La sombra de mi cuerpo iba siempre delante, larga, muy larga, tan larga como un fantasma, muy pegada al suelo, siguiendo el terreno, ora tirando recta por el camino, ora subiéndose a la tapia del cementerio, como queriendo asomarse. Corrí un poco; la sombra corrió también. Me paré; la sombra también paró. Miré para el firmamento; no había una sola nube en todo su redor. La sombra había de acompañarme, paso a paso, hasta llegar.
Cogí miedo, un miedo inexplicable; me imaginé a los muertos saliendo en esqueleto a mirarme pasar. No me atrevía a levantar la cabeza; apreté el paso; el cuerpo parecía que no me pesaba; el cajón tampoco. En aquel momento parecía como si tuviera más fuerza que nunca. Llegó el instante en que llegué a estar al galope como un perro huido; corría, corría como un loco, como un poseído. Cuando llegué a mi casa estaba rendido; no hubiera podido dar un paso más…
Puse el bulto en el suelo y me senté sobre él. No se oía ningún ruido; Rosario y mi madre estarían, a buen seguro, durmiendo, ajenas del todo a que yo había llegado, a que yo estaba libre, a pocos pasos de ellas. ¡Quién sabe si mi hermana no habría rezado una salve -la oración que más le gustaba- en el momento de meterse en la cama, porque a mí me soltasen! ¡Quién sabe si a aquellas horas no estaría soñando, entristecida, en mi desgracia, imaginándome tumbado sobre las tablas de la celda, con la memoria puesta en ella, que fue el único afecto sincero que en mi vida tuve! Estaría a lo mejor sobresaltada, presa de una pesadilla.
Y yo estaba allí, estaba ya allí, libre, sano como una manzana, listo para volver a empezar, para consolarla, para mimarla, para recibir su sonrisa.
No sabía lo que hacer; pensé llamar… Se asustarían; nadie llama a esas horas. A lo mejor ni se atrevían a abrir; pero tampoco podía seguir allí, tampoco era posible esperar al día sentado sobre el cajón.
Por la carretera venían dos hombres conversando en voz alta; iban distraídos, como contentos; venían de Almendralejo, quién sabe si de ver a las novias. Pronto los reconocí: eran León, el hermano de Martinete, y el señorito Sebastián. Yo me escondí; no sé por qué, pero su vista me apresuraba.
Pasaron muy cerca de la casa, muy cerca de mí; su conversación era bien clara.
– Ya ves lo que a Pascual le pasó.
– Y no hizo más que lo que hubiéramos hecho cualquiera. -Defender a la mujer.
– Claro.
– Y está en Chinchilla, a más de un día de tren, ya va para tres años…
Sentí una profunda alegría; me pasó como un rayo por la imaginación la idea de salir, de presentarme ante ellos, de darles un abrazo…, pero preferí no hacerlo; en la cárcel me hicieron más calmoso, me quitaron impulsos.
Esperé a que se alejaran. Cuando calculé verlos ya suficientemente lejos, salí de la cuneta y fui a la puerta. Allí estaba el cajón; no lo habían visto. Si lo hubieran visto se hubieran acercado y yo hubiera tenido que salir a explicarles, y se hubieran creído que me ocultaba, que los huía.
No quise pensarlo más; me acerqué hasta la puerta y di dos golpes sobre ella. Nadie me respondió; esperé unos minutos. Nada. Volví a golpearla, esta vez con más fuerza. En el interior se encendió un candil.
– ¡Quién!
– ¡Soy yo!
– ¿Quién?
Era la voz de mi madre. Sentí alegría al oírla, para qué mentir. Yo, Pascual.
– ¿Pascual?
– Sí, madre. ¡Pascual!
Abrió la puerta; a la luz del candil parecía una bruja.
– ¿Qué quieres?
– ¿Que qué quiero?
– Sí.
– Entrar. ¿Qué voy a querer?
Estaba extraña. ¿Por qué me trataría así?
– ¿Qué le pasa a usted, madre?
– Nada, ¿por qué?
– No, ¡como la veía como parada!
Estoy por asegurar que mi madre hubiera preferido no verme.
Los odios de otros tiempos parecían como querer volver a hacer presa en mí. Yo trataba de ahuyentarlos, de echarlos a un lado.
– ¿Y la Rosario?
– Se fue.
– ¿Se fue?
– Sí.
– ¿A dónde?
