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Quedé colgado de la lámpara. La mudanza para Cartagena había sido oportuna y útil después de la experiencia de Crónica, y además me dio un ambiente muy propicio para seguir escribiendo La hojarasca, sobre todo por la fiebre creativa con que se vivía en nuestra casa, donde lo más insólito parecía siempre posible. Me bastaría con evocar un almuerzo en que conversábamos con mi papá sobre la dificultad de muchos escritores para escribir sus memorias cuando ya no se acordaban de nada. El Cuqui, con apenas seis años, sacó la conclusión con una sencillez magistral:

– Entonces -dijo-, lo primero que un escritor debe escribir son sus memorias, cuando todavía se acuerda de todo.

No me atreví a confesar que con La hojarasca me estaba sucediendo lo mismo que con La casa: empezaba a interesarme más la técnica que el tema. Después de un año de haber trabajado con tanto júbilo, se me reveló como un laberinto circular sin entrada ni salida. Hoy creo saber por qué. El costumbrismo que tan buenos ejemplos de renovación ofreció en sus orígenes había terminado por fosilizar también los grandes temas nacionales que trataban de abrirle salidas de emergencia. El hecho es que ya no soportaba un minuto más la incertidumbre. Sólo me faltaban comprobaciones de datos y decisiones de estilo antes del punto final, y sin embargo no la sentía respirar. Pero estaba tan empantanado después de tanto tiempo de trabajo en las tinieblas, que veía zozobrar el libro sin saber dónde estaban las grietas. Lo peor era que en ese punto de la escritura no me servía la ayuda de nadie, porque las fisuras no estaban en el texto sino dentro de mí, y sólo yo podía tener ojos para verlas y corazón para sufrirlas.Tal vez por esa misma razón suspendí «La Jirafa» sin pensarlo demasiado cuando acabé de pagarle a El Heraldo el adelanto con el que había comprado los muebles.

Por desgracia, ni el ingenio, ni la resistencia, ni el amor fueron suficientes para derrotar la pobreza. Todo parecía a favor de ella. El organismo del censo se había terminado en un año y mi sueldo en El Universal no arcanzaba para compensarlo. No volví a la facultad de derecho, a pesar de las argucias de algunos maestros que se habían confabulado para sacarme adelante en contra de mi desinterés por su interés y su ciencia. El dinero de todos no alcanzaba en casa, pero el hueco era tan grande que mi contribución no fue nunca suficiente y la falta de ilusiones me afectaba más que la falta de plata.

– Si hemos de ahogarnos todos -dije al almuerzo en un día decisivo- dejen que me salve yo para tratar de mandarles aunque sea un bote de remos.

Así que la primera semana de diciembre me mudé de nuevo a Barranquilla, con la resignación de todos, y la seguridad de que el bote llegaría. Alfonso Fuenmayor debió imaginárselo al primer golpe de vista cuando me vio entrar sin anuncio en nuestra vieja oficina de El Heraldo, pues la de Crónica se había quedado sin recursos. Me miró como a un fantasma desde la máquina de escribir, y exclamó alarmado:

– ¡Qué carajo hace usted aquí sin avisar! Pocas veces en mi vida he contestado algo tan cerca de la verdad:

– Estoy hasta los huevos, maestro. Alfonso se tranquilizó.

– ¡Ah, bueno! -replicó con su mismo talante de siempre y con el verso más colombiano del himno nacional-. Por fortuna, así está la humanidad entera, que entre cadenas gime.

No demostró la mínima curiosidad por el motivo de mi viaje. Le pareció una suerte de telepatía, porque a todo el que le preguntaba por mí en los últimos meses le contestaba que en cualquier momento iba a llegar para quedarme. Se levantó feliz del escritorio mientras se ponía la chaqueta, porque yo le llegaba por casualidad como caído del cielo. Tenía media hora de retraso para un compromiso, no había terminado el editorial del día siguiente, y me pidió que se lo terminara. Apenas alcancé a preguntarle cual era el tema, y me contestó desde el corredor a toda prisa con una frescura típica de nuestro modo de ser amigos:

– Léalo y ya verá.

