A la historia -y éste es un libro de historia, no una novela- le acontece que, de cuando en cuando, deja de entenderse. Pero la vida continúa, aun a su pesar, y la historia, como la vida, también sigue cociéndose en el inclemente puchero de la sordidez. A lo mejor la sordidez, como la tristeza de la que hablaba hace cinco años, también es un atavismo.
La política -se dijo- es el arte de encauzar la inercia de la historia. La literatura, probablemente, no es más cosa que el arte (y, a lo mejor, ni aun eso) de reseñar la marejadilla de aquella inercia. Todo lo que no sea humildad, una inmensa y descarada humildad, sobra en el equipaje del escritor: ese macuto que ganaría en eficacia si acertara a tirar por la borda, uno tras otro, todos los atavismos que lo lastran. Aunque entonces, quizás, la literatura muriese: cosa que tampoco debería preocuparnos demasiado.
C. J . C.
Palma de Mallorca, 7 de mayo de 1962
Ultima Recapitulación
Arrojar la cara importa,
que el espejo no hay por qué.
quevedo
… un pálido reflejo, una humilde sombra de la… realidad.
… sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad…
Nota a la 1." edición
… un grito en el desierto…
… no merece la pena que nos dejemos invadir por
la tristeza.
Nota a la 2.ª edición
… las ideas religiosas, morales, sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un desequilibrio del sistema nervioso. Las ideas y los escrúpulos… son una remora.
Nota a la 3." edición
Seguimos en las mismas inútiles resignaciones… Es grave confundir la anestesia con la esperanza…
Nota a la 4ª edición
Hay reglas generales: las aguas siempre vuelven a sus cauces, las aguas siempre vuelven a salirse de sus cauces, etc. Pero al fantasma, aún tenue, de la realidad, no ha nacido quien lo apuntille, quien le dé el certero cachetazo que le haga estirar la pata de una puñetera vez y para siempre. El mundo gira, y las ideas (?) de los gobernantes del mundo, las histerias, las soberbias, los enfermizos atavismos de los gobernantes del mundo, giran también y a compás y según convenga. En este valle de lágrimas faltan dos cosas: salud para rebelarse y decencia para mantener la rebelión; honestamente y sin reticencias, con naturalidad y sin fingir extrañas tragedias, sin caridad, sin escrúpulos, sin insomnios (tal como los astros marchan o los escarabajos se hacen el amor). Todo lo demás es pacto y música de flauta.
En uno de estos giros, sonámbulos giros, del inmediato mundo. La colmena se ha quedado dentro. Lo mismo hubiera podido -a iguales méritos e intención- acontecer lo contrario. Lo mismo, también, hubiera podido no haberse escrito por quien la escribió: otro lo hubiera hecho. O nadie (seamos humildes, inmensa y descaradamente humildes, etc.). El escritor puede llegar hasta el asesinato para redondear su libro; tan sólo se le exige que -en su asesinato y en su libro- sea auténtico y no se dejé arrastrar por las afables y doradas remoras que la sociedad, como una ajada amante ya sin encantos, le brinda a cambio de que enmascare el latido de aquello que a su alrededor sucede.
El escritor también puede ahogarse en la vida misma:
en la violencia, en el vicio, en la acción. Lo único que al escritor no le está permitido es sonreír, presentarse a los concursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y quedarse entre Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor, no se siente capaz de dejarse morir de hambre, debe cambiar de oficio. La verdad del escritor no coincide con la verdad de quienes reparten el oro. No quiere decirse que el oro sea menos verdad que la palabra, y sí, tan sólo, que la palabra de la verdad no se escribe
con oro, sino con sangre (o con mierda de moribundo, o con leche de mujer, o con lágrimas).
La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo que corroe y hunde la sociedad que atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de. la verdad de cada cual. Y todavía menos que nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara de la verdad de cada cual).
El escritor es bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sinfín, capaz de dejarse la vida -y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas- a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y absoluta libertad exigible al hombre). Al escritor nada, ni siquiera la literatura, le importa. El escritor obediente, el escritor uncido al carro del político, del poderoso o del paladín, brinda a quienes ven los toros desde la barrera (los hombres clasificados en castas, clases o colegios) un espectáculo demasiado triste. No hay más escritor comprometido que aquel que se jura fidelidad a sí mismo, que aquel que se compromete consigo mismo. La fidelidad a los demás, si no coincide, como una moneda con otra moneda, con la violenta y propia fidelidad al dictado de nuestra conciencia, no es maña de mayor respeto que la disciplina -o los reflejos condicionados- del caballo del circo.
El escritor nada pide porque nada -ni aun voz ni pluma- necesita, y le basta con la memoria. Amordazado y maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, también: que su voz resuena por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas ahí queda. Mal que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con el derecho administrativo.
A la sociedad, para ser feliz en su anestesia (las hojas del rábano de la esperanza), le sobran los escritores. Lo malo para la sociedad es que no ha encontrado la fórmula de raerlos de sí o de hacerlos callar. Tampoco está en el camino de conseguirlo.
En los tiempos modernos, el escritor ha adoptado cuatro sucesivas actitudes ante los políticos obstinados en conducir al hombre por derroteros artificiales (todos los derroteros por donde los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos los políticos se obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural senda de íntima libertad). Al escritor que se hubiera cambiado por el político sucedió el escritor que se conformaba con marchar a remolque del político. Al escritor que se siente lazarillo del político, ¡qué ingenua soberbia!, seguirá el escritor que lo despreciará. La historia tiene ya el número de páginas suficientes para enseñarnos dos cosas: que jamás los poderosos coincidieron con los mejores, y que jamás la política (contra todas las apariencias) fue tejida por los políticos (meros canalizadores de la inercia histórica). El fiscal de esta inercia y de los zurriagazos de quienes quieren, vanamente, llevarla por aquí o por allá, es el escritor. El resultado nada ha de importarle. La literatura no es una charada: es una actitud.
C. J. C.
Palma de Mallorca, 2 de junio de 1963