Don Nicolás se marchó de España el año 39, porque decían si era masón, y no se volvió a saber nada más de él. Dorita, que no se atrevía a ir al lado de la familia del marido, en cuanto se le acabaron unos cuartos que había en la casa, se echó otra vez a la busca, pero tuvo poco éxito. Por más que ponía buena voluntad y procuraba ser simpática, no conseguía una clientela fija. Esto era a principios del 40. Ya no era ninguna niña y había, además, mucha competencia, muchas chicas jóvenes que estaban muy bien. Y muchas señoritas que lo hacían de balde, por divertirse, quitándoles a otras el pan. Dorita anduvo dando tumbos por Madrid hasta que conoció a doña Jesusa.
– Busco otra planchadora de confianza, vente conmigo. No hay más que secar las sábanas y alisarlas un poco. Te doy tres pesetas, pero eso es todos los días. Además tienes las tardes libres. Y las noches también.
Dorita, por las tardes, acompañaba a una señora impedida a dar una vuelta por Recoletos o a oír un poco de música en el María Cristina. La señora le daba dos pesetas y un corriente con leche; ella tomaba chocolate. La señora se llamaba doña Salvadora y había sido partera. Tenía malas pulgas y estaba siempre quejándose y gruñendo. Soltaba tacos constantemente y decia que al mundo había que quemarlo, que no servía para nada bueno. Dorita la aguantaba y le decia a todo amén, tenía que defender sus dos pesetas y su cafetito de las tardes.
Las dos planchadoras, cada una en una mesa, cantan, mientras trabajan y dan golpes con la plancha, sobre las recosidas sábanas. Algunas veces hablan.
– Ayer he vendido el suministro. Yo no lo quiero. El cuarto de azúcar lo di por cuatro cincuenta. El cuarto de aceite, por tres. Los doscientos gramos de judias, por dos; estaban llenas de gusanos. El café me lo quedo.
– Yo se lo di a mi hija, yo le doy todo a mi hija. Me lleva a comer todas las semanas algún día.
Martín, desde su buhardilla, las oye hacer. No distingue lo que hablan. Oye sus desentonados cuplés, sus golpes sobre la tabla. Lleva ya despierto mucho rato, pero no abre los ojos. Prefiere sentir a Pura, que le besa con cuidado de vez en cuando, fingiendo dormir, para no tener que moverse. Nota el pelo de la muchacha sobre su cara, nota su cuerpo desnudo bajo las sábanas, nota el aliento, que, a veces, ronca un poquito, de una manera que casi no se siente.
Así pasa un largo rato más: aquélla es su única noche feliz desde hace ya muchos meses. Ahora se encuentra como nuevo, como si tuviera diez años menos, igual que si fuera un muchacho. Sonríe y abre un ojo, poquito a poco.
Pura, de codos sobre la almohada, le mira fijamente. Sonríe también, cuando lo ve despertar.
– ¿Qué tal has dormido?
– Muy bien, Purita, ¿y tú?
– Yo también. Con hombres como tú, da gusto. No molestáis nada.
– Calla. Habla de otra cosa.
– Como quieras.
Se quedaron unos instantes en silencio. Pura le besó de nuevo.
– Eres un romántico.
Martín sonríe, casi con tristeza.
– No. Simplemente un sentimental.
Martín le acaricia la cara.
– Estás pálida, pareces una novia.
– No seas bobo.
– Sí, una recién casada…
Pura se puso seria.
– ¡Pues no lo soy!
Martin le besa los ojos delicadamente, igual que un poeta de dieciséis años.
– ¡Para mí, sí, Pura! ¡Ya lo creo que sí! La muchacha, llena de agradecimiento, sonríe con una resignada melancolía.
– ¡Si tú lo dices! ¡No sería malo! Martín se sentó en la cama.
– ¿Conoces un soneto de Juan Ramón que empieza "Imagen alta y tierna del consuelo"?
– No. ¿Quién es Juan Ramón?
– Un poeta.
– ¿Hacía versos?
– Claro.
Martín mira a Pura, casi con rabia, un instante tan sólo.
– Verás.
Imagen alta y tierna del consuelo
aurora de mis mares de tristeza,
lis de paz con olores de pureza,
¡precio divino de mi largo duelo!
