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Detrás de Trini viene Nati, la compañera de Facultad de Martín, una chica que anda muy bien vestida, quizá demasiado bien vestida, y después María Auxiliadora, la que se fue monja con las dos mayores hace poco. Cierran la serie de los hijos tres calamidades: los tres pequeños. Socorrito se escapó con un amigo de su hermano Paco, Bartolomé Anguera, que es pintor; llevan una vida de bohemios en un estudio de la calle de los Caños, donde se tienen que helar de frío, donde el día menos pensado van a amanecer tiesos como sorbetes. La chica asegura a sus amigas que es feliz, que todo lo da por bien empleado con tal de estar al lado de Bartolo, de ayudarle a hacer su Obra. Lo de "Obra" lo dice con un énfasis tremendo de letra mayúscula,

con un énfasis de jurado de las Exposiciones Nacionales.

– En las Nacionales no hay criterio -dice Socorrito-, no saben por dónde andan. Pero es igual, tarde o temprano no tendrán más remedio que medallar a mi Bartolo.

En la casa hubo un disgusto muy serio con la marcha de Socorrito.

– ¡Si por lo menos se hubiera ido de Madrid! -decía su hermano Paco, que tenía un concepto geográfico del honor.

La otra, María Angustias, al poco tiempo empezó con que quería dedicarse al cante y se puso de nombre Carmen del Oro. Pensó también en llamarse Rosario Giralda y Esperanza de Granada, pero un amigo suyo, periodista, le dijo que no, que el nombre más a propósito era Carmen del Oro. En ésas andábamos cuando, sin dar tiempo a la madre a reponerse de lo de Socorrito, María Angustias se lió la manta a la cabeza y se largó con un banquero de Murcia que se llamaba don Estanislao Ramírez. La pobre madre se quedó tan seca que ya ni lloraba.

El pequeño, Juan Ramón, salió de la serie B y se pasaba el día mirándose al espejo y dándose cremas a la cara.

A eso de las siete, entre dos enfermos, don Francisco sale al teléfono. Casi no se oye lo que habla.

– ¿Va a estar usted en casa?

– Bien, yo iré por allí a eso de las nueve.

– No, no llame a nadie.

La muchacha parece estar en trance, el ademán soñador, la mirada perdida, en los labios la sonrisa de la felicidad.

– Es muy bueno, mamá, es muy bueno, muy bueno. Me cogió una mano, me miró fijo a los ojos…

– ¿Nada más?

– Si. Se me acercó mucho y dijo: Julita, mi corazón arde de pasión, yo ya no puedo vivir sin ti, si me desprecias mi vida ya no tendrá objeto, será como un cuerpo que flota, sin rumbo, a merced del destino. Doña Visi sonríe emocionada.

– Igual que tu padre, hija mía, igual que tu padre. Doña Visi entorna la mirada y se queda beatíficamente pensativa, dulce y quizás algo tristemente descansada.

– Claro… El tiempo pasa… ¡Me estás haciendo vieja, Julita!

Doña Visi está unos segundos en silencio. Después se lleva el pañuelo a los ojos y se seca dos lágrimas que asomaban tímidas.

– ¡Pero mamá!

– No es nada, hijita; la emoción. ¡Pensar que algún día llegarás a ser de algún hombre! Pidamos a Dios, hijita mía, para que te depare un buen marido, para que haga que llegues a ser la esposa del hombre que te mereces.

– Sí, mamá.

– Y cuídate mucho, Julita, ¡por el amor de Dios! No le des confianza ninguna, te lo suplico. Los hombre son taimados y van a lo suyo, no te fies jamás de buenas palabras. No olvides que los hombres se divierten con las frescas, pero al final se casan con las decentes.

– Sí, mamá.

– Claro que sí, hijita. Y conserva lo que conservé yo durante veintitrés años para que se lo llevase tu padre. ¡Es lo único que las mujeres honestas y sin fortuna podemos ofrecerles a nuestros maridos!

Doña Visi está hecha un mar de lágrimas. Julita trata de consolarla.

– Descuida, mamá.

En el Café, doña Rosa sigue explicándole a la señorita Elvira que tiene el vientre suelto, que se pasó la noche yendo y viniendo del water a la alcoba y de la alcoba al water.

– Yo creo que algo me habrá sentado mal; los alimentos, a veces, están en malas condiciones; si no, no me lo explico.

