La carta era el veredicto supremo de don Guillermo de Torre, presidente del consejo editorial, sustentado con una serie de argumentos simples en los que resonaban la dicción, el énfasis y la suficiencia de los blancos de Castilla. El único consuelo fue la sorprendente concesión final: «Hay que reconocerle al autor sus excelentes dotes de observador y de poeta». Sin embargo, todavía hoy me sorprende que más allá de mi consternación y mi vergüenza, aun las objeciones más ácidas me parecieran pertinentes.
Nunca hice copia ni supe dónde quedó la carta después de circular varios meses entre mis amigos de Barranquilla, que apelaron a toda clase de razones balsámicas para tratar de consolarme. Por cierto que cuando traté de conseguir una copia para documentar estas memorias, cincuenta años después, no se encontraron rastros en la casa editorial de Buenos Aires. No recuerdo si se publicó como noticia, aunque nunca pretendí que lo fuera, pero sé que necesité un buen tiempo para recuperar el ánimo después de despotricar a gusto y de escribir alguna carta de rabia que fue publicada sin mi autorización. Esta infidencia me causó una pena mayor, porque mi reacción final había sido aprovechar lo que me fuera útil del veredicto, corregir todo lo corregible según mi criterio y seguir adelante.
El mejor aliento me lo dieron las opiniones de Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda. A Alfonso lo encontré en una fonda del mercado público, donde había descubierto un oasis para leer en el tráfago del comercio. Le consulté si dejaba mi novela como estaba, o si trataba de reescribirla con otra estructura, pues me parecía que en la segunda mitad perdía la tensión de la primera. Alfonso me escuchó con una cierta impaciencia, y me dio su veredicto.
– Mire, maestro -me dijo al fin, como todo un maestro-, Guillermo de Torre es tan respetable como él mismo se cree, pero no me parece muy al día en la novela actual.
En otras conversaciones ociosas de aquellos días me consoló con el precedente de que Guillermo de Torre había rechazado los originales de Residencia en la Tierra, de Pablo Neruda, en 1927. Fuenmayor pensaba que la suerte de mi novela podía haber sido otra si el lector hubiera sido Jorge Luis Borges, pero en cambio los estragos habrían sido peores si también la hubiera rechazado.
– Así que no joda más -concluyó Alfonso-. Su novela es tan buena como ya nos pareció, y lo único que usted tiene que hacer desde ya es seguir escribiendo.
Germán -fiel a su modo ponderado- me hizo el favor de no exagerar. Pensaba que ni la novela era tan mala para no publicarla en un continente donde el género estaba en crisis, ni era tan buena como para armar un escándalo internacional, cuyo único perdedor iba a ser un autor primerizo y desconocido. Álvaro Cepeda resumió el juicio de Guillermo de Torre con otra de sus lápidas floridas:
– Es que los españoles son muy brutos.
Cuando caí en la cuenta de que no tenía una copia limpia de mi novela, la editorial Losada me hizo saber por tercera o cuarta persona que tenían por norma no devolver originales. Por fortuna, Julio César Villegas había hecho una copia antes de enviar los míos a Buenos Aires, y me la hizo llegar. Entonces emprendí una nueva corrección sobre las conclusiones de mis amigos. Eliminé un largo episodio de la protagonista que contemplaba desde el corredor de las begonias un aguacero de tres días, que más tarde convertí en el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo». Eliminé un diálogo superfluo del abuelo con el coronel Aureliano Buendía poco antes de la matanza de las bananeras, y unas treinta cuartillas que entorpecían de forma y de fondo la estructura unitaria de la novela. Casi veinte años después, cuando los creía olvidados, partes de esos fragmentos me ayudaron a sustentar nostalgias a lo largo y lo ancho de Cien años de soledad.
Estaba a punto de superar el golpe cuando se publicó la noticia de que la novela colombiana escogida para ser publicada en lugar de la mía por la editorial Losada era El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón. Fue un error o una verdad amañada de mala fe, porque no se trataba de un concurso sino de un programa de la editorial Losada para entrar en el mercado de Colombia con autores colombianos, y mi novela no fue rechazada en competencia con otra sino porque don Guillermo de Torre no la consideró publicable.
