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Con aquel estado de ánimo emprendí el segundo viaje de negocios a la Provincia, después de confirmar con Villegas que todo estaba en orden. Como la vez anterior, hice mis ventas muy rápidas en Valledupar con una clientela convencida de antemano. Me fui con Rafael Escalona y Poncho Cotes para Villanueva, La Paz, Patillal y Manaure de la Sierra para visitar a veterinarios y agrónomos. Algunos habían hablado con compradores de mi viaje anterior y me esperaban con pedidos especiales. Cualquier hora era buena para armar la fiesta con los mismos clientes y sus alegres compadres, y amanecíamos cantando con los acordeoneros grandes sin interrumpir compromisos ni pagar créditos urgentes porque la vida cotidiana seguía su ritmo natural en el fragor de la parranda. En Villanueva estuvimos con un acordeonero y dos cajistas que al parecer eran nietos de alguno que escuchábamos de niños en Aracataca. De ese modo, lo que había sido una adicción infantil se me reveló en aquel viaje como un oficio inspirado que había de acompañarme hasta siempre.

Esa vez conocí Manaure, en el corazón de la sierra, un pueblo hermoso y tranquilo, histórico en la familia porque fue allí donde llevaron a temperar a mi madre cuando era niña, por unas fiebres tercianas que habían resistido a toda clase de brebajes. Tanto había oído hablar de Manaure, de sus tardes de mayo y ayunos medicinales, que cuando estuve por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y al cinto un revólver de guerra. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó mirándome a los ojos con mi mano en la suya.

– ¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? -me preguntó.

– Soy su nieto -le dije.

– Entonces -dijo él-, su abuelo mató a mi abuelo.

Es decir, era el nieto de Medardo Pacheco, el hombre que mi abuelo había matado en franca lid. No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también ésa fuera una manera de ser parientes. Estuvimos de parranda con él durante tres días y tres noches en su camión de doble fondo, bebiendo brandy caliente y comiendo sancochos de chivo en memoria de los abuelos muertos. Pasaron varios días antes de que me confesara la verdad: se había puesto de acuerdo con Escalona para asustarme, pero no tuvo corazón para seguir las bromas de los abuelos muertos. En realidad se llamaba José Prudencio Aguilar, y era un contrabandista de oficio, derecho y de buen corazón. En homenaje suyo, para no ser menos, bauticé con su nombre al rival que José Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera de Cien años de soledad.

Lo malo fue que al final de aquel viaje de nostalgias no habían llegado todavía los libros vendidos, sin los cuales no podía cobrar mis anticipos. Me quedé sin un céntimo y el metrónomo del hotel andaba más deprisa que mis noches de fiesta. Víctor Cohen empezó a perder la poca paciencia que le quedaba por causa de los infundios de que la plata de su deuda la despilfarraba con chiflamicas de baja estofa y guarichas de mala muerte. Lo único que me devolvió el sosiego fueron los amores contrariados de El derecho de nacer, la novela radial de don Félix B. Caignet, cuyo impacto popular revivió mis viejas ilusiones con la literatura de lágrimas. La lectura inesperada de El viejo y el mar, de Hemingway, que llegó de sorpresa en la revista Life en Español, acabó de restablecerme de mis quebrantos.

En el mismo correo llegó el cargamento de libros que debía entregar a sus dueños para cobrar mis anticipos. Todos pagaron puntuales, pero ya debía en el hotel más del doble de lo que había ganado, y Villegas me advirtió que no tendría ni un clavo más antes de tres semanas. Entonces hablé en serio con Víctor Cohen y él aceptó un vale con un fiador. Como Escalona y su pandilla no estaban a la mano, un amigo providencial me hizo el favor sin compromisos, sólo porque le había gustado un cuento mío publicado en Crónica. Sin embargo, a la hora de la verdad no pude pagarle a nadie.

