– No, hija, no te entiendo. Victorita tenía el pelo algo revuelto.
– Pues se lo voy a decir más claro: ¿dónde está el cabrito?
Doña Ramona se espantó.
– ¿Eh?
– ¡Que dónde está el cabrito! ¿Me entiende? ¡Que dónde está el tío!
– ¡Ay, hija, tú eres una golfa!
– Bueno, yo soy lo que usted quiera, a mí no me importa. Yo tengo que tirarme a un hombre para comprarle unas medicinas a otro. ¡Venga el tío!
– Pero, hija, ¿por qué hablas así? Victorita levantó la voz.
– ¡Pues porque no me da la gana de hablar de otra manera, tía alcahueta! ¿Se entera? ¡Porque no me da la gana!
Las sobrinas de doña Ramona se asomaron al oír las voces. Por detrás de ellas sacó la jeta don Mario.
– ¿Qué pasa, tía?
– ¡Ay! ¡Esta mala pécora, desagradecida, que quiso pegarme!
Victorita estaba completamente serena. Poco antes de hacer alguna barbaridad, todo el mundo está completamente sereno. O poco antes, también, de decidirse a no hacerla.
– Mire usted, señora, ya volveré otro día, cuando tenga menos clientas.
La muchacha abrió la puerta y salió. Antes de llegar a la esquina la alcanzó don Mario. El hombre se llevó la mano al sombrero.
– Señorita, usted perdone. Me parece, ¡para qué nos vamos a andar con rodeos!, que yo soy un poco el culpable de todo esto. Yo…
Victorita le interrumpió.
– ¡Hombre, me alegro de conocerlo! ¡Aquí me tiene! ¿No me andaba buscando? Le juro a usted que jamás me he acostado con nadie más que con mi novio. Hace tres meses, cerca de cuatro, que no sé lo que es un hombre. Yo quiero mucho a mi novio. A usted nunca lo querré, pero en cuanto me pague me voy a la cama. Estoy muy harta. Mi novio se salva con unos duros. No me importa ponerle los cuernos. Lo que me importa es sacarlo adelante. Si usted me lo cura, yo me lío con usted hasta que usted se harte.
La voz de la muchacha ya venia temblando. Al final se echó a llorar.
– Usted dispense…
Don Mario, que era un atravesado con algunas venas de sentimental, tenía un nudo en la garganta.
– ¡Cálmese, señorita! Vamos a tomar un café, eso le sentará bien.
En el Café, don Mario le dijo a Victorita:
– Yo te daría dinero para que se lo llevases a tu novio, pero, hagamos lo que hagamos, él se va a creer lo que le dé la gana, ¿no te parece?
– Sí, que se crea lo que quiera. Ande, lléveme usted a la cama.
Julita, abstraída, parece no oír, parece como si estuviera en la luna.
– Mamá…
– Qué.
– Tengo que hacerte una confesión.
– ¿Tú? ¡Ay, hijita, no me hagas reir!
– No, mamá, te lo digo en serio, tengo que hacerte una confesión.
A la madre le tiemblan los labios un poquito, habría que fijarse mucho para verlo.
– Di, hija, di.
– Pues… No sé si me voy a atrever.
– Sí, hija, di, no seas cruel. Piensa en lo que se dice, que una madre es siempre una amiga, una confidente para su hija.
– Bueno, si es así…
– A ver, di.
– Mamá…
– Qué.
Julita tuvo un momento de arranque.
– ¿Sabes por qué huelo a tabaco?
– ¿Por qué?
La madre está anhelante, se la hubiera ahogado con un pelo.
– Pues porque he estado muy cerca de un hombre y ese hombre estaba fumando un puro.
Doña Visi respiró. Su conciencia, sin embargo, le seguía exigiendo seriedad.
– ¿Tú?
– Sí, yo.
– Pero…
– No mamá, no temas. Es muy bueno. La muchacha toma una actitud soñadora, parece una poetisa.
– ¡Muy bueno, muy bueno!
– ¿Y decente, hija mía, que es lo principal?
– Sí, mamá, también decente.
Ese último gusanito adormecido del deseo que aun en los viejos existe, cambió de postura en el corazón de doña Visi.
– Bueno, hijita, yo no sé qué decirte. Que Dios te bendiga…
A Julita le temblaron un poco los párpados, tan poco que no hubiera habido reló capaz de medirlo.
– Gracias, mamá.
Al día siguiente, doña Visi estaba cosiendo cuando llamaron a la puerta.
– ¡Tica, ve a abrir!
