IX
Y o tiré para casa acompañado de tres o cuatro de los íntimos, algo fastidiado por lo que acababa de ocurrir.
– También fue mala pata…, a los tres días de casado.
Íbamos callados, con la cabeza gacha, como pesarosos.
– Él se lo buscó; la conciencia bien tranquila la tengo. ¡Si no hubiera hablado!
– No le des más vueltas, Pascual.
– ¡Hombre, es que lo siento, ya ves! ¡Después de que todo pasó!
Era ya la madrugada y los gallos cantores lanzaban a los aires su pregón.
El campo olía a jaras y a tomillo.
– ¿Dónde le di?
– En un hombro.
– ¿Muchas?
– Tres.
– ¿Sale?
– ¡Hombre, sí! ¡Yo creo que saldrá!
– Más vale.
Nunca me pareció mi casa tan lejos como aquella noche.
– Hace frío…
– No sé, yo no tengo.
– ¡Será el cuerpo!
– Puede…
Pasábamos por el cementerio.
– ¡Qué mal se debe estar ahí dentro!
– ¡Hombre! ¿Por qué dices eso? ¡Qué pensamientos más raros se te ocurren!
– ¡Ya ves!
El ciprés parecía un fantasma alto y seco, un centinela de los muertos.
– Feo está el ciprés…
– Feo.
En el ciprés una lechuza, un pájaro de mal agüero, dejaba oír su silbo misterioso.
– Mal pájaro ese.
– Malo…
– Y que todas las noches está ahí.
– Todas…
– Parece como si gustase de acompañar a los muertos.
– Parece…
– ¿Qué tienes?
– ¡Nada! ¡No tengo nada! Ya ves, manías…
Miré para Domingo; estaba pálido como un agonizante.
– ¿Estás enfermo?
– No…
– ¿Tienes miedo?
– ¿Miedo yo? ¿De quién he de tener miedo?
– De nadie, hombre, de nadie; era por decir algo.
El señorito Sebastián intervino:
– Venga, callaros; a ver si ahora la vais a emprender vosotros.
– No…
– ¿Falta mucho, Pascual?
– Poco; ¿por qué?
– Por nada…
La casa parecía como si la cogieran con una mano misteriosa y se la fuesen llevando cada vez más lejos.
– ¿Nos pasaremos?
– ¡Hombre, no! Alguna luz ya habrá encendida. Volvimos a callarnos. Ya poco podía faltar.
– ¿Es aquello?
– Sí.
– ¿Y por qué no lo decías?
– ¿Para qué? ¿No lo sabías?
A mí me extrañó el silencio que había en mi casa. Las mujeres estarían aún allí según la costumbre, y las mujeres ya sabe usted lo mucho que alzan la voz para hablar.
– Parece que duermen.
– ¡No creo! ¡Ahí tienen una luz!
Nos acercamos a la casa; efectivamente, había una luz.
La señora Engracia estaba a la puerta; hablaba con la s, como la lechuza del ciprés; a lo mejor tenía hasta la misma cara.
– ¿Y usted por aquí?
– Pues ya ves, hijo, esperándote estaba.
– ¿Esperándome?
– Sí.
El misterio que usaba conmigo la señora Engracia no me podía agradar.
– ¡Déjeme pasar!
– ¡No pases!
– ¿Por qué?
– ¡Porque no!
– ¡Ésta es mi casa!
– Ya lo sé, hijo; por muchos años… Pero no puedes pasar.
– ¿Pero por qué no puedo pasar?
– Porque no puede ser, hijo. ¡Tu mujer está mala!
– ¿Mala? -Sí.
– ¿Qué le pasa?
– Nada; que abortó.
– Sí; la descabalgó la yegua…
La rabia que llevaba dentro no me dejó ver claro; tan obcecado estaba que ni me percaté de lo que oía.
– ¿Dónde está la yegua?
– En la cuadra.
La puerta de la cuadra que daba al corral era baja de quicio. Me agaché para entrar; no se veía nada.
– ¡To, yegua!
La yegua se arrimó contra el pesebre; yo abrí la navaja con cuidado; en esos momentos, el poner un pie en falso puede sernos de unas consecuencias funestas. -¡To, yegua! Volvió a cantar el gallo en la mañana.
– ¡To, yegua!
La yegua se movía hacia el rincón. Me arrimé; llegué hasta poder darle una palmada en las ancas. El animal estaba despierto, como impaciente.
– ¡To, yegua!
