– El Belga ya no volverá a jugar ajedrez.
Fue una idea fácil, pero mi abuelo la contó en familia como una ocurrencia genial. Las mujeres la divulgaban con tanto entusiasmo que durante algún tiempo huía de las visitas por el temor de que lo contaran delante de mí o me obligaran a repetirlo. Esto me reveló, además, una condición de los adultos que había de serme muy útil como escritor: cada quien lo contaba con detalles nuevos, añadidos por su cuenta, hasta el punto de que las diversas versiones terminaban por ser distintas de la original. Nadie se imagina la compasión que siento desde entonces por los pobres niños declarados genios por sus padres, que los hacen cantar en las visitas, imitar voces de pájaros e incluso mentir por divertir. Hoy me doy cuenta, sin embargo, de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito literario.
Esa era mi vida en 1932, cuando se anunció que las tropas del Perú, bajo el régimen militar del general Luis Miguel Sánchez Cerro, se habían tomado la desguarnecida población de Leticia, a orillas del río Amazonas, en el extremo sur de Colombia. La noticia retumbó en el ámbito del país. El gobierno decretó la movilización nacional y una colecta pública para recoger de casa en casa las joyas familiares de más valor. El patriotismo exacerbado por el ataque artero de las tropas peruanas provocó una respuesta popular sin precedentes. Los recaudadores no se daban abasto para recibir los tributos voluntarios casa por casa, sobre todo los anillos matrimoniales, tan estimados por su precio real como por su valor simbólico.
Para mi, en cambio, fue una de las épocas mas felices por lo que tuvo de desorden. Se rompió el rigor estéril de las escuelas y fue sustituido en las calles y en las casas por la creatividad popular. Se formó un batallón cívico con lo más granado de la juventud sin distinciones de razas ni colores, se crearon las brigadas femeninas de la Cruz Roja, se improvisaron himnos de guerra a muerte contra el malvado agresor, y un grito unánime retumbó en el ámbito de la patria «iViva Colombia, abajo el Perú!»
Nunca supe en qué termino aquella gesta por que al cabo de un cierto tiempo se aplacaron los ánimos sin explicaciones bastantes. La paz se consolidó con la muerte del general Sánchez Cerro a manos de algún opositor de su reinado sangriento, y el grito de guerra se volvió de rutina para celebrar las victorias del futbol escolar. Pero mis padres, que habían contribuido para la guerra con sus anillos de boda, no se restablecieron nunca de su candor.
Hasta donde recuerdo, mi vocación por la música se reveló en esos años por la fascinación que me causaban los acordeoneros con sus canciones de caminantes. Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de la guacherna. Sin embargo mi urgencia de cantar para sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos Gardel, que contagiaron a medio mundo. Me hacia vestir como él, con sombrero de fieltro y bufanda de seda, y no necesitaba demasiadas súplicas para que soltara un tango a todo pecho. Hasta la mala mañana en que mi tía Mama me despertó con la noticia de que Gardel había muerto en el choque de dos aviones en Medellín. Meses antes yo había cantado «Cuesta abajo'' en una velada de beneficiencia, acompañado por las hermanas Echeverri, bogotanas puras, que eran maestras de maestros y alma de cuanta velada de beneficiencia y conmemoración patriotica se celebraba en Cataca. Y canté con tanto carácter que mi madre no se atrevió a contrariarme cuando le dije que quería aprender el piano en vez del acordeón repudiado por la abuela.
Aquella misma noche me llevó con las señoritas Echeverri para que me enseñaran. Mientras ellas conversaban yo miraba el piano desde el otro extremo de la sala con una devoción de perro sin dueño, calculaba si mis piernas llegarían a los pedales, y dudaba de que mi pulgar y mi meñique alcanzaran para los intervalos desorbitados o si sería capaz de descifrar los jeroglíficos del pentagrama. Fue una visita de bellas esperanzas durante dos horas. Pero inútil pues las maestras nos dijeron al final que el piano estaba fuera de servicio y no sabrían hasta cuándo. La idea quedo aplazada hasta que regresara el afinador del año, pero no se volvió a hablar de ella hasta media vida después, cuando le recordé a mi madre en una charla casual el dolor que sentí por no aprender el piano. Ella suspiro:
– Y lo peor -dijo- es que no estaba dañado.
