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Cuando menos lo esperábamos, mi hermano y yo fuimos parados en seco por el chasquido inconfundible del cerrojo de un fusil a nuestras espaldas, y una orden terminante:

– ¡Manos arriba!

Las levanté sin pensarlo siquiera, petrificado de terror, hasta que me resucitó la carcajada de nuestro amigo Ángel Casij, que había respondido al llamado de las Fuerzas Armadas como reservista de primera clase. Gracias a él, los refugiados en casa del tío Juanito logramos mandar un mensaje al aire después de un día de espera frente a la Radio Nacional. Mi padre lo escuchó en Sucre entre los incontables que se leyeron de día y de noche durante dos semanas. Mi hermano y yo, víctimas irredimibles de la manía conjetural de la familia, quedamos con el temor de que nuestra madre pudiera interpretar la noticia como una caridad de los amigos mientras la preparaban para lo peor. Nos equivocamos por poco: la madre había soñado desde la primera noche que sus dos hijos mayores nos habíamos ahogado en un mar de sangre durante los disturbios. Debió ser una pesadilla tan convincente que cuando le llegó la verdad por otras vías decidió que ninguno de nosotros volviera nunca más a Bogotá, aunque tuviéramos que quedarnos en casa a morirnos de hambre. La decisión debió ser terminante porque la única orden que nos dieron los padres en su primer telegrama fue que viajáramos a Sucre lo más pronto posible para definir el futuro.

En la tensa espera, varios condiscípulos me habían pintado de oro la posibilidad de seguir los estudios en Cartagena de Indias, pensando que Bogotá se recuperaría de sus escombros, pero que los bogotanos no iban a recuperarse nunca del terror y el horror de la matanza. Cartagena tenía una universidad centenaria con tanto prestigio como sus reliquias históricas, y una facultad de derecho de tamaño humano donde aceptarían como buenas mis malas calificaciones de la Universidad Nacional.

No quise descartar la idea sin antes hervirla a fuego vivo, ni mencionársela a mis padres mientras no la probara en carne propia. Sólo les anuncié que viajaría a Sucre en avión por la vía de Cartagena, pues el río Magdalena con aquella guerra caliente podía ser un rumbo suicida. Luis Enrique, por su parte, les anunció que viajaría a buscar trabajo en Barranquilla tan pronto como arreglara las cuentas con sus patrones de Bogotá.

De todos modos yo sabía que no iba a ser abogado en ninguna parte. Sólo quería ganar un poco más de tiempo para distraer a mis padres, y Cartagena podía ser una buena escala técnica para pensar. Lo que nunca se me hubiera ocurrido es que aquel cálculo razonable iba a conducirme a resolver con el corazón en la mano que era allí donde quería seguir mi vida.

Conseguir por aquellos días cinco lugares en un mismo avión para cualquier lugar de la costa fue una proeza de mi hermano. Después de hacer colas interminables y peligrosas y de correr de un lado a otro un día completo en un aeropuerto de emergencia, encontró los cinco lugares en tres aviones separados, a horas improbables y en medio de tiroteos y explosiones invisibles. A mi hermano y a mí nos confirmaron por fin dos asientos en un mismo avión para Barranquilla, pero a última hora salimos en vuelos distintos. La llovizna y la niebla que persistían en Bogotá desde el viernes anterior tenían un tufo de pólvora y cuerpos podridos. De la casa al aeropuerto fuimos interrogados en dos retenes militares sucesivos, cuyos soldados estaban pasmados de terror. En el segundo retén se echaron a tierra y nos hicieron echar a nosotros por una explosión seguida de un tiroteo de armas pesadas que resultó ser por una fuga de gas industrial. Otros pasajeros lo entendimos cuando un soldado nos dijo que su drama era estar allí desde hacía tres días en guardia sin relevos, pero también sin munición, porque se había agotado en la ciudad. Apenas nos atrevimos a hablar desde que nos detuvieron, y el terror de los soldados acabó de rematarnos. Sin embargo, después de los trámites formales de identificación y propósitos, nos consoló saber que debíamos permanecer allí sin más trámites hasta que nos llevaran a bordo. Lo único que fumé en la espera fueron dos cigarrillos de tres que alguien me había dado por caridad, y reservé uno para el terror del viaje.

