Yo me pasaba largas horas sentado a los pies de la cama. Lola me decía, muy bajo, como ruborizada:
– Ya te he dado uno…
– Sí.
– Y bien hermoso… -Gracias a Dios.
Ahora hay que tener cuidado con él.
– Sí, ahora es cuando hay que tener cuidado.
– De los cerdos…
El recuerdo de mi pobre hermano Mario me asaltaba; si yo tuviera un hijo con la desgracia de Mario, lo ahogaría para privarle de sufrir.
– Sí; de los cerdos…
– Y de las fiebres también.
– Sí.
– Y de las insolaciones…
– Sí; también de las insolaciones…
El pensar que aquel tierno pedazo de carne que era mi hijo, a tales peligros había de estar sujeto, me ponía las carnes de gallina.
– Le pondremos vacuna.
– Cuando sea mayorcito…
– Y lo llevaremos siempre calzado, porque no se corte los pies.
– Y cuando tenga siete añitos lo mandaremos a la escuela…
– Y yo le enseñaré a cazar…
Lola se reía, ¡era feliz! Yo también me sentía feliz, ¿por qué no decirlo?, viéndola a ella, hermosa como pocas, con un hijo en el brazo como una santa María.
– ¡Haremos de él un hombre de provecho!
¡Qué ajenos estábamos los dos a que Dios -que todo lo dispone para la buena marcha de los universos- nos lo había de quitar! Nuestra ilusión, todo nuestro bien, nuestra fortuna entera, que era nuestro hijo, habíamos de acabar perdiéndolo aun antes de poder probar a encarrilarlo. ¡Misterios de los afectos, que se tíos van cuando más falta nos hacen!
Sin encontrar una causa que lo justificase, aquel gozar en la contemplación del niño me daba muy mala espina. Siempre tuve muy buen ojo para la desgracia -no sé si para mi bien o si para mi mal- y aquel presentimiento, como todos, fue a confirmarse al rodar de los meses como para seguir redondeando mi desdicha, esa desdicha que nunca parecía acabar de redondearse.
Mi mujer seguía hablándome del hijo.
– Bien se nos cría…, parece un rollito de manteca.
Y aquel hablar y más hablar de la criatura hacía que poco a poco se me fuera volviendo odiosa; nos iba a abandonar, a dejar hundidos en la desesperanza más ruin, a deshabitarnos como esos cortijos arruinados de los que se apoderan las zarzas y las ortigas, los sapos y los lagartos, y yo lo sabía, estaba seguro de ello, sugestionado de su fatalidad, cierto de que más tarde o más temprano tenía que suceder, y esa certeza de no poder oponerme a lo que el instinto me decía, me ponía los genios en una tensión que me los forzaba.
Yo algunas veces me quedaba mirando como un inocente para Pascualillo, y los ojos a los pocos minutos se me ponían arrasados por las lágrimas; le hablaba.
– Pascual, hijo…
Y él me miraba con sus redondos ojos y me sonreía. Mi mujer volvía a intervenir.
– Pascual, bien se nos cría el niño. -Bien, Lola. ¡Ojalá siga así!
– ¿Por qué lo dices?
– Ya ves. ¡Las criaturas son tan delicadas! -¡Hombre, no seas mal pensado!
– No; mal pensado, no… ¡Hemos de tener mucho cuidado! -Mucho.
– Y evitar que se nos resfríe.
– Sí… ¡Podría ser su muerte!
– Los niños mueren de resfriado…
– ¡Algún mal aire!
La conversación iba muriendo poco a poco, como los pájaros o como las flores, con la misma dulzura y lentitud con las que, poco a poco también, mueren los niños, los niños atravesados por algún mal aire traidor…
– Estoy como espantada, Pascual.
– ¿De qué?
– ¡Mira que si se nos va! -¡Mujer!
– ¡Son tan tiernas las criaturas a esta edad!
– Nuestro hijo bien hermoso está, con sus carnes rosadas y su risa siempre en la boca.
– Cierto es, Pascual. ¡Soy tonta!
Y se reía, toda nerviosa, abrazando al hijo contra su pecho.
– ¡Oye!
– ¡Qué!
– ¿De qué murió el hijo de la Carmen?
– ¿Y a ti que más te da?
– ¡Hombre! Por saber…
– Dicen que murió de moquillo.
