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Mi padre tuvo en aquellas vacaciones la rara idea de prepararme para los negocios. «Por si acaso», me advirtió. Lo primero fue enseñarme a cobrar a domicilio las deudas de la farmacia. Un día de ésos me mandó a cobrar varias de La Hora, un burdel sin prejuicios en las afueras del pueblo.

Me asomé por la puerta entreabierta de un cuarto que daba a la calle, y vi a una de las mujeres de la casa durmiendo la siesta en una cama de viento, descalza y con una combinación que no alcanzaba a taparle los muslos. Antes de que le hablara se sentó en la cama, me miró adormilada y me preguntó qué quería. Le dije que llevaba un recado de mi padre para don Eligió Molina, el propietario. Pero en vez de orientarme me ordenó que entrara y pusiera la tranca en la puerta, y me hizo con el índice una señal que me lo dijo todo:

– Ven acá.

Allá fui, y a medida que me acercaba, su respiración afanada iba llenando el cuarto como una creciente de río, hasta que pudo agarrarme del brazo con la mano derecha y me deslizó la izquierda dentro de la bragueta. Sentí un terror delicioso.

– Así que tú eres hijo del doctor de los globulitos -me dijo, mientras me toqueteaba por dentro del pantalón con cinco dedos ágiles que se sentían como si fueran diez. Me quitó el pantalón sin dejar de susurrarme palabras tibias en el oído, se sacó la combinación por la cabeza y se tendió bocarriba en la cama con sólo el calzón de flores coloradas-. Éste sí me lo quitas tú -me dijo-. Es tu deber de hombre.

Le zafé la jareta, pero en la prisa no pude quitárselo, y tuvo que ayudarme con las piernas bien estiradas y un movimiento rápido de nadadora. Después me levantó en vilo por los sobacos y me puso encima de ella al modo académico del misionero. El resto lo hizo de su cuenta, hasta que me morí solo encima de ella, chapaleando en la sopa de cebollas de sus muslos de potranca.

Se reposó en silencio, de medio lado, mirándome fijo a los ojos y yo le sostenía la mirada con la ilusión de volver a empezar, ahora sin susto y con más tiempo. De pronto me dijo que no me cobraba los dos pesos de su servicio porque yo no iba preparado. Luego se tendió bocarriba y me escrutó la cara.

– Además -me dijo-, eres el hermano juicioso de Luis Enrique, ¿no es cierto? Tienen la misma voz. Tuve la inocencia de preguntarle por qué lo conocía.

– No seas bobo -se rió ella-. Si hasta tengo aquí un calzoncillo suyo que le tuve que lavar la última vez.

Me pareció una exageración por la edad de mi hermano, pero cuando me lo mostró me di cuenta de que era cierto. Luego saltó desnuda de la cama con una gracia de ballet, y mientras se vestía me explicó que en la puerta siguiente de la casa, a la izquierda, estaba don Eligió Molina. Por fin me preguntó:

– ¿Es tu primera vez, no es cierto? El corazón me dio un salto.

– Qué va -le mentí-, llevo ya como siete.

– De todos modos -dijo ella con un gesto de ironía-, deberías decirle a tu hermano que te enseñe un poquito.

El estreno me dio un impulso vital. Las vacaciones eran de diciembre a febrero, y me pregunté cuántas veces dos pesos debería conseguir para volver con ella. Mi hermano Luis Enrique, que ya era un veterano del cuerpo, se reventaba de risa porque alguien de nuestra edad tuviera que pagar por algo que hacían dos al mismo tiempo y los hacía felices a ambos.

