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La cena de la familia Moisés fue alegre aquella noche.

Doña Visi está radiante y Julita sonríe, casi ruborosa. La procesión va por dentro.

Don Roque y las otras dos hijas están también contagiados, todavía sin saber por qué, de la alegría. Don Roque, en algunos momentos, piensa en aquello que le dijo Julita en las escaleras: "Pues… de la fotografía", y el tenedor le tiembla un poco en la mano; hasta que se le pasa, no se atreve a mirar a la hija.

Ya en la cama, doña Visi tarda en dormirse, su cabeza no hace más que dar vueltas alrededor de lo mismo.

– ¿Sabes que a la niña le ha salido novio?

– ¿A Julita?

– Sí, un estudiante de Notarías.

Don Roque da una vuelta entre las sábanas.

– Bueno, no eches las campanas a vuelo, tú eres muy aficionada a dar en seguida tres cuartos al pregonero. Ya veremos en qué queda todo.

– ¡Ay, hijo, tú siempre echándome jarros de agua fría!

Doña Visi se duerme llena de sueños felices. La vino a despertar, al cabo de las horas, la esquila de un convento de monjas pobres, tocando el alba.

Doña Visi tenía el ánimo dispuesto para ver en todo felices presagios, dichosos augurios, seguros signos de bienaventuranza y de felicidad.

6

La mañana.

Entre sueños, Martín oye la vida de la ciudad despierta. Se está a gusto escuchando, desde debajo de las sábanas, con una mujer viva al lado, viva y desnuda, los ruidos de la ciudad, su alborotador latido; los carros de los traperos que bajan de Fuencarral y de Chamartín, que suben de las Ventas y de las Injurias, que vienen desde el triste, desolado paisaje del cementerio y que pasaron -caminando desde hace ya varias horas bajo el frió- al lento, entristecido remolque de un flaco caballo, de un burro gris y como preocupado. Y las voces de las vendedoras que madrugan, que van a levantar sus puestecillos de frutas en la calle del General Porlier. Y las lejanas, inciertas primeras bocinas. Y los gritos de los niños que van al colegio, con la cartera al hombro y la tierna, olorosa merienda en el bolsillo…

En la casa, el trajín más próximo suena, amorosamente, dentro de la cabeza de Martín. Doña Jesusa, la madrugadora doña Jesusa, que después de comer, durante la siesta, para compensar, dispone la labor de las asistentas, viejas golfas en declive, las unas; amorosas, dulcísimas, domésticas madres de familia, las más. Doña Jesusa tiene por las mañanas siete asistentas. Sus dos criadas duermen hasta la hora del almuerzo, hasta las dos de la tarde, en la cama que pueden, en el lecho misterioso que más temprano se vació, quién sabe si como una tumba, dejando prisionero entre los hierros de la cabecera todo un hondo mar de desdicha, guardando entre la crin de su colchón el aullido del joven esposo que por primera vez, sin darse cuenta, engañó a su mujer, que era una muchacha encantadora, con cualquier furcia llena de granos y de mataduras como una mula: a su mujer que le esperaba levantada, igual que todas las noches, haciendo calceta al casi muerto fuego del brasero, acunando al niño con el pie, leyendo una larga, interminable novela de amor, pensando difíciles, complejas estrategias económicas que le llevarían, con un poco de suerte, a poder comprarse un par de medias.

Doña Jesusa, que es el orden en persona, reparte el trabajo entre sus asistentas. En casa de doña Jesusa se lava la ropa de cama todos los días; cada cama tiene dos juegos completos que, a veces, cuando algún cliente les hace, incluso a propósito, que de todo hay, algún jirón, se repasan con todo cuidado. Ahora no hay ropa de cama; se encuentran sábanas y tela para almohadas en el Rastro, pero a unos precios imposibles.

