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Las cosas nunca son como a primera vista las figuramos, y así ocurre que cuando empezamos a verlas de cerca, cuando empezamos a trabajar sobre ellas, nos presentan tan raros y hasta tan desconocidos aspectos, que de la primera idea no nos dejan a veces ni el recuerdo; tal pasa con las caras que nos imaginamos, con los pueblos que vamos a conocer, que nos los hacemos de tal o de cual forma en la cabeza, para olvidarnos repentinamente ante la vista de lo verdadero. Esto es lo que me ocurrió con este papeleo, que si al principio creí que en ocho días lo despacharía, hoy -al cabo de ciento veinte- me sonrío no más que de pensar en mi inocencia.

No creo que sea pecado contar barbaridades de las que uno está arrepentido. Don Santiago me dijo que lo hiciese si me traía consuelo, y como me lo trae, y don Santiago es de esperar que sepa por dónde anda en materia de mandamientos, no veo que haya de ofenderse Dios porque con ello siga. Hay ocasiones en las que me duele contar punto por punto los detalles, grandes o pequeños, de mi triste vivir, pero, y como para compensar, momentos hay también en que con ello gozo con el más honesto de los gozares, quizá por eso de que al contarlo tan alejado me encuentre de todo lo pasado como si lo contase de oídas y de algún desconocido. ¡Buena diferencia va entre lo pasado y lo que yo procuraría que pasara si pudiese volver a comenzad; pero hay que conformarse con lo inevitable, con lo que no tiene arreglo posible; a lo hecho pecho, y tratar de evitar que continúe, que bien lo evito aunque ayudado -es cierto- por el encierro. No quiero exagerar la nota de mi mansedumbre en esta última hora de mi vida, porque en su boca se me imagina oír un a la vejez viruelas, que más vale que no sea pronunciado, pero quiero, sin embargo, dejar las cosas en su último punto y asegurarle que ejemplo de familias serla mi vivir si hubiera discurrido todo él por las serenas sendas de hoy.

Voy a continuar. Un mes sin escribir es mucha calma para el que tiene contados los latidos, y demasiada tranquilidad para quien la costumbre forzó a ser intranquilo.

XIV

N o perdí el tiempo en preparar la huida; asuntos hay que no admiten la espera, y éste uno de ellos es. Volqué el arca en la bolsa, la despensa en la alforja y el lastre de los malos pensamientos en el fondo del pozo y, aprovechándome de la noche como un ladrón, cogí el portante, enfilé la carretera y comencé a caminar -sin saber demasiado a dónde ir- campo adelante y tan seguido que, cuando amaneció y el cansancio que notaba en los huesos ya era mucho, quedaba el pueblo, cuando menos, tres leguas a mis espaldas. Como no quería frenarme, porque por aquellas tierras alguien podría reconocerme todavía, descabecé un corto sueñecito en un olivar que había a la vera del camino, comí un bocado de las reservas, y seguí adelante con ánimo de tomar el tren tan pronto como me lo topase. La gente me miraba con extrañeza, quizá por el aspecto de trotamundos que llevaba, y los niños me seguían curiosos al cruzar los poblados como siguen a los húngaros o a los descalabrados; sus miradas inquietas y su porte infantil, lejos de molestarme, me acompañaban, y si no fuera porque temía por entonces a las mujeres como al cólera morbo, hasta me hubiera atrevido a regalarles con alguna cosilla de las que para mí llevaba.

Al tren lo fui a alcanzar en Don Benito, donde pedí un billete para Madrid, con ánimo no de quedarme en la corte sino de continuar a cualquier punto desde el que intentaría saltar a las Américas; el viaje me resultó agradable porque el vagón en que iba no estaba mal acondicionado y porque era para mí mucha novedad el ver pasar el campo como en una sábana de la que alguna mano invisible estuviera tirando, y cuando por bajarse todo el mundo averigüé que habíamos llegado a Madrid, tan lejos de la capital me imaginaba que el corazón me dio un vuelco en el pecho; ese vuelco en el pecho que el corazón siempre da cuando encontrannos lo cierto, lo que ya no tiene remedio, demasiado cercano para tan alejado como nos lo habíamos imaginado.