– ¡Qué triste es, qué bonito!
– ¿Te gusta?
– ¡Ya lo creo que me gusta!
– Otro día te diré el resto.
El señor Ramón, con el torso desnudo, se chapuza en un hondo caldero de agua fría.
El señor Ramón es hombre fuerte y duro, hombre que come de recio, que no coge catarros, que bebe sus copas, que juega al dominó, que pellizca en las nalgas a las criadas de servir, que madruga al alba, que trabajó toda su vida.
El señor Ramón ya no es ningún niño. Ahora, como es rico, ya no se asoma al horno aromático y malsano donde se cuece el pan; desde la guerra no sale del despacho, que atiende esmeradamente, procurando complacer a todas las compradoras, estableciendo un turno pintoresco y exacto por edades, por estados, por condiciones y por pareceres.
El señor Ramón tiene nevada la pelambre del pecho.
– ¡Arriba, niña! ¡Qué es eso de estarse metida en la cama a estas horas, como una señorita!
La muchacha se levanta, sin decir ni palabra, y se lava un poco en la cocina.
La muchacha, por las mañanas tiene una tosecilla ligera, casi imperceptible. A veces coge algo de frío y entonces la tos se le hace un poco más ronca, como más seca.
– ¿Cuándo dejas a ese tísico desgraciado? -le dice, algunas mañanas, la madre.
A la muchacha, que es dulce como una flor y también capaz de dejarse abrir sin dar ni un solo grito, le entran entonces ganas de matar a la madre.
– ¡Asi reventases, mala víbora! -dice por lo bajo.
Victorita, con su abriguillo de algodón, va dando una carrera hasta la tipografía "El Porvenir", en la calle de la Ma dera, donde trabaja de empaquetadora, todo el santo dia de pie.
Hay veces en que Victorita tiene más frío que de costumbre y ganas de llorar, unas ganas inmensas de llorar.
Doña Rosa madruga bastante, va todos los dias a misa de siete.
Doña Rosa duerme, en este tiempo, con camisón de abrigo, un camisón de franela inventado por ella.
Doña Rosa, de vuelta de la iglesia, se compra unos churros, se mete en su Café por la puerta del portal -en su Café que semeja un desierto cementerio, con las sillas patas arriba, encima de las mesas, y la cafetera y el piano enfundados-, se sirve una copeja de ojén, y desayuna.
Doña Rosa, mientras desayuna, piensa en lo inseguro de los tiempos; en la guerra que, ¡Dios no lo haga!, van perdiendo los alemanes; en los camareros, el encargado, el echador, los músicos, hasta el botones, tienen cada dia más exigencias, más pretensiones, más humos.
Doña Rosa, entre sorbo y sorbo de ojén, habla sola, en voz baja, un poco sin sentido, sin ton ni son y a la buena de Dios.
– Pero quien manda aquí soy yo, ¡mal que os pese! Si quiero me echo otra copa y no tengo que dar cuenta a nadie. Y si me da la gana, tiro la botella contra un espejo. No lo hago porque no quiero. Y si quiero, echo el cierre para siempre y aquí no se despacha un café ni a Dios. Todo esto es mío, mi trabajo me costó levantarlo.
Doña Rosa, por la mañana temprano, siente que el Café es más suyo que nunca.
– El Café es como el gato, sólo que más grande. Como el gato es mío, si me da la gana le doy morcilla o lo mato a palos.
Don Roberto González ha de calcular que, desde su casa a la Diputación, hay más de media hora andando. Don Roberto González, salvo que esté muy cansado, va siempre a pie a todas partes. Dando un paseíto se estiran las piernas y se ahorra, por lo menos, una veinte a diario, treinta y seis pesetas al mes, casi noventa duros al año.
Don Roberto González desayuna una taza de malta con leche bien caliente y media barra de pan. La otra media la lleva, con un poco de queso manchego, para tomársela a media mañana.
Don Roberto González no se queja, los hay que están peor. Después de todo, tiene salud, que es lo principal.
El niño que canta flamenco duerme debajo de un puente, en el camino del cementerio. El niño que canta flamenco vive con algo parecido a una familia gitana, con algo en lo que, cada uno de los miembros que la forman, se las agencia como mejor puede, con una libertad y una autonomía absolutas.