestilencia de las cenizas del 9 de abril. Seguía con la fiebre de las artes y las letras, sobre todo en las tertulias de medianoche, pero empezaba a perder el entusiasmo de ser escritor. Tan cierto era, que no volví a escribir un cuento después de los tres publicados en El Espectador, hasta que Eduardo Zalamea me localizó a principios de julio y me pidió con la mediación del maestro Zabala que le mandara otro para su periódico después de seis meses de silencio. Por venir la petición de quien venía retomé de cualquier modo ideas perdidas en mis borradores y escribí «La otra costilla de la muerte», que fue muy poco más de lo mismo. Recuerdo bien que no tenía ningún argumento previo e iba inventándolo a medida que lo escribía. Se publicó el 25 de julio de 1948 en el suplemento «Fin de Semana», igual que los anteriores, y no volví a escribir más cuentos hasta el año siguiente, cuando ya mi vida era otra. Solo me faltaba renunciar a las pocas clases de derecho que seguía muy de vez en cuando, pero eran mi última coartada para entretener el sueño de mis padres.

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