Como bien percatado estaba de la mucha picaresca que en Madrid había, y como llegamos de noche, hora bien a propósito para que los truhanes y rateros hicieran presa en mí, pensé que la mayor prudencia había de ser esperar a la amanecida para buscarme alojamiento y aguantar mientras tanto dormitando en algún banco de los muchos que por la estación había. Así lo hice; me busqué uno del extremo, algo apartado del mayor bullicio, me instalé lo más cómodo que pude y, sin más protección que la del ángel de mi guarda, me quedé más dormido que una piedra aunque al echarme pensara en imitar el sueño de la perdiz, con un ojo en la vela mientras descansa el otro. Dormí profundamente, casi hasta el nuevo día, y cuando desperté tal frío me había cogido los huesos y tal humedad sentía en el cuerpo que pensé que lo mejor sería no parar ni un solo momento más; salí de la estación y me acerqué hasta un grupo de obreros que alrededor de una hoguera estaban reunidos, donde fui bien recibido y en donde pude echar el frío de los cueros al calor de la lumbre. La conversación, que al principio parecía como moribunda, pronto reavivó y como aquella me parecía buena gente y lo que yo necesitaba en Madrid eran amigos, mandé a un golfillo que por allí andaba por un litro de vino, litro del que no caté ni gota, ni cataron conmigo los que conmigo estaban porque la criatura, que debía saber más que Lepe, cogió los cuartos y no le volvimos a ver el pelo. Como mi idea era obsequiarlos y como, a pesar de que se reían de la faena del muchacho, a mí mucho me interesaba hacer amistad con ellos, esperé a que amaneciera y, tan pronto como ocurrió, me acerqué con ellos hasta un cafetín donde pagué a cada uno un café con leche que sirvió para atraérmelos del todo de agradecidos como quedaron. Les hablé de alojamiento y uno de ellos Ángel Estévez, de nombre- se ofreció a albergarme en su casa y a darme de comer dos veces al día, todo por diez reales, precio que de momento no hubo de parecerme caro si no fuera que me salió, todos los días que en Madrid y en su casa estuve, incrementado con otros diez diarios por lo menos, que el Estévez me ganaba por las noches con el juego de las siete y media, al que tanto él como su mujer eran muy aficionados.

En Madrid no estuve muchos días, no llegaron a quince, y el tiempo que en él paré lo dediqué a divertirme lo más barato que podía y a comprar algunas cosillas que necesitaba y que encontré a buen precio en la calle de Postas y en la plaza Mayor; por las tardes, a eso de la caída del sol, me iba a gastar una peseta en un café cantante que había en la calle de la Aduana -el Edén Concert se llamaba- y ya en él me quedaba, viendo las artistas, hasta la hora de la cena, en que tiraba para la buhardilla del Estévez, en la calle de la Ternera. Cuando llegaba, ya allí me lo encontraba por regla general; la mujer sacaba el cocido, nos lo comíamos, y después nos liábamos a la baraja acompañados de dos vecinos que subían todas las noches, alrededor de la camilla, con los pies bien metidos en las brasas, hasta la madrugada. A mí aquella vida me resultaba entretenida y si no fuera porque me había hecho el firme propósito de no volver al pueblo, en Madrid me hubiera quedado hasta agotar el último céntimo.

La casa de mi huésped parecía un palomar, subida como estaba en un tejado, pero como no la abrían ni por hacer un favor y el braserillo lo tenían encendido día y noche, no se estaba mal, sentado a su alrededor con los pies debajo de las faldas de la mesa. La habitación que a mí me destinaron tenía inclinado el cielo raso por la parte donde colocaron el jergón y en más de una ocasión, hasta que me acostumbré, hube de darme con la cabeza en una traviesa que salía y que yo nunca me percataba de que allí estaba. Después, y cuando me fui haciendo al terreno tomé cuenta de los entrantes y salientes de la alcoba y hasta a ciegas ya hubiera sido capaz de meterme en la cama. Todo es según nos acostumbramos.

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