– Agente -suplicó casi sin voz-, no deje que me maten.
Nunca podré olvidarlo. Tenía el cabello revuelto, una barba de dos días y una lividez de muerto con los ojos sobresaltados por el terror. Llevaba un vestido de paño marrón muy usado con rayas verticales y las solapas rotas por los primeros tirones de las turbas. Fue una aparición instantánea y eterna, porque los limpiabotas se lo arrebataron a los guardias a golpes de cajón y lo remataron a patadas. En el primer revolcón había perdido un zapato.
– ¡A palacio! -ordenó a gritos el hombre de gris que nunca fue identificado-. ¡A palacio!
Los más exaltados obedecieron. Agarraron por los tobillos el cuerpo ensangrentado y lo arrastraron por la carrera Séptima hacia la plaza de Bolívar, entre los últimos tranvías eléctricos atascados por la noticia, vociferando denuestos de guerra contra el gobierno. Desde las aceras y los balcones los atizaban con gritos y aplausos, y el cadáver desfigurado a golpes iba dejando jirones de ropa y de cuerpo en el empedrado de la calle. Muchos se incorporaban a la marcha, que en menos de seis cuadras había alcanzado el tamaño y la fuerza expansiva de un estallido de guerra. Al cuerpo macerado sólo le quedaban el calzoncillo y un zapato.
La plaza de Bolívar, acabada de remodelar, no tenía la majestad de otros viernes históricos, con los árboles desangelados y las estatuas rudimentarias de la nueva estética oficial. En el Capitolio Nacional, donde se había instalado diez días antes la Conferencia Panamericana, los delegados se habían ido a almorzar. Así que la turba siguió de largo hasta el Palacio Presidencial, también desguarnecido. Allí dejaron lo que quedaba del cadáver sin más ropas que las piltrafas del calzoncillo, el zapato izquierdo y dos corbatas inexplicables anudadas en la garganta. Minutos más tarde llegaron a almorzar el presidente de la República Mariano Ospina Pérez y su esposa, después de inaugurar una exposición pecuaria en la población de Engativá. Hasta ese momento ignoraban la noticia del asesinato porque llevaban apagado el radio del automóvil presidencial.
Permanecí en el lugar del crimen unos diez minutos más, sorprendido por la rapidez con que las versiones de los testigos iban cambiando de forma y de fondo hasta perder cualquier parecido con la realidad. Estábamos en el cruce de la avenida Jiménez y carrera Séptima, a la hora de mayor concurrencia y a cincuenta pasos de El Tiempo. Sabíamos entonces que quienes acompañaban a Gaitán cuando salió de su oficina eran Pedro Elíseo Cruz, Alejandro Vallejo, Jorge Padilla y Plinio Mendoza Neira, ministro de Guerra en el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo. Este los había invitado a almorzar. Gaitán había salido del edificio donde tenía su oficina, sin escoltas de ninguna clase, y en medio de un grupo compacto de amigos. Tan pronto como llegaron al andén, Mendoza lo tomó del brazo, lo llevó un paso adelante de los otros, y le dijo:
– Lo que quería decirte es una pendejada.
No pudo decir más. Gaitán se cubrió la cara con el brazo y Mendoza oyó el primer disparo antes de ver frente a ellos al hombre que apuntó con el revólver y disparó tres veces a la cabeza del líder con la frialdad de un profesional. Un instante después se hablaba ya de un cuarto disparo sin dirección, y tal vez de un quinto.
Plinio Apuleyo Mendoza, que había llegado con su papá y sus hermanas, Elvira y Rosa Inés, alcanzó a ver a Gaitán tirado bocarriba en el andén un minuto antes de que se lo llevaran a la clínica. «No parecía muerto -me contó años después-. Era como una estatua imponente tendida bocarriba en el andén, junto a una mancha de sangre escasa y con una gran tristeza en los ojos abiertos y fijos.» En la confusión del instante sus hermanas alcanzaron a pensar que también su padre había muerto, y estaban tan aturdidas que Plinio Apuleyo las subió en el primer tranvía que pasó para alejarlas del lugar. Pero el conductor se dio cuenta cabal de lo que había pasado, y tiró la gorra en el piso y abandonó el tranvía en plena calle para sumarse a los primeros gritos de la rebelión. Minutos después fue el primer tranvía volcado por las turbas enloquecidas.
