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Luis Enrique, que ya se perfilaba como el guitarrista inspirado que llegó a ser, me enseñó a tocar el tiple. Con él y con Filadelfo Velilla nos volvimos los reyes de las serenatas, con el premio mayor de que algunas agasajadas se vestían a las volandas, abrían la casa, despertaban a las vecinas y seguíamos la fiesta hasta el desayuno. Aquel año se enriqueció el grupo con el ingreso de José Palencia, nieto de un terrateniente adinerado y pródigo. José era un músico innato capaz de tocar cualquier instrumento que le cayera en las manos. Tenía una estampa de artista de cine, y era un bailarín estelar, de una inteligencia deslumbrante y una suerte más envidiada que envidiable en los amores de paso.

Yo, en cambio, no sabía bailar, y no pude aprender ni siquiera en casa de las señoritas Loiseau, seis hermanas inválidas de nacimiento, que sin embargo daban clases de buen baile sin levantarse de sus mecedores. Mi padre, que nunca fue insensible a la fama, se acercó a mí con una visión nueva. Por primera vez dedicamos largas horas a conversar. Apenas si nos conocíamos. En realidad, visto desde hoy, no viví con mis padres más de tres años en total, sumados los de Aracataca, Barranquilla, Cartagena, Sincé y Sucre. Fue una experiencia muy grata que me permitió conocerlos mejor. Mi madre me lo dijo: «Qué bueno que te hiciste amigo de tu papá». Días después, mientras preparaba el café en la cocina, me dijo más:

– Tu papá está muy orgulloso de ti.

Al día siguiente me despertó en puntillas y me sopló al oído: «Tu papá te tiene una sorpresa». En efecto, cuando bajó a desayunar, él mismo me dio la noticia en presencia de todos con un énfasis solemne:

– Alista tus vainas, que te vas para Bogotá.

El primer impacto fue una gran frustración, pues lo que hubiera querido entonces era quedarme ahogado en la parranda perpetua. Pero prevaleció la inocencia. Por la ropa de tierra fría no hubo problema. Mi padre tenía un vestido negro de cheviot y otro de pana, y ninguno le cerraba en la cintura. Así que fuimos con Pedro León Rosales, el llamado sastre de los milagros, y me los compuso a mi tamaño. Mi madre me compró además el sobretodo de piel de camello de un senador muerto. Cuando me lo estaba midiendo en casa, mi hermana Ligia -que es vidente de natura- me previno en secreto de que el fantasma del senador se paseaba de noche por su casa con el sobretodo puesto. No le hice caso, pero más me hubiera valido, porque cuando me lo puse en Bogotá me vi en el espejo con la cara del senador muerto. Lo empeñé por diez pesos en el Monte de Piedad y lo dejé perder.

El ambiente doméstico había mejorado tanto que estuve a punto de llorar en las despedidas, pero el programa se cumplió al pie de la letra sin sentimentalismos. La segunda semana de enero me embarqué en Magangué en el David Arango, el buque insignia de la Naviera Colombiana, después de vivir una noche de hombre libre. Mi compañero de camarote fue un ángel de doscientas veinte libras y lampiño de cuerpo entero. Tenía el nombre usurpado de Jack el Destripador, y era el último sobreviviente de una estirpe de cuchilleros de circo del Asia Menor. A primera vista me pareció capaz de estrangularme mientras dormía, pero en los días siguientes me di cuenta de que sólo era lo que parecía: un bebé gigante con un corazón que no le cabía en el cuerpo.

Hubo fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me escapé a la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me disponía a olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a decir que por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro años que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela. Por la época en que las aguas tenían caudal suficiente, el viaje de subida duraba cinco días de Barranquila a Puerto Salgar, de donde se hacía una jornada en tren hasta Bogotá. En tiempos de sequía, que eran los más entretenidos para navegar si no se tenía prisa, podía durar hasta tres semanas.