– Claro, eso debió ser seguramente.

La señorita Elvira, que es ya como un mueble en el Café de doña Rosa, suele decir a todo amén. El tener amiga a doña Rosa es algo que la señorita Elvira considera muy importante.

– ¿Y tenía usted retortijones?

– ¡Huy, hija! ¡Y qué retortijones! ¡Tenía el vientre como la caja de los truenos! Para mí que cené demasiado. Ya dice la gente, de grandes cenas están las sepulturas llenas.

La señorita Elvira seguía asintiendo.

– Sí, eso dicen, que cenar mucho es malo, que no se hace bien la digestión.

– ¿Qué se va a hacer bien? ¡Se hace muy mal! Doña Rosa bajó un poco la voz.

– ¿Usted duerme bien?

Doña Rosa trata a la señorita Elvira unas veces de tú y otras de usted, según le da.

– Pues sí, suelo dormir bien.

Doña Rosa pronto sacó su conclusión.

– ¡Será que cena usted poco!

La señorita Elvira se quedó algo perpleja.

– Pues sí, la verdad es que mucho no ceno. Yo ceno más bien poco.

Doña Rosa se apoya en el respaldo de una silla.

– Anoche, por ejemplo, ¿qué cenó usted?

– ¿Anoche? Pues ya ve usted, poca cosa, unas espinacas y dos rajitas de pescadilla.

La señorita Elvira había cenado una peseta de castañas asadas, veinte castañas asadas, y una naranja de postre.

– Claro, éste es el secreto. A mí me parece que esto de hincharse no debe ser saludable.

La señorita Elvira piensa exactamente lo contrario, pero se lo calla.

Don Pedro Pablo Tauste, el vecino de don Ibrahim de Ostolaza y dueño del taller de reparación de calzado "La clínica del chapín", vio entrar en su tenducho a don Ricardo Sorbedo, que el pobre venía hecho una calamidad.

– Buenas tardes, don Pedro, ¿da usted su permiso?

– Adelante, don Ricardo, ¿qué de bueno le trae por aquí?

Don Ricardo Sorbedo, con su larga melena enmarañada; su bufandilla descolorida y puesta un tanto al desgaire; su traje roto, deformado y lleno de lámparas; su trasnochada chalina de lunares y su seboso sombrero verde de ala ancha, es un extraño tipo, medio mendigo y medio artista, que malvive del sable, y del candor y de la caridad de los demás. Don Pedro Pablo siente por él cierta admiración y le da una peseta de vez en cuando. Don Ricardo Sorbedo es un hombre pequeñito, de andares casi pizpiretos, de ademanes grandilocuentes y respetuosos, de hablar preciso y ponderado, que construye muy bien sus frases, con mucho esmero.

– Poco de bueno, amigo don Pedro, que la bondad escasea en este bajo mundo, y sí bastante de malo es lo que me trae a su presencia.

Don Pedro Pablo ya conocía la manera de empezar, era siempre la misma. Don Ricardo disparaba, como los artilleros, por elevación.

– ¿Quiere usted una peseta?

– Aunque no la necesite, mi noble amigo, siempre la aceptaría por corresponder a su gesto de procer.

– ¡Vaya!

Don Pedro Pablo Tauste sacó una peseta del cajón y se la dio a don Ricardo Sorbedo.

– Poco es…

– Sí, don Pedro, poco es, realmente, pero su desprendimiento al ofrecérmela es como una gema de muchos quilates.

– Bueno, ¡si es así!

Don Ricardo Sorbedo era algo amigo de Martín Marco a veces, cuando se encontraban, se sentaban en el banco de un paseo y se ponían a hablar de arte y literatura.

Don Ricardo Sorbedo había tenido una novia, hasta hace poco tiempo, a la que dejó por cansancio y aburrimiento. La novia de don Ricardo Sorbedo era una golfita hambrienta, sentimental y un poco repipia, que se llamaba Maribel Pérez. Cuando don Ricardo Sorbedo se quejaba de lo mal que se estaba poniendo todo, la Maribel procuraba consolarlo con filosofías.

– No te apures -decía la novia-, el alcalde de Cork tardó más de un mes en palmarla.

A la Maribel le gustaban las flores, los niños y los animales; era una chica bastante educada y de modales finos.

– ¡Ay, ese niño rubio! ¡Qué monada! -le dijo un día, paseando por la plaza del Progreso, a su novio.

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