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No alcancé a conocer a Meme, la esclava guajira que la familia llevó de Barrancas y que en una noche de tormenta se escapó con Alirio, su hermano adolescente, pero siempre oí decir que fueron ellos los que más salpicaron el habla de la casa con su lengua nativa. Su castellano enrevesado fue asombro de poetas, desde el día memorable en que encontró los fósforos que se le habían perdido al tío Juan de Dios y se los devolvió con su jerga triunfal:

– Aquí estoy, fósforo tuyo.

Costaba trabajo creer que la abuela Mina, con sus mujeres despistadas, fuera el sostén económico de la casa cuando empezaron a fallar los recursos. El coronel tenía algunas tierras dispersas que fueron ocupadas por colonos cachacos y él se negó a expulsarlos. En un apuro para salvar la honra de uno de sus hijos tuvo que hipotecar la casa de Cataca, y le costó una fortuna no perderla. Cuando ya no hubo para más, Mina siguió sosteniendo la familia a pulso con la panadería, los animalitos de caramelo que se vendían en todo el pueblo, las gallinas jabadas, los huevos de pato, las hortalizas del traspatio. Hizo un corte radical del servicio y se quedó con las más útiles. El dinero en efectivo terminó por no tener sentido en la tradición oral de la casa. De modo que cuando tuvieron que comprar un piano para mi madre a su regreso de la escuela, la tía Pa sacó la cuenta exacta en moneda doméstica: «Un piano cuesta quinientos huevos».

En medio de aquella tropa de mujeres evangélicas, el abuelo era para mí la seguridad completa. Sólo con él desaparecía la zozobra y me sentía con los pies sobre la tierra y bien establecido en la vida real. Lo raro, pensándolo ahora, es que yo quería ser como él, realista, valiente, seguro, pero nunca pude resistir la tentación constante de asomarme al mundo de la abuela. Lo recuerdo rechoncho y sanguíneo, con unas pocas canas en el cráneo reluciente, bigote de cepillo, bien cuidado, y unos espejuelos redondos con montura de oro. Era de hablar pausado, comprensivo y conciliador en tiempos de paz, pero sus amigos conservadores lo recordaban como un enemigo temible en las contrariedades de la guerra.

Nunca usó uniforme militar, pues su grado era revolucionario y no académico, pero hasta mucho después de las guerras usaba el liquilique, que era de uso común entre los veteranos del Caribe. Desde que se promulgó la ley de pensiones de guerra llenó los requisitos para obtener la suya, y tanto él como su esposa y sus herederos más cercanos siguieron esperándola hasta la muerte. Mi abuela Tranquilina, que murió lejos de aquella casa, ciega, decrépita y medio venática, me dijo en sus últimos momentos de lucidez: «Muero tranquila, porque sé que ustedes recibirán la pensión de Nicolasito».

Fue la primera vez que oí aquella palabra mítica que sembró en la familia el germen de las ilusiones eternas: la jubilación. Había entrado en la casa antes de mi nacimiento, cuando el gobierno estableció las pensiones para los veteranos de la guerra de los Mil Días. El abuelo en persona compuso el expediente, aun con exceso de testimonios jurados y documentos probatorios, y los llevó él mismo a Santa Marta para firmar el protocolo de la entrega. De acuerdo con los cálculos menos alegres, era una cantidad bastante para él y sus descendientes hasta la segunda generación. «No se preocupen -nos decía la abuela-, la plata de la jubilación ha de alcanzar para todo.» El correo, que nunca fue algo urgente en la familia, se convirtió entonces en un enviado de la Divina Providencia.

Yo mismo no conseguí eludirlo, con la carga de incertidumbre que llevaba dentro. Sin embargo, en ocasiones Tranquilina era de un temple que no correspondía en nada con su nombre. En la guerra de los Mil Días mi abuelo fue encarcelado en Riohacha por un primo hermano de ella que era oficial del ejército conservador. La parentela liberal, y ella misma, lo entendieron como un acto de guerra ante el cual no valía para nada el poder familiar. Pero cuando la abuela se enteró de que al marido lo tenían en el cepo como un criminal común, se le enfrentó al primo con un perrero y lo obligó a entregárselo sano y salvo.