Los buques tenían nombres fáciles e inmediatos: Atlántico, Medellín, Capitán de Caro, David Arango. Sus capitanes, como los de Conrad, eran autoritarios y de buena índole, comían como bárbaros y no sabían dormir solos en sus camarotes de reyes. Los viajes eran lentos y sorprendentes. Los pasajeros nos sentábamos en las terrazas todo el día para ver los pueblos olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las mariposas incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de la estela del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los manatíes que cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías. Durante todo el viaje uno despertaba al amanecer aturdido por la bullaranga de los micos y las cotorras. A menudo, la tufarada nauseabunda de una vaca ahogada interrumpía la siesta, inmóvil en el hilo del agua con un gallinazo solitario parado en el vientre.

Ahora es raro que uno conozca a alguien en los aviones. En los buques fluviales los estudiantes terminábamos por parecer una sola familia, pues nos poníamos de acuerdo todos los años para coincidir en el viaje. A veces el buque encallaba hasta quince días en un banco de arena. Nadie se preocupaba, pues la fiesta seguía, y una carta del capitán sellada con el escudo de su anillo servía de excusa para llegar tarde al colegio.

Desde el primer día me llamó la atención el más joven de un grupo familiar, que tocaba el bandoneón como entre sueños, paseándose durante días enteros por la cubierta de primera clase. No pude soportar la envidia, pues desde que escuché a los primeros acordeoneros de Francisco el Hombre en las fiestas del 20 de julio en Aracataca me empeñé en que mi abuelo me comprara un acordeón, pero mi abuela se nos atravesó con la mojiganga de siempre de que el acordeón era un instrumento de guatacucos. Unos treinta años después creí reconocer en París al elegante acordeonero del buque en un congreso mundial de neurólogos. El tiempo había hecho lo suyo: se había dejado una barba bohemia y la ropa le había crecido unas dos tallas, pero el recuerdo de su maestría era tan vivido que no podía equivocarme. Sin embargo, su reacción no pudo ser más ríspida cuando le pregunté sin presentarme:

– ¿Cómo va el bandoneón? Me replicó sorprendido:

– No sé de qué me habla usted.

Sentí que me tragaba la tierra, y le di mis humildes excusas por haberlo confundido con un estudiante que tocaba el bandoneón en el David Arango, a principios de enero del 44. Entonces resplandeció por el recuerdo. Era el colombiano Salomón Hakim, uno de los grandes neurólogos de este mundo. La desilusión fue que había cambiado el bandoneón por la ingeniería médica.

Otro pasajero me llamó la atención por su distancia. Era joven, robusto, de piel rubicunda y lentes de miope, y una calvicie prematura muy bien tenida. Me pareció la imagen perfecta del turista cachaco. Desde el primer día acaparó la poltrona más cómoda, puso varias torres de libros nuevos en una mesita y leyó sin espabilar desde la mañana hasta que lo distraían las parrandas de la noche. Cada día apareció en el comedor con una camisa de playa diferente y florida, y desayunó, almorzó, comió y siguió leyendo solo en la mesa más arrinconada. No creo que hubiera cruzado un saludo con nadie. Lo bauticé para mí como «el lector insaciable».

No resistí la tentación de husmear sus libros. La mayoría eran tratados indigestos de derecho público, que leía en las mañanas, subrayando y tomando notas marginales. Con la fresca de la tarde leía novelas. Entre ellas, una que me dejó atónito: El doble, de Dostoievski, que había tratado de robarme, y no pude, en una librería de Barranquilla. Estaba loco por leerla. Tanto, que hubiera querido pedírsela prestada, pero no tuve aliento. Uno de esos días apareció con El gran Meaulnes, de la cual no había oído hablar, pero que muy pronto tuve entre las obras maestras preferidas por mí. En cambio, yo sólo llevaba libros ya leídos e irrepetibles: Jeromín, del Padre Coloma, que no acabé de leer nunca; La vorágine, de José Eustasio Rivera; De los Apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis, y el diccionario del abuelo que leía a trozos durante horas. Al lector implacable, por el contrario no le alcanzaba el tiempo para tantos. Lo que quiero decir y no he dicho es que hubiera dado cualquier cosa por ser él.

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