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– Esto debe ser obra de masones -pensará-; tiene todas las características, la foto no es más que para despistar. ¿Quién será este desgraciado con cara de muerto de hace treinta años?

Doña Asunción, la mamá de Paquita, contaba lo de la suerte que habia tenido su niña a doña Juana Entrena, viuda de Sisemón, la pensionista vecina de don Ibrahim y de la pobre doña Margot.

Doña Juana Entrena, para compensar, daba a doña Asunción toda clase de detalles sobre la trágica muerte de la mamá del señor Suárez, por mal nombre la Fotógrafa.

Doña Asunción y doña Juana eran ya casi viejas amigas, se habían conocido cuando las evacuaron a Valencia, durante la guerra civil, a las dos en la misma camioneta.

– ¡Ay, hija, sí! ¡Estoy encantada! Cuando recibí la noticia de que la señora del novio de mi Paquita la habia pringado, creí enloquecer. Que Dios me perdone, yo no he deseado nunca mal a nadie, pero esa mujer era la sombra que oscurecía la felicidad de mi hija.

Doña Juana, con la vista clavada en el suelo, reanudó su tema: el asesinato de doña Margot.

– ¡Con una toalla! ¿Usted cree que hay derecho? ¡Con una toalla! ¡Qué falta de consideración para una ancianita! El criminal la ahorcó con una toalla, como si fuera un pollo. En la mano le puso una flor. La pobre se quedó con los ojos abiertos, según dicen parecía una lechuza, yo no tuve valor para verla, a mi estas cosas me impresionan mucho.

Yo no quisiera equivocarme, pero a mí me da el olfato que su niño debe andar mezclado en todo esto. El hijo de doña Margot, que en paz descanse, era mariquita, ¿sabe usted?. andaba en muy malas compañías. Mi pobre marido siempre lo decía: quien mal anda, mal acaba.

El difunto marido de doña Juana, don Gonzalo Sisemón, habia acabado sus días en un prostíbulo de tercera clase, una tarde que le falló el corazón. Sus amigos lo tuvieron que traer en un taxi, por la noche, para evitar complicaciones. A doña Juana le dijeron que se había muerto en la cola de Jesús de Medinaceli, y doña Juana se lo creyó. El cadáver de don Gonzalo venía sin tirantes, pero doña Juana no cayó en el detalle.

– ¡Pobre Gonzalo! -decía-: ¡pobre Gonzalo! ¡Lo único que me reconforta es pensar que se ha ido derechito al cielo, que a estas horas estará mucho mejor que nosotros! ¡Pobre Gonzalo!

Doña Asunción, como quien oye llover, sigue con lo de la Paquita.

– ¡Ahora, si Dios quisiera que se quedase embarazada! ¡Eso sí que sería suerte! Su novio es un señor muy considerado por todo el mundo, no es ningún pelagatos, que es todo un catedrático. Yo he ofrecido ir a pie al Cerro de los Ángeles si la niña se queda en estado. ¿No cree usted que hago bien? Yo pienso que, por la felicidad de una hija, todo sacrificio es poco, ¿no le parece? ¡Que alegría se habrá llevado la Paquita al ver que su novio está libre!

A las cinco y cuarto o cinco y media, don Francisco llega a su casa, a pasar la consulta. En la sala de espera hay ya siempre algunos enfermos aguardando con cara de circunstancias y en silencio. A don Francisco le acompaña su yerno, con quien reparte el trabajo.

Don Francisco tiene abierto un consultorio popular, que le deja sus buenas pesetas todos los meses. Ocupando los cuatro balcones de la calle, el consultorio de don Francisco exhibe un rótulo llamativo que dice: "Instituto Pasteur Koch. Director-propietario, Dr. Francisco Robles. Tuberculosis, pulmón y corazón. Rayos X. Piel, venéreas, sífilis. Tratamiento de hemorroides por electrocoagulación. Consulta 5 pesetas". Los enfermos pobres de la Glorieta de Quevedo, de Bravo Murillo, de San Bernardo, de Fuenca-rral, tienen una gran fe en don Francisco.

– Es un sabio -dicen-, un verdadero sabio, un médico con mucho ojo y mucha práctica. Don Francisco les suele atajar.

