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Fue en la taberna de Martinete; me lo dijo el señorito Sebastián. -¿Has visto al Estirao?

– No, ¿por qué?

– Nada; porque dicen que anda por el pueblo.

– ¿Por el pueblo?

– Eso dicen.

– ¡No me querrás engañar!

– ¡Hombre, no te pongas así; como me lo dijeron, te lo digo! ¿Por qué te había de engañar?

Me faltó tiempo para ver lo que había de cierto en sus palabras. Salí corriendo para mi casa; iba como una centella, sin mirar ni dónde pisaba. Me encontré a mi madre en la puerta.

– ¿Y la Rosario?

Ahí dentro está.

– ¿Sola?

– Sí, ¿por qué?

Ni contesté; pasé a la cocina y allí me la encontré, removiendo el puchero.

– ¿Y el Estirao?

La Rosario pareció como sobresaltarse; levantó la cabeza y con calma, por lo menos por fuera, me soltó

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque está en el pueblo.

– ¿En el pueblo?

– Eso me han dicho.

– Pues por aquí no ha arrimado.

– ¿Estás segura?

– ¡Te lo juro!

No hacía falta que me lo jurase; era verdad, aún no había llegado, aunque había de llegar al poco rato, jaque como un rey de espadas, flamenco como un faraón.

Se encontró con la puerta guardada por mi madre.

– ¿Está Pascual?

– ¿Para qué le quieres?

– Para nada; para hablar de un asunto.

– ¿De un asunto?

– Sí; de un asunto que tenemos entre los dos.

– Pasa. Ahí lo tienes en la cocina.

El Estirao entró sin descubrirse, silbando una copla.

– ¡Hola, Pascual!

– ¡Hola, Paco!

Descúbrete, que estás en una casa.

El Estirao se descubrió.

– ¡Si tú lo quieres!

Quería aparentar calma y serenidad, pero no acababa de conseguirlo; se le notaba nerviosillo y como azarado.

– ¡Hola, Rosario!

– ¡Hola, Paco!

Mi hermana le sonrió con una sonrisa cobarde que me repugnó; el hombre también sonreía, pero su boca al sonreír parecía como si hubiera perdido la color.

– ¿Sabes a lo que vengo?

– Tú dirás. -¡A llevarme a la Rosario!

– Ya me lo figuraba. Estirao, a la Rosario no te la llevas tú.

– ¿Que no me la llevo?

– No.

– ¿Quién lo habrá de impedir?

– Yo.

– ¿Tú?

– Sí, yo, ¿o es que te parezco poca cosa?

– No mucha…

En aquel momento estaba frío como un lagarto y bien pude medir todo el alcance de mis actos. Me tenté la ropa, medí las distancias y, sin dejarle seguir con la palabra para que no pasase lo de la vez anterior, le di tan fuerte golpe con una banqueta en medio de la cara que lo tiré de espaldas y como muerto contra la campana de la chimenea. Trató de incorporarse, desenvainó el cuchillo, y en su faz se veían unos fuegos que espantaban; tenla los huesos de la espalda quebrados y no podía moverse. Lo cogí, lo puse orilla de la carretera, y le dejé.

– Estirao, has matado a mi mujer…

– ¡Que era una zorra!

– Que serla lo que fuese, pero tú la has matado. Has deshonrado a mi hermana…

– ¡Bien deshonrada estaba cuando yo la cogí!

– ¡Deshonrada estaría, pero tú la has hundido! ¿Quieres callarte ya? Me has buscado las vueltas hasta que me encontraste; yo no he querido herirte, yo no quise quebrarte el costillar…

– ¡Que sanará algún día, y ese día!

– ¿Ese día, qué?

– ¡Te pegaré dos tiros igual que a un perro rabioso!

– ¡Repara en que te tengo a mi voluntad!

– ¡No sabrás tú matarme!

– ¿Que no sabré matarte?

– No.

– ¿Por qué lo dices? ¡Muy seguro te sientes!

– ¡Porque aún no nació el hombre!

Estaba bravo el mozo.

– ¿Te quieres marchar ya?

– ¡Ya me iré cuando quiera!

– ¡Que va a ser ahora mismo!

– ¡Devuélveme a la Rosario!

– ¡No quiero!