Escolástica, la vieja y sucia criada a quien todos llaman Tica, para acabar antes, fue a abrir la puerta de la calle.
– Señora, un certificado.
– ¿Un certificado?
– Sí.
– ¡Huy, qué raro!
Doña Visi firmó en el cuadernito del cartero. El sobre del certificado dice: "Señorita Julia Moisés, calle de Hartzenbusch, 57, Madrid"
– ¿Qué será? Parece cartón.
Doña Visi mira al trasluz, no se ve nada.
– ¡Qué curiosidad tengo! Un certificado para la niña, ¡qué cosa más rara!
Doña Visi piensa que Julita ya no puede tardar mucho, que pronto ha de salir de dudas. Doña Visi sigue cosiendo.
– ¿Qué podrá ser?
Doña Visi vuelve a coger el sobre, color paja y algo más grande que los corrientes, vuelve a mirarlo por todas partes, vuelve a palparlo.
– ¡Qué tonta soy! ¡Una foto! ¡La foto de la chica! ¡También es rapidez!
Doña Visi rasga el sobre y un señor de bigote cae sobre el costurero.
– ¡Caray, qué tío!
Por más que lo mira y por más vueltas que le da…
El señor del bigote se llamó en vida don Obdulio. Doña Visi lo ignora, doña Visi ignora casi todo lo que pasa en el mundo.
– ¿Quién será ese tío?
Cuando Julita llega, la madre le sale al paso.
– Mira, Julita, hija, has tenido una carta. La he abierto porque vi que era una foto, pensé que sería la tuya. ¡Tengo tantas ganas de verla! Julita torció el gesto, Julita era, a veces, un poco déspota con su madre.
– ¿Dónde está?
– Tómala, yo creo que debe ser una broma. Julita ve la foto y se queda blanca.
– Sí, una broma de muy mal gusto. La madre, a cada instante que transcurre, entiende menos lo que pasa.
– ¿Lo conoces?
– No, ¿de qué lo voy a conocer?
Julita guarda la foto de don Obdulio y un papel que la acompañaba donde, con torpe letra de criada, se leía: "¿Conoces a éste, chata?"
Cuando Julita ve a su novio, le dice:
– Mira lo que he recibido por correo.
– ¡El muerto!
– Sí, el muerto.
Ventura está un momento callado, con cara de conspirador.
– Dámela, ya sé yo lo que hacer con ella.
– Tómala.
Ventura aprieta un poco el brazo de Julita.
– Oye, ¿sabes lo que te digo?
– Qué.
– Pues que va a ser mejor cambiar de nido, buscar otra covacha, todo esto ya me está dando mala espina.
– Sí, a mí también. Ayer encontré a mi padre en la escalera.
– ¿Te vio?
– ¡Pues claro!
– ¿Y qué le dijiste?
– Nada, que venia de sacarme una foto. Ventura está pensativo.
– ¿Has notado algo en tu casa?
– No, nada, por ahora no he notado nada.
Poco antes de verse con Julita, Ventura se encontró a doña Celia en la calle de Luchana.
– ¡Adiós, doña Celia!
– ¡Adiós, señor Aguado! Hombre, a propósito, ni que me lo hubieran puesto a usted en el camino. Me alegro de haberlo encontrado, tenía algo bastante importante que decirle.
– ¿A mí?
– Si, algo que le interesa. Yo pierdo un buen cliente, pero, ya sabe usted, a la fuerza ahorcan, no hay más remedio. Tengo que decírselo a usted, yo no quiero líos: ándese con ojo usted y su novia, por casa va el padre, de la chica.
– ¿Sí?
– Como lo oye.
– Pero…
– Nada, se lo digo yo, ¡como lo oye!
– Sí, sí, bueno… ¡Muchas gracias!
La gente ya ha cenado.
Ventura acaba de redactar su breve carta, ahora está poniendo el sobre: "Sr. D. Roque Moisés, calle de Hartzen-busch, 57, Interior."
La carta, escrita a máquina, dice asi:
"Muy señor mío: Ahí le mando la foto que en el valle de Josafat podrá
hablar contra usted. Ándese con tiento y no juegue, pudiera ser peligroso. Cien ojos le espían y más de una mano no titubearía en apretarle el pescuezo. Guárdese, ya sabemos por quienes votó usted en el 36".
La carta iba sin firma.
Cuando don Roque la reciba, se quedará sin aliento. A don Obdulio no lo podrá recordar, pero la carta, a no dudarlo, le encongerá el ánimo.