Entonces supe que se había puesto de acuerdo con las maestras en el pretexto del piano dañado para evitarme la tortura que ella había padecido durante cinco años de ejercicios bobalicones en el colegio de la Presentación. El consuelo fue que en Cataca habían abierto por esos años la escuela montessoriana, cuyas maestras estimulaban los cinco sentidos mediante ejercicios prácticos y enseñaban a cantar. Con el talento y la belleza de la directora Rosa Elena Fergusson estudiar era algo tan maravilloso como jugar a estar vivos. Aprendí a apreciar el olfato, cuyo poder de evocaciones nostálgicas es arrasador. El paladar, que afiné hasta el punto de que he probado bebidas que saben a ventana, panes viejos que saben a baúl, infusiones que saben a misa. En teoría es difícil entender estos placeres subjetivos, pero quienes los hayan vivido los comprenderán de inmediato.
No creo que haya método mejor que el montessoriano para sensibilizar a los niños en las bellezas del mundo y para despertarles la curiosidad por los secretos de la vida. Se le ha reprochado que fomenta el sentido de independencia y el individualismo -y tal vez en mi caso fuera cierto-. En cambio, nunca aprendí a dividir o a sacar raíz cuadrada, ni a manejar ideas abstractas. Éramos tan jóvenes que sólo recuerdo a dos condiscípulos. Una era Juanita Mendoza, que murió de tifo a los siete años, poco después de inaugurada la escuela, y me impresionó tanto que nunca he podido olvidarla con corona y velos de novia en el ataúd. El otro es Guillermo Valencia Abdala, mi amigo desde el primer recreo, y mi médico infalible para las resacas de los lunes.
Mi hermana Margot debió ser muy infeliz en aquella escuela, aunque no recuerdo que alguna vez lo haya dicho. Se sentaba en su silla del curso elemental y allí permanecía callada -aun durante las horas de recreo- sin mover la vista de un punto indefinido hasta que sonaba la campana del final. Nunca supe a tiempo que mientras permanecía sola en el salón vacío masticaba la tierra del jardín de la casa que llevaba escondida en el bolsillo de su delantal.
Me costó mucho aprender a leer. No me parecía lógico que la letra m se llamara eme, y sin embargo con la vocal siguiente no se dijera emea sino ma. Me era imposible leer así. Por fin, cuando llegué al Montessori la maestra no me enseñó los nombres sino los sonidos de las consonantes. Así pude leer el primer libro que encontré en un arcón polvoriento del depósito de la casa. Estaba descosido e incompleto, pero me absorbió de un modo tan intenso que el novio de Sara soltó al pasar una premonición aterradora: «iCarajo!, este niño va a ser escritor».
Dicho por él, que vivía de escribir, me causó una gran impresión. Pasaron varios años antes de saber que el libro era Las mil y una noches. El cuento que más me gustó -uno de los más cortos y el más sencillo que he leído- siguió pareciéndome el mejor por el resto de mi vida, aunque ahora no estoy seguro de que fuera allí donde lo leí, ni nadie ha podido aclarármelo. El cuento es éste: un pescador prometió a una vecina regalarle el primer pescado que sacara si le prestaba un plomo para su atarraya, y cuando la mujer abrió el pescado para freírlo tenía dentro un diamante del tamaño de una almendra.
Siempre he relacionado la guerra del Perú con la decadencia de Cataca, pues una vez proclamada la paz mi padre se extravió en un laberinto de incertidumbres que terminó por fin con el traslado de la familia a su pueblo natal de Sincé. Para Luis Enrique y yo, que lo acompañamos en su viaje de exploración, fue en realidad una nueva escuela de vida, con una cultura tan diferente de la nuestra que parecían ser de dos planetas distintos. Desde el día siguiente de la llegada nos llevaron a las huertas vecinas y allí aprendimos a montar en burro, a ordeñar vacas, a capar terneros, a armar trampas de codornices, a pescar con anzuelo y a entender por qué los perros se quedaban enganchados con sus hembras. Luis Enrique iba siempre muy por delante de mí en el descubrimiento del mundo que Mina nos mantuvo vedado, y del cual la abuela Argemira nos hablaba en Sincé sin la menor malicia. Tantos tíos y tías, tantos primos de colores distintos, tantos parientes de apellidos raros hablando en jergas tan diversas nos transmitían al principio más confusión que novedad, hasta que lo entendimos como otro modo de querer. El papá de papá, don Gabriel Martínez, que era un maestro de escuela legendario, nos recibió a Luis Enrique y a mí en su patio de árboles inmensos con los mangos más famosos de la población por su sabor y su tamaño. Los contaba uno por uno todos los días desde el primero de la cosecha anual y los arrancaba uno por uno con su propia mano en el momento de venderlos al precio fabuloso de un centavo cada uno. Al despedirnos, después de una charla amistosa sobre su memoria de buen maestro, arrancó un mango del árbol más frondoso y nos lo dio para los dos.