El vale se volvió histórico años después cuando Víctor Cohen lo mostraba a sus amigos y visitantes, no como un documento acusador sino como un trofeo. La última vez que lo vi tenía casi cien años y era espigado y lúcido, y con el humor intacto. En el bautizo de un hijo de mi comadre Consuelo Araujonoguera, del cual fui padrino, volví a ver el vale impagado casi cincuenta años después. Víctor Cohen se lo mostró a todo el que quiso verlo, con la gracia y la fineza de siempre. Me sorprendió la pulcritud del documento escrito por él, y la enorme voluntad de pagar que se notaba en la desfachatez de mi firma. Víctor lo celebró aquella noche bailando un paseo vallenato con una elegancia colonial como nadie lo había bailado desde los años de Francisco el Hombre. Al final, muchos amigos me agradecieron que no hubiera pagado a tiempo el vale que dio origen a aquella noche impagable.

La magia seductora del doctor Villegas daría todavía para más, pero no con los libros. No es posible olvidar la maestría señorial con que toreaba a los acreedores y la felicidad con que ellos entendían sus razones para no pagar a tiempo. El más tentador de sus temas de entonces tenía que ver con la novela Se han cerrado los caminos, de la escritora barranquillera Olga Salcedo de Medina, que había provocado un alboroto más social que literario pero con escasos precedentes regionales. Inspirado por el éxito de El derecho de nacer, que seguí con atención creciente durante todo el mes, había pensado que estábamos en presencia de un fenómeno popular que los escritores no podíamos ignorar. Sin mencionar siquiera la deuda pendiente se lo había comentado a Villegas a mi regreso de Valledupar, y él me propuso que escribiera la adaptación con la malicia bastante para triplicar el vasto auditorio ya amarrado por el drama radial de Félix B. Caignet.

Hice la adaptación para la transmisión radiofónica en una encerrona de dos semanas que me parecieron mucho más reveladoras de lo previsto, con medidas de diálogos, grados de intensidad y situaciones y tiempos fugaces que no se parecían a nada de cuanto había escrito antes. Con mi inexperiencia en el diálogo -que sigue sin ser mi fuerte-, la prueba fue valiosa y más la agradecí por el aprendizaje que por la ganancia. Sin embargo, tampoco en eso tenía quejas, porque Villegas me adelantó la mitad en efectivo y se comprometió a cancelarme la deuda anterior con los primeros ingresos de la radionovela.

Se grabó en la emisora Atlántico, con el mejor reparto regional posible y dirigida sin experiencia ni inspiración por el mismo Villegas. Para narrador le habían recomendado a Germán Vargas, como un locutor distinto por el contraste de su sobriedad con la estridencia de la radio local. La primera sorpresa grande fue que Germán aceptó, y la segunda fue que desde el primer ensayo él mismo llegó a la conclusión de que no era el indicado. Villegas en persona asumió entonces la carga de la narración con su cadencia y los silbos andinos que acabaron de desnaturalizar aquella aventura temeraria.

La radionovela pasó completa con más penas que glorias, y fue una cátedra magistral para mis ambiciones insaciables de narrador en cualquier género. Asistí a las grabaciones, que eran hechas en directo sobre el disco virgen con una aguja de arado que iba dejando copos de filamentos negros y luminosos, casi intangibles, como cabellos de ángel. Cada noche me llevaba un buen puñado que repartía entre mis amigos como un trofeo insólito. Entre tropiezos y chapucerías sin cuento, la radionovela salió al aire a tiempo con una fiesta descomunal muy propia del promotor.

Nadie logró inventarse un argumento de cortesía para hacerme creer que la obra le gustaba, pero tuvo una buena audiencia y una pauta de publicidad suficiente para salvar la cara. A mí, por fortuna, me dio nuevos bríos en un género que me parecía disparado hacia horizontes impensables. Mi admiración y gratitud por don Félix B. Caignet llegaron al punto de pedirle una entrevista privada unos diez años después, cuando viví unos meses en La Habana como redactor de la agencia cubana Prensa Latina. Pero a pesar de toda clase de razones y pretextos, nunca se dejó ver, y sólo me quedó de él una lección magistral que leí en alguna entrevista suya: «La gente siempre quiere llorar: lo único que yo hago es darle el pretexto». Las magias de Villegas, por su parte, no dieron para más. Se le enredó todo también con la editorial González Porto -como antes con Losada- y no hubo modo de arreglar nuestras últimas cuentas, porque dejó tirados sus sueños de grandeza para volver a su país.

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