Como no había teléfonos, los anuncios de vuelos y otros cambios se conocían en los distintos retenes por medio de ordenanzas militares en motocicletas. A las ocho de la mañana llamaron a un grupo de pasajeros para abordar de inmediato para Barranquilla un avión distinto del mío. Después supe que los otros tres de nuestro grupo se embarcaron con mi hermano en otro retén. La espera solitaria fue una cura de burro para mi miedo congénito a volar, porque a la hora de subir al avión el cielo estaba encapotado y con truenos pedregosos. Además porque la escalera de nuestro avión se la habían llevado para otro y dos soldados tuvieron que ayudarme a abordar con una escalera de albañil. Era el mismo aeropuerto y a la misma hora en que Fidel Castro había abordado otro avión que salió para La Habana cargado de toros de lidia -como él mismo me lo contó años después.

Por buena o mala suerte el mío era un DC-3 oloroso a pintura fresca y a grasas recientes, sin luces individuales ni la ventilación regulada desde la cabina de pasajeros. Estaba acondicionado para transporte de tropa y en vez de asientos separados en filas de tres, como en los vuelos turísticos, había dos bancas longitudinales de tablas ordinarias, bien ancladas en el piso. Todo mi equipaje era una maleta de lienzo con dos o tres mudas de ropa sucia, libros de poesía y recortes de suplementos literarios que mi hermano Luis Enrique logró salvar. Los pasajeros quedamos sentados los unos frente a los otros desde la cabina de mando hasta la cola. En vez de cinturones de seguridad había dos cables de cabuya para amarrar buques, que serían como dos largos cinturones de seguridad colectivos para cada lado. Lo más duro para mí fue que tan pronto como encendí el único cigarrillo reservado para sobrevivir al vuelo, el piloto de overol nos anunció desde la cabina que nos prohibían fumar porque los tanques de gasolina del avión estaban a nuestros pies debajo del piso de tablas. Fueron tres horas de vuelo interminables.

Cuando llegamos a Barranquilla acababa de llover como sólo llueve en abril, con casas desenterradas de raíz y arrastradas por la corriente de las calles, y enfermos solitarios que se ahogaban en sus camas. Tuve que esperar a que acabara de escampar en el aeropuerto desordenado por el diluvio y apenas si logré averiguar que el avión de mi hermano y sus dos acompañantes había llegado a tiempo, pero los tres se apresuraron a abandonar la terminal antes de los primeros truenos de un primer aguacero.

Necesité otras tres horas para llegar a la agencia de viajes y perdí el último autobús que salió para Cartagena con el horario anticipado en previsión de la tormenta. No me preocupé, porque creía que allí se había ido mi hermano, pero me asusté por mí ante la idea de dormir una noche sin plata en Barranquilla. Por fin, gracias a José Falencia, logré un asilo de emergencia en la casa de las bellas hermanas Use y Lila Albarracín, y tres días después viajé a Cartagena en el autobús cojitranco de la Agencia Postal. Mi hermano Luis Enrique permanecería a la espera de un empleo en Barranquilla. No me quedaban más de ocho pesos, pero José Falencia me prometió llevarme un poco más en el autobús de la noche. No había un espacio libre, ni aun de pie, pero el conductor aceptó llevar en el techo a tres pasajeros, sentados en sus cargas y equipajes, y por la cuarta parte del precio regular. En situación tan rara, y a pleno sol, creo haber tomado conciencia de que aquel 9 de abril de 1948 había empezado en Colombia el siglo XX.

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