– ¡Devuélvemela, que te mato!

– ¡Menos matar! ¡Ya vas bien con lo que llevas!

– ¿No me la quieres dar?

– ¡No!

El Estirao, haciendo un esfuerzo supremo, intentó echarme a un lado. Lo sujeté del cuello y lo hundí contra el suelo.

– ¡Échate fuera!

– ¡No quiero!

Forcejeamos, lo derribé, y con una rodilla en el pecho le hice la confesión:

– No te mato porque se lo prometí…

– ¿A quién?

– A Lola.

– ¿Entonces, me quería?

Era demasiada chulería. Pisé un poco más fuerte… La carne del pecho hacia el mismo ruido que si estuviera en el asador… Empezó a arrojar sangre por la boca. Cuando me levanté, se le fue la cabeza -sin fuerza- para un lado…

XVII

T res años me tuvieron encerrado, tres años lentos, largos como la amargura, que si al principio creí que nunca pasarían, después pensé que hablan sido un sueño; tres años trabajando, día a día, en el taller de zapatero del penal; tomando, en los recreos, el sol en el patio, ese sol que tanto agradecía; viendo pasar las horas con el alma anhelante, las horas cuya cuenta -para mi mal- suspendió antes de tiempo mi buen comportamiento.

Da pena pensar que las pocas veces que en esta vida se me ocurrió no portarme demasiado mal, esa fatalidad, esa mala estrella que, como ya más atrás le dije, parece como complacerse en acompañarme, torció y dispuso las cosas de forma tal que la bondad no acabó para servir a mi alma para maldita la cosa. Peor aún: no sólo para nada sirvió, sino que a fuerza de desviarse y de degenerar siempre a algún mal peor me hubo de conducir. Si me hubiera portado mal hubiera estado en Chinchilla los veintiocho años que me salieron; me hubiera podrido vivo como todos los presos, me hubiera aburrido hasta enloquecer, hubiera desesperado, hubiera maldecido de todo lo divino, me hubiera acabado por envenenar del todo, pero allí estaría, purgando lo cometido, libre de nuevos delitos de sangre, preso y cautivo -bien es verdad-, pero con la cabeza tan segura sobre mis hombros como al nacer, libre de toda culpa, si no es el pecado original; si me hubiera portado ni fu ni fa, como todos sobre poco más o menos, los veintiocho años se hubieran convertido en catorce o dieciséis, mi madre se hubiera muerto de muerte natural para cuando yo consiguiese la libertad, mí hermana Rosario habría perdido ya su juventud, con su juventud su belleza, y con su belleza su peligro, y yo -este pobre yo, este desgraciado derrotado que tan poca compasión en usted y en la sociedad es capaz de provocar- hubiera salido manso como una oveja, suave como una manta, y alejado probablemente del peligro de una nueva caída. A estas horas estaría quién sabe si viviendo tranquilo, en cualquier lugar, dedicado a algún trabajo que me diera para comer, tratando de olvidar lo pasado para no mirar más que para lo por venir; a lo mejor lo había conseguido ya… Pero me porté lo mejor que pude, puse buena cara al mal tiempo, cumplí excediéndomelo que se me ordenaba, logré enternecer a la justicia, conseguí los buenos informes del director…, y me soltaron; me abrieron las puertas; me dejaron indefenso ante todo lo malo. Me dijeron:

– Has cumplido, Pascual; vuelve a la lucha, vuelve a la vida, vuelve a aguantar a todos, a hablar con todos, a rozarte otra vez con todos.

Y creyendo que me hacían un favor, me hundieron para siempre.

Estas filosofías no se me habían ocurrido de la primera vez que este capítulo -y los dos que siguen- escribí; pero me los robaron (todavía no me he explicado por qué me los quisieron quitar), aunque a usted le parezca tan extraño que no me lo crea, y entristecido por un lado con esta maldad sin justificación que tanto dolor me causa, y ahogado en la repetición, por la otra banda, que me fuerza el recuerdo y me decanta las ideas, a la pluma me vinieron y, como no considero penitencia el contrariarme las voluntades, que bastantes penitencias para la flaqueza de mi espíritu, ya que no para mis muchas culpas, tengo con lo que tengo, ahí las dejo, frescas corno me salieron, para que usted las considere como le venga en gana.

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