El mundo del abuelo era otro bien distinto. Aun en sus últimos años parecía muy ágil cuando andaba por todos lados con su caja de herramientas para reparar los daños de la casa, o cuando hacía subir el agua del baño durante horas con la bomba manual del traspatio, o cuando se trepaba por las escaleras empinadas para comprobar la cantidad de agua en los toneles, pero en cambio me pedía que le atara los cordones de las botas porque se quedaba sin aliento cuando quería hacerlo él mismo. No murió por milagro una mañana en que trató de coger el loro cegato que se había trepado hasta los toneles. Había alcanzado atraparlo por el cuello cuando resbaló en la pasarela y cayó a tierra desde una altura de cuatro metros. Nadie se explicó cómo pudo sobrevivir con sus noventa kilos y sus cincuenta y tantos años.

Ése fue para mí el día memorable en que el médico lo examinó desnudo en la cama, palmo a palmo, y le preguntó qué era una vieja cicatriz de media pulgada que le descubrió en la ingle.

– Fue un balazo en la guerra -dijo el abuelo.

Todavía no me repongo de la emoción. Como no me repongo del día en que se asomó a la calle por la ventana de su oficina para conocer un famoso caballo de paso que querían venderle, y de pronto sintió que el ojo se le llenaba de agua.

Trató de protegerse con la mano y le quedaron en la palma unas pocas gotas de un líquido diáfano. No sólo perdió el ojo derecho, sino que mi abuela no permitió que comprara el caballo habitado por el diablo. Usó por poco tiempo un parche de pirata sobre la cuenca nublada hasta que el oculista se lo cambió por unos espejuelos bien graduados y le recetó un bastón de carreto que terminó por ser una seña de identidad, como el relojito de chaleco con leontina de oro, cuya tapa se abría con un sobresalto musical. Siempre fue del dominio público que las perfidias de los años que empezaban a inquietarlo no afectaron para nada sus mañas de seductor secreto y buen amante.

En el baño ritual de las seis de la mañana, que en sus últimos años tomó siempre conmigo, nos echábamos agua de la alberca con una totuma y terminábamos empapados del Agua Florida de Lanman y Kemps, que los contrabandistas de Curazao vendían por cajas a domicilio, como el brandy y las camisas de seda china. Alguna vez se le oyó decir que era el único perfume que usaba porque sólo lo sentía quien lo llevaba, pero no volvió a creerlo cuando alguien lo reconoció en una almohada ajena. Otra historia que oí repetir durante años fue la de una noche en que se había ido la luz y el abuelo se echó un frasco de tinta en la cabeza creyendo que era su Agua Florida.

Para los oficios diarios dentro de la casa usaba pantalones de dril con sus tirantes elásticos de siempre, zapatos suaves y una gorra de pana con visera. Para la misa del domingo, a la que faltó muy pocas veces y sólo por razones de fuerza mayor, o para cualquier efemérides o memorial diario, llevaba un vestido completo de lino blanco, con cuello de celuloide y corbata negra. Estas ocasiones escasas le valieron sin duda su fama de botarate y petulante. La impresión que tengo hoy es que la casa con todo lo que tenía dentro sólo existía para él, pues era un matrimonio ejemplar del machismo en una sociedad matriarcal, en la que el hombre es rey absoluto de su casa, pero la que gobierna es su mujer. Dicho sin más vueltas, él era el macho. Es decir: un hombre de una ternura exquisita en privado, de la cual se avergonzaba en público, mientras que su esposa se incineraba por hacerlo feliz.

Los abuelos hicieron otro viaje a Barranquilla por los días en que se celebró el primer centenario de la muerte de Simón Bolívar en diciembre de 1930. para asistir al nacimiento de mi hermana Aída Rosa, la cuarta de la familia. De regreso a Cataca llevaron consigo a Margot, con poco más de un año, y mis padres se quedaron con Luis Enrique y la recién nacida. Me costó trabajo acostumbrarme al cambio, porque Margot llegó a la casa como un ser de otra vida, raquítica y montuna, y con un mundo interior impenetrable. Cuando la vio Abigail -la madre de Luis Carmelo Correa- no entendió que mis abuelos se hubieran hecho cargo de semejante compromiso. «Esta niña es una moribunda», dijo. De todos modos decían lo mismo de mí, porque comía poco, porque parpadeaba, porque las cosas que contaba les parecían tan enormes que las creían mentiras, sin pensar que la mayoría eran ciertas de otro modo. Sólo años después me enteré de que el doctor Barboza era el único que me había defendido con un argumento sabio: «Las mentiras de los niños son señales de un gran talento».

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