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– Oye, Pura, vete con éste, ¿no andabas medio mala? Anda, acostaros y no bajes ya. No te preocupes por nada, mañana ya te sacaré yo las castañas del fuego.

Pura, la chica que está medio mala, mira para Martín y sonríe. Pura es una mujer joven, muy mona, delgadita, un poco pálida, ojerosa, con cierto porte de virgen viciosilla.

– Doña Jesusa, muchas gracias, usted siempre tan buena conmigo.

– Calla, mimoso, ya sabes que se te trata como a un hijo. Tres pisos escaleras arriba y una habitación abuhardillada.

Una cama, un aguamanil, un espejito con marco blanco, un perchero y una silla.

Un hombre y una mujer.

Cuando falta el cariño, hay que buscar el calor. Pura y Martín echaron sobre la cama toda la ropa, para estar más abrigados. Apagaron la luz (-No, no. Estáte quieta, muy quieta…) se durmieron en un abrazo, como dos recién casados.

Fuera se oía, de vez en vez, el "¡Va!" de los serenos.

A través del tabique de panderete se distinguía el crujir de un somier, disparatado y honesto como el canto de la cigarra.

La noche se cierra, al filo de la una y media o las dos de la madrugada, sobre el extraño corazón de la ciudad.

Miles de hombres se duermen abrazados a sus mujeres sin pensar en el duro, en el cruel día que quizá les espere, agazapado como un gato montes, dentro de tan pocas horas.

Cientos y cientos de bachilleres caen en el íntimo, en el sublime y delicadísimo vicio solitario.

Y algunas docenas de muchachas esperan -¿qué esperan, Dios mío?, ¿por qué las tienen tan engañadas?- con la mente llena de dorados sueños.

5

Hacia las ocho y media de la tarde, o a veces antes, ya suele estar Julita en casa.

– ¡Hola, Julita, hija!

– ¡Hola, mamá!

La madre la mira de arriba abajo, boba, orgullosa.

– ¿Dónde has estado metida?

La niña deja el sombrero sobre el piano y se esponja la melena ante el espejo. Habla distraídamente, sin mirarla.

– Ya ves, ¡por ahí!

La madre tiene la voz tierna, parece como si quisiese agradar.

– ¡Por ahí! ¡Por ahí! Te pasas todo el dia en la calle y después, cuando vienes, no me cuentas nada. A mí, ¡con lo que me gusta saber de tus cosas! A tu madre, que tanto te quiere…

La muchacha se arregla los labios mirándose en el revés de la polvera.

– ¿Y papá?

– No sé. ¿Por qué? Se marchó hace ya rato y todavía es pronto para que vuelva. ¿Por qué me lo preguntas?

– No, por nada. Me acordé de él de repente porque lo vi en la calle.

– ¡Con lo grande que es Madrid! Mita sigue hablando.

– ¡Ca, es un pañuelo! Lo vi en la calle de Santa Engracia. Yo bajaba de una casa, de hacerme una fotografía.

– No me habías dicho nada.

– Quería sorprenderte… Él iba a la misma casa; por lo visto, tiene un amigo enfermo en la vecindad.

La niña la mira por el espejito. A veces piensa que su madre tiene cara de tonta.

– ¡Tampoco me dijo una palabra! Doña Visi tenía el aire triste.

– A mi nunca me dices nada.

Julita sonríe y se acerca a besar a su madre.

– ¡Qué bonita es mi vieja!

Doña Visi la besa, hecha la cabeza atrás y enarca las cejas.

– ¡Huy! ¡Hueles a tabaco! Julita frunce la boca.

– Pues no he fumado, ya sabes de sobra que no fumo, que me parece poco femenino. La madre ensaya un gesto severo.

– Entonces… ¿Te habrán besado?

– Por Dios, mamá, ¿por quién me tomas?

La mujer, la pobre mujer, coge a la hija de las dos manos.

– Perdóname, hijita, ¡es verdad! ¡Qué tonterías digo! Se queda pensativa unos instantes y habla muy quedo, como consigo misma:

– Es que a una todo se le imagina peligro para su hijita. Julita deja escapar dos lágrimas.

– ¡Es que dices unas cosas!

La madre sonríe, un poco a la fuerza, y acaricia el pelo de la muchacha.

– Anda, no seas chiquilla, no me hagas caso. Te lo decía de broma.