Doña Jesusa tiene cinco lavanderas y dos planchadoras desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde. Ganan tres pesetas cada una, pero el trabajo no mata. Las planchadoras tienen las manos más finas y se dan brillantina en el pelo, no se resignan a pasar. Están delicadas de salud y tempranamente envejecidas. Las dos se echaron, casi niñas, a la vida, y ninguna de las dos supo ahorrar. Ahora les toca pagar las consecuencias. Cantan, como la cigarra, mientras trabajan, y beben sin tino, como sargentos de Caballería:

Una se llama Margarita. Es hija de un hombre que en vida fue baulero en la Estación de las Delicias. A los quince años tuvo un novio que se llamaba José, ella no sabe más. Era un bailón de los merenderos de la Bombilla; la llevó un domingo al monte del Prado y después la dejó. Margarita empezó a golfear y acabó con un bolso por los bares de Antón Martín. Lo que vino después es ya muy vulgar, aún más vulgar todavía.

La otra se llama Dorita. La perdió un seminarista de su pueblo, en unas vacaciones. El seminarista, que ya murió, se llamaba Cojoncio Alba. El nombre había sido una broma pesada de su padre, que era muy bruto. Se apostó una cena con los amigos a que llamaba Cojoncio al hijo, y ganó la apuesta. El día del bautizo del niño, su padre, don Estanislao Alba, y sus amigos engancharon una borrachera tremenda. Daban mueras al Rey y vivas a la República Fede ral. La pobre madre, doña Conchita Ibáñez, que era una santa, lloraba y no hacia más que decir:

– ¡ Ay, qué desgracia, qué desgracia! ¡Mi marido embriagado en un día tan feliz!

Al cabo de los años, en los aniversarios del bautizo, todavía se lamentaba:

– ¡Ay, qué desgracia, qué desgracia! ¡Mi marido embriagado en tal día como hoy!

El seminarista, que llegó a canónigo de la catedral de León, la llevó, enseñándole unas estampitas, de colores chillones, que representaban milagros de San José de Calasanz, hasta las orillas del Curueño y allí, en un prado, pasó todo lo que tenía que pasar. Dorita y el seminarista eran los dos de Valdeteja, por la provincia de León. La chica, cuando lo acompañaba, tenía el presentimiento de que no iba camino de nada bueno, pero se dejaba llevar, iba como medio boba.

Dorita tuvo un hijo, y el seminarista, en otro permiso en que volvió por el pueblo, no quiso ni verla.

– Es una mala mujer -decia-, un engendro del Enemigo, capaz de perder con sus arteras mañas al hombre más templado. ¡Apartemos la vista de ella!

A Dorita la echaron de su casa y anduvo una temporada vagando por los pueblos, con el niño colgado de los pechos. La criatura fue a morir, una noche, en unas cuevas que hay sobre el río Burejo, en la provincia de Palencia. La madre no dijo nada a nadie; le colgó unas piedras al cuello y lo tiró al rio, a que se lo comieran las truchas. Después, cuando ya no había remedio, se echó a llorar y estuvo cinco días metida en la cueva, sin ver a nadie y sin comer.

Dorita tenía dieciséis años y un aire triste y soñador de perro sin dueño, de bestia errabunda.

Anduvo algún tiempo tirada -como un mueble desportillado- por los burdeles de Valladolid y de Salamanca, hasta que ahorró para el viaje y se vino a la capital. Aquí estuvo en una casa de la calle de la Madera, bajando, a la izquierda, que le llamaban la Sociedad de las Naciones porque había muchas extranjeras: francesas, polacas, italianas, una rusa, alguna portuguesa morena y bigotuda, pero sobre todo francesas, muchas francesas; fuertes alsacianas con aire de vaqueras, honestas normandas que se echaron a la vida para ahorrar para el traje de novia, enfermizas parisinas -algunas con un pasado esplendoroso- que despreciaban profundamente al chófer, al comerciante que sacaba sus buenas siete pesetas del bolsillo. De la casa la sacó don Nicolás de Pablos, un ricachón de Valdepeñas que se casó con ella por lo civil.

– Lo que yo quiero -decía don Nicolás a su sobrino Pedrito, que hacía unos versos muy finos y estudiaba Filosofía y Letras- es una cachonda con arrobas que me haga gozar, ¿me entiendes?, una tía apretada que tenga a donde agarrarse. Todo lo demás son monsergas y juegos florales.

Dorita dio tres hijos a su marido, pero los tres nacieron muertos. La pobre paría al revés: echaba los hijos de pie y, claro, se le ahogaban al salir.

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