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Poco antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios. Al fondo, los cerros de Monserrate y la Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para suplicarme una ayuda imposible. La cacería callejera había amainado, y en el silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada para dominar la ciudad. Impresionado por el paisaje de la muerte, el tío Juanito expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos:

– ¡Dios mío, esto parece un sueño!

De regreso a la sala en penumbras me derrumbé en el sofá. Los boletines oficiales de las emisoras ocupadas por el gobierno pintaban un panorama de tranquilidad paulatina. Ya no había discursos, pero no se podía distinguir con precisión entre las emisoras oficiales y las que seguían en poder de la rebelión, y aun a estas mismas era imposible distinguirlas de la avalancha incontenible del correo de las brujas. Se dijo que todas las embajadas estaban desbordadas por los refugiados, y que el general Marshall permanecía en la de los Estados Unidos protegido por una guardia de honor de la escuela militar. También Laureano Gómez se había refugiado allí desde las primeras horas, y había sostenido conversaciones telefónicas con su presidente, tratando de impedir que éste negociara con los liberales en una situación que él consideraba manejada por los comunistas. El ex presidente Alberto Lleras, entonces secretario general de la Unión Panamericana, había salvado la vida por milagro al ser reconocido en su automóvil sin blindaje cuando abandonaba el Capitolio y trataron de cobrarle la entrega legal del poder a los conservadores. La mayoría de los delegados de la Conferencia Panamericana estaba a salvo a la medianoche.

Entre tantas noticias encontradas se anunció que Guillermo León Valencia, el hijo del poeta homónimo, había sido lapidado y el cadáver colgado en la plaza de Bolívar. Pero la idea de que el gobierno controlaba la situación había empezado a perfilarse tan pronto como el ejército recuperó las emisoras de radio que estaban en poder de los rebeldes. En vez de las proclamas de guerra, las noticias pretendían entonces tranquilizar al país con el consuelo de que el gobierno era dueño de la situación, mientras la alta jerarquía liberal negociaba con el presidente de la República por la mitad del poder.

En realidad, los únicos que parecían actuar con sentido político eran los comunistas, minoritarios y exaltados, a quienes en medio del desorden de las calles se les veía dirigir a la muchedumbre -como agentes de tránsito- hacia los centros de poder. El liberalismo, en cambio, demostró estar dividido en las dos mitades denunciadas por Gaitán en su campaña: los dirigentes que trataban de negociar una cuota de poder en el Palacio

Presidencial, y sus electores que resistieron como podían y hasta donde pudieron en torres y azoteas.

La primera duda que surgió en relación con la muerte de Gaitán fue sobre la identidad de su asesino. Todavía hoy no existe una convicción unánime de que fuera Juan Roa Sierra, el pistolero solitario que disparó contra él entre la muchedumbre de la carrera Séptima. Lo que no es fácil entender es que hubiera actuado por sí solo si no parecía tener una cultura autónoma para decidir por su cuenta aquella muerte devastadora, en aquel día, en aquella hora, en aquel lugar y de la misma manera. Encarnación Sierra, viuda de Roa, su madre, de cincuenta y dos años, se había enterado por radio del asesinato de Gaitán, su héroe político, y estaba tiñendo de negro su traje mejor para guardarle luto. No había terminado cuando oyó que el asesino era Juan Roa Sierra, el número trece de sus catorce hijos. Ninguno había pasado de la escuela primaria, y cuatro de ellos dos niños y dos niñas- habían muerto.

Ella declaró que desde hacía unos ocho meses se habían notado cambios raros en el comportamiento de Juan. Hablaba solo y reía sin causas, y en algún momento confesó a la familia que creía ser la encarnación del general Francisco de Paula Santander, héroe de nuestra independencia, pero pensaron que sería un mal chiste de borracho. Nunca se supo que su hijo le hiciera mal a nadie, y había logrado que gente de cierto peso le diera cartas de recomendación para conseguir empleos. Una de ellas la llevaba en la cartera cuando mató a Gaitán. Seis meses antes le había escrito una de su puño y letra al presidente Ospina Pérez, en la cual le solicitaba una entrevista para pedirle un empleo.

La madre declaró a los investigadores que el hijo le había planteado su problema también a Gaitán en persona, pero que éste no le había dado ninguna esperanza.

No se sabía que hubiera disparado un arma en su vida, pero la manera en que manejó la del crimen estaba muy lejos de ser la de un novato. El revólver era un.38 largo, tan maltratado que fue admirable que no le fallara un tiro.

Algunos empleados del edificio creían haberlo visto en el piso de las oficinas de Gaitán en vísperas del asesinato. El portero afirmó sin duda alguna que en la mañana del 9 de abril lo habían visto subir por las escaleras y bajar después por el ascensor con un desconocido. Le pareció que ambos habían esperado varias horas cerca de la entrada del edificio, pero Roa estaba solo junto a la puerta cuando Gaitán subió a su oficina un poco antes de las once.

Gabriel Restrepo, un periodista de La Jornada -el diario de la campaña gaitanista-, hizo el inventario de los documentos de identidad que Roa Sierra llevaba consigo cuando cometió el crimen. No dejaban dudas sobre su identidad y su condición social, pero no daban pista alguna sobre sus propósitos. Tenía en los bolsillos del pantalón ochenta y dos centavos en monedas revueltas, cuando varias cosas importantes de la vida diaria sólo costaban cinco. En un bolsillo interior del saco llevaba una cartera de cuero negro con un billete de un peso. Llevaba también un certificado que garantizaba su honestidad, otro de la policía según el cual no tenía antecedentes penales, y un tercero con su dirección en un barrio de pobres: calle Octava, número 3073. De acuerdo con la libreta militar de reservista de segunda clase que llevaba en el mismo bolsillo, era hijo de Rafael Roa y Encarnación Sierra, y había nacido veintiún años antes: el 4 de noviembre de 1921.

Todo parecía en regla, salvo que un hombre de condición tan humilde y sin antecedentes penales llevara consigo tantas pruebas de buen comportamiento. Sin embargo, lo único que me dejó un rastro de dudas que nunca he podido superar fue el hombre elegante y bien vestido que lo había arrojado a las hordas enfurecidas y desapareció para siempre en un automóvil de lujo.

En medio del fragor de la tragedia, mientras embalsamaban el cadáver del apóstol asesinado, los miembros de la dirección liberal se habían reunido en el comedor de la Clínica Central para acordar fórmulas de emergencia. La más urgente fue acudir al Palacio Presidencial sin audiencia previa para discutir con el jefe del Estado una fórmula de emergencia capaz de conjurar el cataclismo que amenazaba al país. Poco antes de las nueve de la noche había amainado la lluvia y los primeros delegados se abrieron paso como mal pudieron a través de las calles en escombros por la revuelta popular y con cadáveres acribillados desde balcones y azoteas por las balas ciegas de los francotiradores.

En la antesala del despacho presidencial encontraron a algunos funcionarios y políticos conservadores, y la esposa del presidente, doña Bertha Hernández de Ospina, muy dueña de sí misma. Llevaba todavía el traje con que había acompañado a su esposo en la exposición de Engativá, y al cinto un revólver de reglamento.

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