Mita está abstraída, parece que no oye.

– Mamá…

– Qué.

Don Pablo piensa que los sobrinos de su mujer le han venido a hacer la pascua, le han estropeado la tarde. A estas horas estaba ya todos los días en el Café de doña Rosa, tomándose su chocolate.

Los sobrinos de su mujer se llaman Anita y Fidel. Anita es hija de un hermano de doña Pura, empleado del Ayuntamiento de Zaragoza, que tiene una cruz de Beneficencia porque una vez sacó del Ebro a una señora que resultó prima del presidente de la Diputación. Fidel es su marido, un chico que tiene una confitería en Huesca. Están pasando unos días en Madrid, en viaje de novios.

Fidel es un muchacho joven, que lleva bigotito y una corbata verde claro. En Zaragoza ganó, seis o siete meses atrás, un concurso de tango, y aquella misma noche le presentaron a la chica que ahora es su mujer.

El padre de Fidel, pastelero también, había sido un tío muy bruto que se purgaba con arena y que no hablaba más que de las joticas y de la Virgen del Pilar. Presumía de culto y emprendedor y usaba dos clases de tarjetas, unas que decían: "Joaquín Bustamante. Del comercio", y otras, en letra gótica, donde se leía: "Joaquín Bustamante Valls. Autor del proyecto Hay que doblar la producción agrícola en España". A su muerte dejó una cantidad tremenda de papeles de barba llenos de números y planos; quería duplicar las cosechas con un sistema de su invención: unas tremendas pilas de terrazas rellenas de tierra fértil, que recibirían el agua por unos pozos artesianos y el sol por un juego de espejos.

El padre de Fidel cambió de nombre la pastelería cuando la heredó de su hermano mayor, muerto el 98 en Filipinas. Antes se llamaba "La endulzadora", pero le pareció el nombre poco significativo y le puso "Al solar de nuestros mayores". Estuvo más de medio año buscando título y al final tenía apuntados lo menos trescientos, casi todos por el estilo.

Durante la República y aprovechando que el padre se murió, Fidel volvió a cambiar el nombre de la pastelería y le puso "El sorbete de oro".

– Las confiterías no tienen por qué tener nombres políticos -decía.

Fidel, con una rara intuición, asociaba la marca "Al solar de nuestros mayores" con determinadas tendencias del pensamiento.

– Lo que tenemos que hacer es colocar a quien sea los bollos suizos y los petisús. Con las mismas pesetas nos pagan los republicanos que los carlistas.

Los chicos, ya sabéis, han venido a Madrid a pasar la luna de miel y se han creído en la obligación de hacer una larga visita a los tíos. Don Pablo no sabe cómo sacárselos de encima.

– De modo que os gusta Madrid, ¿eh?

– Pues sí…

Don Pablo deja pasar unos instantes para decir:

– ¡Bueno!

Doña Pura está pasada. La pareja, sin embargo, no parece entender demasiado.

Victorita se fue a la calle de Fuencarral, a la lechería de doña Ramona Bragado, la antigua querida de aquel señor que fue dos veces Subsecretario de Hacienda.

– ¡Hola, Victorita! ¡Qué alegría más grande me das!

– Hola, doña Ramona.

Doña Ramona sonríe, meliflua, obsequiosa.

– ¡Ya sabía yo que mi niña no había de faltar a la cita! Victorita intentó sonreír también.

– Sí, se ve que está usted muy acostumbrada.

– ¿Qué dices?

– Pues ya ve, ¡nada!

– ¡Ay, hija, qué suspicaz!

Victorita se quitó el abrigo, llevaba el escote de la blusa desabrochado y tenía en los ojos una mirada extraña, no se sabría bien si suplicante, humillada o cruel.

– ¿Estoy bien así?

– Pero hija, ¿qué te pasa?

– Nada., no me pasa nada.

Doña Ramona, mirando para otro lado, intentó sacar a flote sus viejas mañas de componedora.

– ¡Anda, anda! No seas chiquilla. Anda, entra ahí a jugar a las cartas con mis sobrinas. Victorita se plantó.

– No, doña Ramona. No tengo tiempo. Me espera mi novio. A mi, ¿sabe usted?, ya me revienta andar dándole vueltas al asunto, como un borrico de noria. Mire usted, a usted y a mi lo que nos interesa es ir al grano, ¿me entiende?

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