Dentro del espíritu feudal de La Mojana, los señores de la tierra se complacían en estrenar a las vírgenes de sus feudos y después de unas cuantas noches de mal uso las dejaban a merced de su suerte. Había para escoger entre las que salían a cazarnos en la plaza después de los bailes. Sin embargo, todavía en aquellas vacaciones me causaban el mismo miedo que el teléfono y las veía pasar como nubes en el agua. No tenía un instante de sosiego por la desolación que me dejó en el cuerpo mi primera aventura casual. Todavía hoy no creo que sea exagerado creer que ésa fuera la causa del ríspido estado de ánimo con que regresé al colegio, y obnubilado por completo por un disparate genial del poeta bogotano don José Manuel Marroquín, que enloquecía al auditorio desde la primera estrofa:

Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,

ahora que albando la toca las altas suenas campanan;

y que los rebuznos burran y que los gorjeos pajaran,

y que los silbos serenan y que los gruños marranan,

y que la aurorada rosa los extensos doros campa,

perlando líquidas viertas cual yo lagrimo derramas

y friando de tirito si bien el abrasa almada,

vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.

No sólo introducía el desorden por donde pasaba recitando las ristras interminables del poema, sino que aprendí a hablar con la fluidez de un nativo de quién sabe dónde. Me sucedía con frecuencia: contestaba cualquier cosa, pero casi siempre era tan extraña o divertida, que los maestros se escabullían. Alguien debió inquietarse por mi salud mental, cuando le di en un examen una respuesta acertada, pero indescifrable al primer golpe. No recuerdo que hubiera algo de mala fe en esas bromas fáciles que a todos divertían.

Me llamó la atención que los curas me hablaban como si hubieran perdido la razón, y yo les seguía la corriente. Otro motivo de alarma fue que inventé parodias de los corales sacros con letras paganas que por fortuna nadie entendió. Mi acudiente, de acuerdo con mis padres, me llevó con un especialista que me hizo un examen agotador pero muy divertido, porque además de su rapidez mental tenía una simpatía personal y un método irresistibles. Me hizo leer una cartilla con frases enrevesadas que yo debía enderezar. Lo hice con tanto entusiasmo, que el médico no resistió la tentación de inmiscuirse en mi juego, y se nos ocurrieron pruebas tan ingeniosas que tomó notas para incorporarlas a sus exámenes futuros. Al término de una indagatoria minuciosa de mis costumbres me preguntó cuántas veces me masturbaba. Le contesté lo primero que se me ocurrió: nunca me había atrevido. No me creyó, pero me comentó como al descuido que el miedo era un factor negativo para la salud sexual, y su misma incredulidad me pareció más bien una incitación. Me pareció un hombre estupendo, al que quise ver de adulto cuando ya era periodista en El Heraldo, para que me contara las conclusiones privadas que había sacado de mi examen, y lo único que supe fue que se había mudado a los Estados Unidos desde hacía años. Uno de sus antiguos compañeros fue más explícito y me dijo con un gran afecto que no tenía nada de raro que estuviera en un manicomio de Chicago, porque siempre le pareció peor que sus pacientes.

El diagnóstico fue una fatiga nerviosa agravada por leer después de las comidas. Me recomendó un reposo absoluto de dos horas durante la digestión, y una actividad física más fuerte que los deportes de rigor. Todavía me sorprende la seriedad con que mis padres y mis maestros tomaron sus órdenes. Me reglamentaron las lecturas, y más de una vez me quitaron el libro cuando me encontraron leyendo en clase por debajo del pupitre. Me dispensaron de las materias difíciles y me obligaron a tener más actividad física de varias horas diarias. Así, mientras los demás estaban en clase, yo jugaba solo en el patio de basquetbol haciendo canastas bobas y recitando de memoria. Mis compañeros de clase se dividieron desde el primer momento: los que en realidad pensaban que había estado loco desde siempre, los que creían que me hacía el loco para gozar la vida y los que siguieron tratándome sobre la base de que los locos eran los maestros. De entonces viene la versión de que fui expulsado del colegio porque le tiré un tintero al maestro de aritmética mientras escribía ejercicios de regla de tres en el tablero. Por fortuna, papá lo entendió de un modo simple y decidió que volviera a casa sin terminar el año ni gastarle más tiempo y dinero a una molestia que sólo podía ser una afección hepática.

Para mi hermano Abelardo, en cambio, no había problemas de la vida que no se resolvieran en la cama. Mientras mis hermanas me daban tratamientos de compasión, él me enseñó la receta mágica desde que me vio entrar en su taller:

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