– No sólo con fe se curará, amigo mío -les dice cariñosamente, poniendo la voz un poco confidencial-, la fe sin obras es fe muerta, una fe que no sirve para nada. Hace falta también que pongan ustedes algo de su parte, hace falta obediencia y asiduidad, ¡mucha asiduidad!, no abandonarse y no dejar de venir por aquí en cuanto se nota una ligera mejoría… ¡Encontrarse bien no es estar curado, ni mucho menos! ¡Desgraciadamente, los virus que producen las enfermedades son tan taimados como traidores y alevosos!

Don Francisco es un poco tramposillo, el hombre tiene a sus espaldas un familión tremendo.

A los enfermos que, llenos de timidez y de distingos, le preguntan por las sulfamidas, don Francisco los disuade, casi displicente. Don Francisco asiste, con el corazón encogido, al progreso de la farmacopea.

– Día llegará -piensa- en que los médicos estaremos de más, en que en las boticas habrá unas listas de pildoras y los enfermos se recetarán solos.

Cuando le hablan, decimos, de las sulfamidas, don Francisco suele responder:

– Haga usted lo que quiera, pero no vuelva por aquí. Yo no me encargo de vigilar la salud de un hombre que voluntariamente se debilita la sangre.

Las palabras de don Francisco suelen hacer un gran efecto.

– No, no, lo que usted mande, yo sólo haré lo que usted mande.

En la casa, en una habitación interior, doña Soledad, su señora, repasa calcetines mientras deja vagar la imaginación, una imaginación torpe, corta y maternal como el vuelo de una gallina. Doña Soledad no es feliz, puso toda su vida en los hijos, pero los hijos no han sabido, o no han querido, hacerla feliz. Once le nacieron y once viven, casi todos lejos, alguno perdido. Los dos mayores, Soledad y Piedad, se fueron monjas hace ya mucho tiempo, cuando cayó Primo de Rivera; aún hace unos meses, desde el convento, tiraron también de María Auxiliadora, una de las pequeñas. El mayor de los dos únicos varones, Francisco, el tercero de los hijos, fue siempre el ojito derecho de la señora; ahora está de médico militar en Carabanchel, algunas noches viene a dormir a casa. Amparo y Asunción son las dos únicas casadas. Amparo con el ayudante de su padre, don Emilio Rodríguez Ronda; Asunción con don Fadrique Méndez, que es practicante en Guadalajara, hombre trabajador y mañoso que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, que lo mismo pone unas inyecciones a un niño que unas lavativas a una vieja de buena posición, que arregla una radio o pone un parche a una bolsa de goma. La pobre Amparo ni tiene hijos ni podrá ya tenerlos, anda siempre mal de salud, siempre a vueltas con sus arrechuchos y sus goteras; tuvo primero un aborto, después una larga serie de trastornos, y hubo que acabar al final por ex-tirparle los ovarios y sacarle fuera todo lo que le estorbaba, que debía ser bastante. Asunción, en cambio, es más fuerte y tiene tres hijos que son tres soles: Pilarín, Fadrique y Saturnino; la mayorcita ya va al colegio, ya ha cumplido los cinco años.

Después, en la familia de don Francisco y doña Soledad, viene Trini, soltera, feúcha, que buscó unos cuartos y puso una mercería en la calle de Apodaca.

El local es pequeñito, pero limpio y atendido con esmero.

Tiene un escaparate minúsculo en el que se muestran madejas de lana, confecciones para niños y medias de seda, y un letrero pintado de azul claro, donde con letra picuda se lee "Trini" y debajo y más pequeño, "Mercería". Un chico de la vecindad que es poeta y que mira a la muchacha con una ternura profunda, trata en vano de explicar a su familia, a la hora de la comida:

– Vosotros no os dais cuenta, pero a mí estas tiendas pequeñitas y recoletas que se llaman "Trini", ¡me producen una nostalgia!

– Este chico es tonto -asegura el padre-, el día que yo desaparezca no sé lo que va a ser de él.

El poeta de la vecindad es un jovencito melenudo, pálido, que está siempre evadido, sin darse cuenta de nada, para que no se le escape la inspiración, que es algo así como una mariposita ciega y sorda pero llena de luz, una mariposita que vuela al buen tuntún, a veces dándose contra las paredes, a veces más alta que las estrellas. El poeta de la vecindad tiene dos rosetones en las mejillas. El poeta de la vecindad, en algunas ocasiones, cuando está en vena, se desmaya en los Cafés y tienen que llevarlo al retrete, a que se despeje un poco con el olor a desinfectante, que duerme en su jaulita de alambre, como un grillo.

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