– ¿Por algún mal aire?
– Parece.
– ¡Pobre Carmen, con lo contenta que andaba con el hijo! La misma carita de cielo del padre -decía-, ¿te acuerdas?
– Sí, me acuerdo.
– Contra más ilusión se hace una, parece como si más apuro hubiese por hacérnoslo perder…
– Sí.
– Debería saberse cuánto había de durarnos cada hijo, que lo llevasen escrito en la frente…
– ¡Calla!
– ¿Por qué?
– ¡No puedo oírte!
Un golpe de azada en la cabeza no me hubiera dejado en aquel momento más aplanado que las palabras de Lola.
– ¿Has oído?
– ¡Qué!
– La ventana.
– ¿La ventana?
– Sí; chirría como si quisiera atravesarla algún aire…
El chirriar de la ventana, mecida por el aire, se fue a confundir con una queja.
– ¿Duerme el niño?
– Sí.
– Parece como que sueña. -No lo oigo.
– Y que se lamenta como si tuviera algún mal…
– ¡Aprensiones!
– ¡Dios te oiga! Me dejaría sacar los ojos…
En la alcoba, el quejido del niño semejaba el llanto de las encinas pasadas por el viento.
– ¡Se queja!
Lola se fue a ver qué le pasaba; yo me quedé en la cocina fumando un pitillo, ese pitillo que siempre me cogen fumando los momentos de apuro.
***
Pocos días duró. Cuando lo devolvimos a la tierra, once meses tenía; once meses de vida y de cuidados a los que algún mal aire traidor echó por el suelo…
XI
¡ Quién sabe si no sería Dios que me castigaba por lo mucho que había pecado y por lo mucho que había de pecar todavía! ¡Quién sabe si no sería que estaba escrito en la divina memoria que la desgracia había de ser mi único camino, la única senda por la que mis tristes días habían de discurrir!
A la desgracia no se acostumbra uno, créame, porque siempre nos hacemos la ilusión de que la que estamos soportando la última ha de ser, aunque después, al pasar de los tiempos, nos vayamos empezando a convencer -¡y con cuánta tristeza!-que lo peor aún está por pasar…
Se me ocurren estos pensamientos porque si cuando el aborto de Lola y las cuchilladas de Zacarías creí desfallecer de la nostalgia, no por otra cosa era -¡bien es cierto!- sino porque aún no sospechaba en lo que había de parar.
Tres mujeres hubieron de rodearme cuando Pascualillo nos abandonó; tres mujeres a las que por algún vínculo estaba unido, aunque a veces me encontrase tan extraño a ellas como al primer desconocido que pasase, tan desligado de ellas como del resto del mundo, y de esas tres mujeres, ninguna, créame usted, ninguna, supo con su cariño o con sus modales hacerme más llevadera la pena de la muerte del hijo; al contrario, parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo para amargarme la vida. Esas tres mujeres eran mi mujer, mi madre y mi hermana.
¡Quién lo hubiera de decir, con las esperanzas que en su compañía llegué a tener puestas!
Las mujeres son como los grajos, de ingratas y malignas.
Siempre estaban diciendo:
– ¡El angelito que un mal aire se llevó!
– ¡Para los limbos por librarlo de nosotros!
– ¡La criatura que era mismamente un sol!
– ¡Y la agonía!
– ¡Que ahogadito en los brazos lo hube de tener!
Parecía una letanía, agobiadora y lenta como las noche de vino, despaciosa y cargante como las andaduras de los asnos.
Y así un día, y otro día, y una semana, y otra… ¡Aquello era horrible, era un castigo de los cielos, a buen seguro, una maldición de Dios!
Y yo me contenía.
Es el cariño -pensaba- que las hace ser crueles sin querer.» Y trataba de no oír, de no hacer caso, de verlas accionar sin tenerlas más en cuenta que si fueran fantoches, de no poner cuidado en sus palabras… Dejaba que la pena muriese con el tiempo, como las rosas cortadas, guardando mi silencio como una joya por intentar sufrir lo menos que pudiera. ¡Vanas ilusiones que no habían de servirme para otra cosa que para hacerme extrañar más cada día la dicha de los que nacen para la senda fácil, y cómo Dios permitía que tomarais cuerpo en mi imaginación!