Estábamos solos, pero era igual; solos llevábamos una hora y cada instante que pasaba parecía como si fuera a costar más trabajo el empezar a hablar. Fue ella quien rompió el fuego:
Vienes más gordo.
– Puede…
– Y de semblante más claro.
– Eso dicen…
Yo hacía esfuerzos en mi interior por mostrarme amable y decidor, pero no lo conseguía; estaba como entontecido, como aplastado por un peso que me ahogaba, pero del que guardo recuerdo como una de las impresiones más agradables de mi vida, como una de las impresiones que más pena me causó el perder.
– ¿Cómo es aquel terreno?
– Malo.
Ella estaba como pensativa. ¡Quién sabe lo que pensaría!
– ¿Te acordaste mucho de la Lola?
– A veces. ¿Por qué mentir? Como estaba todo el día pensando, me acordada de todos. ¡Hasta del Estirao, ya ves!
La Esperanza estaba levemente pálida.
– Me alegro de que hayas vuelto.
– Sí, Esperanza, yo también me alegro de que me hayas esperado.
– ¿De que te haya esperado?
– Sí; ¿o es que no me esperabas?
– ¿Quién te lo dijo?
– ¡Ya ves! ¡Todo se sabe!
Le temblaba la voz y su temblor no faltó nada para que me lo contagiase.
– ¿Fue la Rosario?
– Sí. ¿Qué ves de malo?
– Nada.
Las lágrimas le asomaron a los ojos.
– ¿Qué habrás pensado de mí?
– ¿Qué querías que pensase? ¡Nada!
Me acerqué lentamente y la besé en las manos. Ella se dejaba besar.
– Estoy tan libre como tú, Esperanza.
***
– Tan libre como cuando tenia veinte años. Esperanza me miraba tímidamente. -No soy un viejo; tengo que pensar en vivir.
– Sí.
– En arreglar mi trabajo, mi casa, mi vida… ¿De verdad que me esperabas?
– Sí.
– ¿Y-por qué no me lo dices?
Ya te lo dije.
Era verdad; ya me lo había dicho, pero yo gozaba en hacérselo repetir.
– Dímelo otra vez.
La Esperanza se había vuelto roja como un pimiento. La voz le salía como cortada y los labios y las aletas de la nariz le temblaban como las hojas movidas por la brisa, como el plumón del jilguero que se esponja al sol.
– Te esperaba, Pascual. Todos los días rezaba porque volvieras pronto; Dios me escuchó.
– Es cierto.
Volví a besarla las manos. Estaba como apagado. No me atrevía a besarla en la cara.
– ¿Querrás…, querrás…?
– Sí.
– ¿Sabías lo que iba a decir?
– Sí. No sigas.
Se volvió radiante de repente como un amanecer. -Bésame, Pascual…
Cambió de voz, que se puso velada y como sórdida.
– ¡Bastante te esperé!
La besé ardientemente, intensamente, con un cariño y con un respeto como jamás usé con mujer alguna, y tan largo, tan largo, que cuando aparté la boca el cariño más fiel había aparecido en mí.
XIX
L levábamos ya dos meses casados cuando me fue dado el observar que mi madre seguía usando de las mismas mañas y de iguales malas artes que antes de que me tuvieran encerrado. Me quemaba la sangre con su ademán, siempre huraño y como despegado, con su conversación hiriente y siempre intencionada, con el tonillo de voz que usaba para hablarme, en falsete y tan fingido como toda ella. A mi mujer, aunque transigía con ella, ¡qué remedio la quedaba!, no la podía ver ni en pintura, y tan poco disimulaba su malquerer que la Esperanza, un día que estaba ya demasiado cargada, me planteó la cuestión en unas formas que pude ver que no otro arreglo sino el poner la tierra por en medio podría llegar a tener. La tierra por en medio se dice cuando dos se separan a dos pueblos distantes, pero, bien mirado, también se podría decir cuando entre el terreno en donde uno pisa y el otro duerme hay veinte pies de altura…
Muchas vueltas me dio en la cabeza la idea de la emigración; pensaba en La Coruña, o en Madrid, o bien más cerca, hacia la capital, pero el caso es que -¡quién sabe si por cobardía, por falta de decisión!- la cosa la fui aplazando, aplazando, hasta que cuando me lancé a viajar, con nadie que no fuese con mis mismas carnes, o con mi mismo recuerdo, hubiera querido poner la tierra por en medio… La tierra que no fue bastante grande para huir de mi culpa… La tierra que no tuvo largura ni anchura suficiente para hacerse la mudó ante el clamor de mi propia conciencia…
Quería poner tierra entre mi sombra y yo, entre mi nombre y mi recuerdo y yo, entre mis mismos cueros y mí mismo, este mí mismo del que, de quitarle la sombra y el recuerdo, los nombres y los cueros, tan poco quedaría.