– A Almendralejo.
– ¿Otra vez?
– Otra vez.
– ¿Liada? -Sí.
– Con quién?
– ¿A ti qué más te da?
Parecía como si el mundo quisiera caerme sobre la cabeza. No veía claro; pensé si no estarla soñando. Estuvimos los dos un corto rato callados.
– ¿Y por qué se fue?
– ¡Ya ves!
– ¿No quería esperarme?
– No sabía que habías de venir. Estaba siempre hablando de ti… ¡Pobre Rosario, qué vida de desgracia llevaba con lo buena que era!
– ¿Os faltó de comer?
– A veces.
– ¿Y se marchó por eso?
– ¡Quién sabe!
Volvimos a callar.
– ¿La ves?
– Sí; viene con frecuencia. ¡Como él está también aquí!
– ¿Él?
– Sí.
– ¿Quién es?
– El señorito Sebastián.
Creí morir. Hubiera dado dinero por haberme visto todavía en el penal.
XVIII
La Rosario fue a verme en cuanto se enteró de mi vuelta.
– Ayer supe que habías vuelto. ¡No sabes lo que me alegré!
¡Cómo me gustaba oír sus palabras!
– Sí, lo sé, Rosario; me lo figuro. ¡Yo también estaba deseando volverte a ver!
Parecía como si estuviéramos de cumplido, como si nos hubiéramos conocido diez minutos atrás. Los dos hacíamos esfuerzos para que la cosa saliera natural. Pregunté, por preguntar algo, al cabo de un rato:
– ¿Cómo fue de marcharte otra vez?
– Ya ves.
– ¿Tan apurada andabas?
– Bastante.
– ¿Y no pudiste esperar?
– No quise.
Puso bronca la voz.
– No me dio la gana de pasar más calamidades…
Me lo explicaba; la pobre bastante había pasado ya.
– No hablemos de eso, Pascual.
La Rosario se sonreía con su sonrisa de siempre, esa sonrisa triste y como abatida que tienen todos los desgraciados de buen fondo.
– Pasemos a otra cosa… ¿Sabes que te tengo buscada una novia?
– ¿A mí?
– Sí.
– ¿Una novia?
– Sí, hombre. ¿Por qué? ¿Te extraña?
– No… Parece raro. ¿Quién me ha de querer?
– Pues cualquiera. ¿O es que no te quiero yo?
La confesión de cariño de mi hermana, aunque ya la sabía, me agradaba; su preocupación por buscarme novia, también. ¡Mire usted que es ocurrencia!
– ¿Y quién es?
– La sobrina de la señora Engracia.
– ¿La Esperanza?
– Sí.
– ¡Guapa moza!
– Que te quiere desde antes de que te casases.
– ¡Bien callado se lo tenía!
– Qué quieres, ¡cada una es como es!
– ¿Y tú, qué le has dicho?
– Nada; que alguna vez habrías de volver.
– Y he vuelto…
– ¡Gracias a Dios!
La novia que la Rosario me tenía preparada, en verdad que era una hermosa mujer. No era del tipo de Lola, sino más bien al contrario, algo así como un término medio entre ella y la mujer del Estévez, incluso algo parecida en el tipo -fijándose bien- al de mi hermana. Andaría por entonces por los treinta o treinta y dos años, que poco o nada se la notaban de joven y conservada como aparecía. Era muy religiosa y como dada a la mística, cosa rara por aquellas tierras, y se dejaba llevar de la vida, como los gitanos, sólo con el pensamiento puesto en aquello que siempre decía:
– ¿Para qué variar? ¡Está escrito!
Vivía en el cerro con su tía, la señora Engracia, hermanastra de su difunto padre, por haberse quedado huérfana de ambas partes aún muy tierna, y como era de natural consentidor y algo tímida, jamás nadie pudiera decir que con nadie la hubiera visto u oído discutir, y mucho menos con su tía, a la que tenía un gran respeto. Era aseada como pocas, tenía la misma color de las manzanas y cuando, al poco tiempo de entonces, llegó a ser mi mujer -mi segunda mujer-, tal orden hubo de implantar en mi casa que en multitud de detalles nadie la hubiera reconocido.
La primera vez, entonces, que me la eché a la cara, la cosa no dejó de ser violenta para los dos; los dos sabíamos lo que nos íbamos a decir, los dos nos mirábamos a hurtadillas como para espiar los movimientos del otro.