Mi consternación fue mayor de lo que yo mismo reconocí entonces, y no tuve el coraje de padecerla sin convencerme a mí mismo. Así que le caí sin anunciarme a mi amigo desde la infancia, Luis Carmelo Correa, en la finca bananera de Sevilla -a pocas leguas de Cataca- donde trabajaba por aquellos años como controlador de tiempo y revisor fiscal. Estuvimos dos días recapitulando una vez más, como siempre, nuestra infancia común. Su memoria, su intuición y su franqueza me resultaban tan reveladoras que me causaban un cierto pavor. Mientras hablábamos, él arreglaba con su caja de herramientas los desperfectos de la casa, y yo lo escuchaba en una hamaca mecida por la brisa tenue de las plantaciones. La Nena Sánchez, su esposa, nos corregía disparates y olvidos, muerta de risa en la cocina. Al final, en un paseo de reconciliación por las calles desiertas de Aracataca, comprendí hasta qué punto había recuperado mi salud de ánimo, y no me quedó la menor duda de que La hojarasca -rechazada o no- era el libro que yo me había propuesto escribir después del viaje con mi madre.
Alentado por aquella experiencia fui en busca de Rafael Escalona a su paraíso de Valledupar, tratando de escarbar mi mundo hasta las raíces. No me sorprendió, porque todo lo que encontraba, todo lo que ocurría, toda la gente que me presentaban era como si ya lo hubiera vivido, y no en otra vida, sino en la que estaba viviendo. Más adelante, en uno de mis tantos viajes, conocí al coronel Clemente Escalona, el padre de Rafael, que desde el primer día me impresionó por su dignidad y su porte de patriarca a la antigua. Era delgado y recto como un junco, de piel curtida y huesos firmes, y de una dignidad a toda prueba. Desde muy joven me había perseguido el tema de las angustias y el decoro con el que mis abuelos esperaron hasta el fin de sus largos años la pensión de veterano. Sin embargo, cuatro años después, cuando por fin escribía el libro en un viejo hotel de París, la imagen que tuve siempre en la memoria no era la de mi abuelo, sino la de don Clemente Escalona, como la repetición física del coronel que no tenía quien le escribiera.
Por Rafael Escalona supe que Manuel Zapata Olivella se había instalado como médico de pobres en la población de La Paz, a pocos kilómetros de Valledupar, y para allá nos fuimos. Llegamos al atardecer, y algo había en el aire que impedía respirar. Zapata y Escalona me recordaron que apenas veinte días antes el pueblo había sido víctima de un asalto de la policía que sembraba el terror en la región para imponer la voluntad oficial. Fue una noche de horror. Mataron sin discriminación, y les prendieron fuego a quince casas.
Por la censura férrea no habíamos conocido la verdad. Sin embargo, tampoco entonces tuve oportunidad de imaginarlo. Juan López, el mejor músico de la región, se había ido para no volver desde la noche negra. A Pablo, su hermano menor, le pedimos en su casa que tocara para nosotros, y nos dijo con una simplicidad impávida:
– Nunca más en mi vida volveré a cantar.
Entonces supimos que no sólo él, sino todos los músicos de la población habían guardado sus acordeones, sus tamboras, sus guacharacas, y no volvieron a cantar por el dolor de sus muertos. Era comprensible, y el propio Escalona, que era maestro de muchos, y Zapata Olivella, que empezaba a ser el médico de todos, no lograron que nadie cantara.
Ante nuestra insistencia, los vecinos acudieron a dar sus razones, pero en el fondo de sus almas sentían que el duelo no podía durar más. «Es como haberse muerto con los muertos», dijo una mujer que llevaba una rosa roja en la oreja. La gente la apoyó. Entonces Pablo López debió sentirse autorizado para torcerle el cuello a su pena, pues sin decir una palabra entró en su casa y salió con el acordeón. Cantó como nunca, y mientras cantaba empezaron a llegar otros músicos. Alguien abrió la tienda de enfrente y ofreció tragos por su cuenta. Las otras se abrieron de par en par al cabo de un mes de duelo, y se encendieron las luces, y todos cantamos. Media hora después todo el pueblo cantaba. En la plaza desierta salió el primer borracho en un mes y empezó a cantar a voz en cuello una canción de Escalona, dedicada al propio Escalona, en homenaje a su milagro de resucitar el pueblo.