Hay ocasiones en las que más vale borrarse como un muerto, desaparecer de repente como tragado por la tierra, deshilarse en el aire como el copo de humo. Ocasiones que no se consiguen, pero que de conseguirse nos transformarían en ángeles, evitarían el que siguiéramos enfangados en el crimen y el pecado, nos liberarían de este lastre de carne contaminada del que, se lo aseguro, no volveríamos a acordarnos para nada -tal horror le tomamos- de no ser que constantemente alguien se encarga de que no nos olvidemos de él, alguien se preocupa de aventar sus escorias para herirnos los olfatos del alma. ¡Nada hiede tanto ni tan mal como la lepra que lo malo pasado deja por la conciencia, como el dolor de no salir del mal pudriéndonos ese osario de esperanzas muertas, al poco de nacer, que -¡desde hace tanto tiempo ya!-nuestra triste vida es!
La idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de culebra, como todas las peores imaginaciones. Nunca de repente llegan las ideas que nos trastornan; lo repentino ahoga unos momentos, pero nos deja, al marchar, largos años de vida por delante. Los pensamientos que nos enloquecen con la peor de las locuras, la de la tristeza, siempre llegan poco a poco y como sin sentir, como sin sentir invade la niebla los campos, o la tisis los pechos. Avanza, fatal, incansable, pero lenta, despaciosa, regular como el pulso. Hoy no la notamos; a lo mejor mañana tampoco, ni pasado mañana, ni en un mes entero. Pero pasa ese mes y empezamos a sentir amarga la comida, como doloroso el recordar; ya estamos picados. Al correr de los días y las noches nos vamos volviendo huraños, solitarios; en nuestra cabeza se cuecen las ideas, las ideas que han de ocasionar el que nos corten la cabeza donde se cocieron, quién sabe si para que no siga trabajando tan atrozmente. Pasamos a lo mejor hasta semanas enteras sin variar; los que nos rodean se acostumbraron ya a nuestra adustez y ya ni extrañan siquiera nuestro extraño ser. Pero un día el mal crece, como los árboles, y engorda, y ya no saludamos a la gente; y vuelven a sentirnos como raros y como enamorados. Vamos enflaqueciendo, enflaqueciendo, y nuestra barba hirsuta es cada vez más lacia. Empezamos a sentir el odio que nos mata; ya no aguantamos el mirar; nos duele la conciencia, pero, ¡no importa!, ¡más vale que duela! Nos escuecen los ojos, que se llenan de un agua venenosa cuando mirarnos fuerte. El enemigo nota nuestro anhelo, pero está confiado; el instinto no miente. La desgracia es alegre, acogedora, y el más tierno sentir gozamos en hacerlo arrastrar sobre la plaza inmensa de vidrios que va siendo ya nuestra alma. Cuando huimos como las corzas, cuando el oído sobresalta nuestros sueños, estamos ya minados por el mal; ya no hay solución, ya no hay arreglo posible. Empezamos a caer, vertiginosamente ya, para no volvernos a levantar en vida. Quizás para levantarnos un poco a última hora, antes de caer de cabeza hasta el infierno… Mala cosa.
Mi madre sentía una insistente satisfacción en tentarme los genios, en los que el mal iba creciendo como las moscas al olor de los muertos. La bilis que tragué me envenenó el corazón y tan malos pensamientos llegaba por entonces a discurrir, que llegué a estar asustado de mi mismo coraje. No quería ni verla; los días pasaban iguales los unos a los otros, con el mismo dolor clavado en las entrañas, con los mismos presagios de tormenta nublándonos la vista.