Las discrepancias eran insalvables sobre el número y el papel de los protagonistas, pues algún testigo aseguraba que habían sido tres que se turnaron para disparar, y otro decía que el verdadero se había escabullido entre la muchedumbre revuelta y había tomado sin prisa un tranvía en marcha. Tampoco lo que Mendoza Neira quería pedirle a Gaitán cuando lo tomó del brazo era nada de lo mucho con que se ha especulado desde entonces, sino que le autorizara la creación de un instituto para formar líderes sindicales. O, como se había burlado su suegro unos días antes: «Una escuela para enseñarle filosofía al chofer». No alcanzó a decirlo cuando estalló frente a ellos el primer balazo.
Cincuenta años después, mi memoria sigue fija en la imagen del hombre que parecía instigar al gentío frente a la farmacia, y no lo he encontrado en ninguno de los incontables testimonios que he leído sobre aquel día. Lo había visto muy de cerca, con un vestido de gran clase, una piel de alabastro y un control milimétrico de sus actos. Tanto me llamó la atención que seguí pendiente de él hasta que lo recogieron en un automóvil demasiado nuevo tan pronto como se llevaron el cadáver del asesino, y desde entonces pareció borrado de la memoria histórica. Incluso de la mía, hasta muchos años después, en mis tiempos de periodista, cuando me asaltó la ocurrencia de que aquel hombre había logrado que mataran a un falso asesino para proteger la identidad del verdadero.
En aquel tumulto incontrolable estaba el líder estudiantil cubano Fidel Castro, de veinte años, delegado de la Universidad de La Habana a un congreso estudiantil convocado como una réplica democrática a la Conferencia Panamericana. Había llegado unos seis días antes, en compañía de Alfredo Guevara, Enrique Ovares y Rafael del Pino -universitarios cubanos como él-, y una de sus primeras gestiones fue solicitar una cita con Jorge Eliécer Gaitán, a quien admiraba. A los dos días, Castro se entrevistó con Gaitán, y éste lo citó para el viernes siguiente. Gaitán en persona anotó la cita en la agenda de su escritorio, en la hoja correspondiente al 9 de abril: «Fidel Castro, 2 pm».
Según él mismo ha contado en distintos medios y ocasiones, y en los interminables recuentos que hemos hecho juntos a lo largo de una vieja amistad, Fidel había tenido la primera noticia del crimen cuando rondaba por las cercanías para estar a tiempo en la cita de las dos. De pronto lo sorprendieron las primeras hordas que corrían desaforadas, y el grito general:
– ¡Mataron a Gaitán!
Fidel Castro no cayó en la cuenta, hasta más tarde, de que la cita no habría podido cumplirse de ningún modo antes de las cuatro o cinco, por la imprevista invitación a almorzar que Mendoza Neira le hizo a Gaitán.
No cabía nadie más en el lugar del crimen. El tráfico estaba interrumpido y los tranvías volcados, de modo que me dirigí a la pensión a terminar el almuerzo, cuando mi maestro Carlos H. Pareja me cerró el paso en la puerta de su oficina y me preguntó para dónde iba.
– Voy a almorzar -le dije.
– No jodas -dijo él, con su impenitente labia caribe-. ¿Cómo se te ocurre almorzar cuando acaban de matar a Gaitán?
Sin darme tiempo para más, me ordenó que me fuera a la universidad y me pusiera al frente de la protesta estudiantil. Lo raro fue que le hice caso contra mi modo de ser. Seguí por la carrera Séptima hacia el norte, en sentido contrario al de la turbamulta que se precipitaba hacia la esquina del crimen entre curiosa, dolorida y colérica. Los autobuses de la Universidad Nacional, manejados por estudiantes enardecidos, encabezaban la marcha. En el parque Santander, a cien metros de la esquina del crimen, los empleados cerraban a toda prisa los portones del hotel Granada -el más lujoso de la ciudad-, donde se alojaban en esos días algunos cancilleres e invitados de nota a la Conferencia Panamericana.