Fue cosa de un momento. Me eché sobre ella y la clavé; la clavé lo menos veinte veces…
Tenía la piel dura; mucho más dura que la de Zacarías… Cuando de allí salí saqué el brazo dolido; la sangre me llegaba hasta el codo. El animalito no dijo ni pío; se limitaba a respirar más hondo y más de prisa, como cuando la echaban al macho.
X
P or seguro se lo digo que -aunque después, al enfriarme, pensara lo contrario- en aquel momento no otra cosa me pasó por el magín que la idea de que el aborto de Lola pudiera habérsele ocurrido tenerlo de soltera. ¡Cuánta bilis y cuánto resquemor y veneno me hubiera ahorrado!
A consecuencia de aquel desgraciado accidente me quedé como anonadado y hundido en las más negras imaginaciones y hasta que reaccioné hubieron de pasar no menos de doce largos meses en los cuales, como evadido del espíritu, andaba por el pueblo. Al año, o poco menos, de haberse malogrado lo que hubiera de venir, quedó Lola de nuevo encinta y pude ver con alegría que idénticas ansias y los mismos desasosiegos que la vez primera me acometían: el tiempo pasaba demasiado despacio para lo de prisa que quisiera yo verlo pasar, y un humor endiablado me acompañaba como una sombra dondequiera que fuese.
Me torné huraño y montaraz, aprensivo y hosco, y como ni mi mujer ni mi madre entendieran gran cosa de caracteres, estábamos todos en un constante vilo por ver dónde saltaba la bronca. Era una tensión que nos destrozaba, pero que parecía como si la cultivásemos gozosos; todo nos parecía alusivo, todo malintencionado, todo de segunda intención. ¡Fueron unos meses de un agobio como no puede usted ni figurarse!
La idea de que mi mujer pudiera volver a abortar era algo que me sacaba de quicio; los amigos me notaban extraño, y la Chispa -que por entonces viva andaba aún-parecía que me miraba menos cariñosa.
Yo la hablaba, como siempre.
– ¿Qué tienes?
Y ella me miraba como suplicante, moviendo el rabillo muy de prisa, casi gimiendo y poniéndome unos ojos que destrozaban el corazón. A ella también se le habían ahogado las crías en el vientre. En su inocencia, ¡quién sabe si no conocería la mucha pena que su desgracia me produjera!, eran tres los perrillos que vivos no llegaron a nacer; los tres igualitos, los tres pegajosos como la almíbar, los tres grises y medio sarnosos como ratas. Abrió un hoyo entre los cantuesos y allí los metió. Cuando al salir al monte detrás de los conejos parábamos un rato por templar el aliento, ella, con ese aire doliente de las hembras sin hijos, se acercaba hasta el hoyo por olerlo.
Cuando, entrado ya el octavo mes, la cosa marchaba como sobre carriles; cuando, gracias a los consejos de la señora Engracia, el embarazo de mi mujer iba camino de convertirse en un modelo de embarazo y cuando, por el mucho tiempo pasado y por el poco que faltaba ya por pasar, todo podía hacer suponer que lo prudente sería alejar el cuidado, tales ansias me entraban, y tales prisas, que por seguro tuve desde entonces el no loquear en la vida si de aquel berenjenal salía con razón.
Hacia los días señalados por la señora Engracia, y como si la Lola fuera un reló, de precisa como andaba, vino al mundo, y con una sencillez y una felicidad que a mí ya me tenían extrañado, mi nuevo hijo, mejor dicho, mi primer hijo, a quien en la pila del bautismo pusimos por nombre Pascual, como su padre, un servidor. Yo hubiera querido ponerle Eduardo, por haber nacido en el día del santo y ser la costumbre de la tierra; pero mi mujer, que por entonces andaba cariñosa corno nunca, insistió en ponerle el nombre que yo llevaba, cosa para la que poco tiempo gastó en convencerme, dada la mucha ilusión que me hacía. Mentira me parece, pero por bien cierto le aseguro que lo tengo, el que por entonces la misma ilusión que a un muchacho con botas nuevas me hicieron los accesos de cariño de ¡ni mujer; se los agradecía de todo corazón, se lo juro.
Ella, como era de natural recio y vigoroso, a los dos días del parto estaba tan nueva como si nada hubiera pasado. La figura que formaba, toda desmelenada dándole de mamar a la criatura, fue una de las cosas que más me impresionaron en la vida; aquello sólo me compensaba con creces los muchos cientos de malos ratos pasados.