Al día siguiente había otra vez dos máquinas de escribir frente a frente en la oficina de El Heraldo, y yo estaba escribiendo otra vez «La Jirafa» para la misma página de siempre.Y -¡cómo no!- al mismo precio.Y en las mismas condiciones privadas entre Alfonso y yo, en las que muchos editoriales tenían párrafos del uno o del otro, y era imposible distinguirlos. Algunos estudiantes de periodismo o literatura han querido diferenciarlos en los archivos y no lo han logrado, salvo en los casos de tenias específicos, y no por el estilo sino por la información cultural.

En El Tercer Hombre me dolió la mala noticia de que habían matado a nuestro ladroncito amigo. Una noche como todas salió a hacer su oficio, y lo único que volvió a saberse de él sin más detalles fue que le habían dado un tiro en el corazón dentro de la casa donde estaba robando. El cuerpo fue reclamado por una hermana mayor, único miembro de la familia, y sólo nosotros y el dueño de la cantina asistimos a su entierro de caridad.

Volví a casa de las Ávila. Meira Delmar, otra vez vecina, siguió purificando con sus veladas sedantes mis malas noches de El Gato Negro. Ella y su hermana Alicia parecían gemelas por su modo de ser y por lograr que el tiempo se nos volviera circular cuando estábamos con ellas. De algún modo muy especial seguían en el grupo. Por lo menos una vez al año nos invitaban a una mesa de exquisiteces árabes que nos alimentaban el alma, y en su casa había veladas sorpresivas de visitantes ilustres, desde grandes artistas de cualquier género hasta poetas extraviados. Me parece que fueron ellas con el maestro Pedro Viaba quienes le pusieron orden a mi melomanía descarriada, y me enrolaron en la pandilla feliz del centro artístico.

Hoy me parece que Barranquilla me daba una perspectiva mejor sobre La hojarasca, pues tan pronto como tuve un escritorio con máquina emprendí la corrección con ímpetus renovados. Por esos días me atreví a mostrarle al grupo la primera copia legible a sabiendas de que no estaba terminada. Habíamos hablado tanto de ella que cualquier advertencia sobraba. Alfonso estuvo dos días escribiendo frente a mí sin mencionarla siquiera. Al tercer día, cuando terminamos las tareas al final de la tarde, puso sobre el escritorio el borrador abierto y leyó las páginas que tenía señaladas con tiras de papel. Más que un crítico, parecía rastreador de inconsecuencias y purificador de estilo. Sus observaciones fueron tan certeras que las utilicé todas, salvo una que a él le pareció traída de los cabellos, aun después de demostrarle que era un episodio real de mi infancia.

– Hasta la realidad se equivoca cuando la literatura es mala -dijo muerto de risa.

El método de Germán Vargas era que si el texto estaba bien no hacía comentarios inmediatos sino que daba un concepto tranquilizador, y terminaba con un signo de exclamación:

– ¡Cojonudo!

Pero en los días siguientes seguía soltando ristras de ideas dispersas sobre el libro, que culminaban cualquier noche de farra en un juicio certero. Si el borrador no le parecía bien, citaba a solas al autor y se lo decía con tal franqueza y tanta elegancia, que al aprendiz no le quedaba más que dar las gracias de todo corazón a pesar de las ganas de llorar. No fue mi caso. El día menos pensado Germán me hizo entre broma y de veras un comentario sobre mis borradores que me devolvió el alma al cuerpo.

Álvaro había desaparecido del Japy sin la menor señal de vida. Casi una semana después, cuando menos lo esperaba, me cerró el paso con el automóvil en el paseo Bolívar, y me gritó con su mejor talante:

– Suba, maestro, que lo voy a joder por bruto.

Era su frase anestésica. Dimos vueltas sin rumbo fijo por el centro comercial abrasado por la canícula, mientras Álvaro soltaba a gritos un análisis más bien emocional pero impresionante de su lectura. Lo interrumpía cada vez que veía un conocido en los andenes para gritarle algún despropósito cordial o burlón, y reanudaba el raciocinio exaltado, con la voz erizada por el esfuerzo, los cabellos revueltos y aquellos ojos desorbitados que parecían mirarme por entre las rejas de un panóptico. Terminamos tomando cerveza helada en la terraza de Los Almendros, agobiados por las fanaticadas del Júnior y el Sporting en la acera de enfrente, y al final nos atropello la avalancha de energúmenos que escapaban del estadio desinflados por un indigno dos a dos. El único juicio definitivo sobre el borrador de mi libro me lo gritó Álvaro a última hora por la ventana del carro:

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