– Como todos -le contestó don Ricardo Sorbedo-. Ése es un niño como todos. Cuando crezca, si no se muere antes, será comerciante, o empleado del Ministerio de Agricultura, o quién sabe si dentista incluso. A lo mejor le da por el arte y sale pintor o torero, y tiene hasta sus complejos sexuales y todo.
La Maribel no entendía demasiado de lo que le contaba su novio.
– Es un tío muy culto mi Ricardito -les decía a sus amigas-, ¡ya lo creo! ¡Sabe de todo!
– ¿Y os vais a casar?
– Sí, cuando podamos. Primero dice que quiere retirarme, porque esto del matrimonio debe ser a cala y a prueba, como los melones. Yo creo que tiene razón.
– Puede. Oye, ¿y qué hace tu novio?
– Pues, mujer, como hacer, lo que se dice hacer, no hace nada, pero ya encontrará algo, ¿verdad?
– Sí, algo siempre aparece.
El padre de Maribel había tenido una corsetería modesta en la calle de la Colegiata, hacía ya bastantes años, corseteria que traspasó porque a su mujer, la Eulogia, se le metió entre ceja y ceja que lo mejor era poner un bar de camareras en la calle de la Aduana. Él bar de la Eulogia se llamó "El paraíso terrenal" y marchó bastante bien hasta que el ama perdió el seso y se escapó con un tocaor que anda siempre bebido.
– ¡Qué vergüenza! -decía don Braulio, el papá de la Maribel – ¡Mi señora liada con ese desgraciado que la va a matar de hambre!
El pobre don Braulio se murió poco después, de una pulmonía, y a su entierro fue, de luto riguroso y muy compungido, Paco el Sardina, que vivía con la Eulogia en Carabanchel Bajo.
– ¡Es que no somos nadie! ¿Eh? -le decía en el entierro el Sardina a un hermano de don Braulio que había venido de Astorga para asistir al sepelio,
– ¡Ya, ya!
– La vida es lo que tiene, ¿verdad, usted?
– Sí, si, ya lo creo, eso es lo que tiene -le contestaba don Bruno, el hermano de don Braulio, en el autobús camino del Este.
– Era bueno este hermano de usted, que en paz descanse.
– Hombre, sí. Si fuera malo lo hubiera deslomado a usted.
– ¡Pues también es verdad!
– ¡Claro que también! Pero lo que yo digo: en este vida hay que ser tolerantes.
El Sardina no contestó. Por dentro iba pensando que el don Bruno era un tío moderno.
– ¡Ya lo creo! ¡Éste es un tío la mar de moderno! ¡Queramos o no queramos, esto es lo moderno, qué contra!
A don Ricardo Sorbedo, los argumentos de la novia no le convencían mucho.
– Sí, chica, pero a mí las hambres del alcalde de Cork no me alimentan, te lo juro.
– Pero no te apures, hombre, no eches los pies por alto, no merece la pena. Además, ya sabes que no hay mal que cíen años dure.
Cuando tuvieron esta conversación, don Ricardo Sorbedo y Maribel estaban sentados ante dos blancos, en una tasca que hay en la calle Mayor, cerca del Gobierno Civil, en la otra acera. La Maribel tenía una peseta y le había dicho a don Ricardo:
– Vamos a tomarnos un blanco en cualquier lado. Ya está una harta de callejear y de coger frío.
– Bueno, vamos a donde tú quieras.
La pareja estaba esperando a un amigo de don Ricardo, que era poeta y que algunas veces los invitaba a café con leche e incluso a un bollo suizo. El amigo de don Ricardo era un joven que se llamaba Ramón Maello y que no es que nadase en la abundancia, pero tampoco pasaba lo que se dice hambre. El hombre, que era hijo de familia, siempre se las arreglaba para andar con unas pesetas en el bolsillo. El chico vivía en la calle de Apodaca, encima de la mercería de Trini y, aunque no se llevaba muy bien con su padre, tampoco se había tenido que marchar de casa. Ramón Maello andaba algo delicado de salud y haberse marchado de su casa le hubiera costado la vida.
– Oye, ¿tú crees que vendrá?
– Sí, mujer, el Ramón es un chico serio. Está un poco en la luna, pero también es serio y servicial, ya verás como viene.
Don Ricardo Sorbedo bebió un traguito y se quedó pensativo.
– Oye, Maribel, ¿a qué sabe esto? La Maribel bebió también.
– Chico, no sé. A mi me parece que a vino. Don Ricardo sintió, durante unos segundos, un asco tremendo por su novia.
– ¡Esta tía es como una calandria! -pensó. La Maribel ni se dio cuenta. La pobre casi nunca se daba cuenta de nada.
– Mira qué gato más hermoso. Ése sí que es un gato feliz, ¿verdad?
El gato -un gato negro, lustroso, bien comido y bien dormido- se paseaba, paciente y sabio como un abad, por el reborde del zócalo, un reborde noble y antiguo que tenía lo menos cuatro dedos de ancho.
– A mí me parece que este vino sabe a té, tiene el mismo sabor que el té.
En el mostrador, unos chóferes de taxi se bebían sus vasos.
– ¡Mira, mira! Es pasmoso que no caiga. En un rincón otra pareja se adoraba en silencio, mano sobre mano, un mirar fijo en el otro mirar.
– Yo creo que cuando se tiene la barriga vacía todo sabe a
té.
Un ciego se paseó por entre las mesas cantando los cuarenta iguales.
– ¡Qué pelo negro más bonito! ¡Casi parece azul! ¡Vaya gato!
De la calle se colaba, al abrir la puerta, un vientecillo frío mezclado con el ruido de los tranvías, aún más frío todavía.
– Al té sin azúcar, al té que toman los que padecen del estómago.
El teléfono comenzó a sonar estrepitosamente.
– Es un gato equilibrista, un gato que podría trabajar en el circo.
El chico del mostrador se secó las manos con su mandil de rayas verdes y negras y descolgó el teléfono.
– El té sin azúcar, más propio parece para tomar baños de asiento que para ser ingerido.
El chico del mostrador cogió el teléfono y gritó:
– ¡Don Ricardo Sorbedo!
Don Ricardo le hizo una seña con la mano.
– ¿Eh?
– ¿Es usted don Ricardo Sorbedo?
– Si. ¿tengo algún recado?
– Sí, de parte de Ramón que no puede venir, que se le ha puesto la mamá mala.
En la tahona de la calle de San Bernardo, en la diminuta oficina donde se llevan las cuentas, el señor Ramón habla con su mujer, la Paulina, y con don Roberto González, que ha vuelto al día siguiente, agradecido a los cinco duros del patrón, a ultimar algunas cosas y dejar en orden unos asientos.
El matrimonio y don Roberto charlan alrededor de una estufa de serrín, que da bastante calor. Encima de la estufa hierven, en una lata vacía de atún, unas hojas de laurel.
Don Roberto tiene un día alegre, cuenta chistes a los panaderos.
– Y entonces el delgado va y le dice al gordo: "¡Usted es un cochino!", y el gordo se vuelve y le contesta: "Oiga, oiga, ¡a ver si se cree usted que huelo siempre así!"
La mujer de don Ramón está muerta de risa, le ha entrado el hipo y grita, mientras se tapa los ojos con las dos manos:
– ¡Calle, calle, por el amor de Dios! Don Roberto quiere remachar su éxito.
– ¡Y todo eso dentro de un ascensor! La mujer llora, entre grandes carcajadas, y se echa atrás en la silla.
– ¡Calle, calle!
Don Roberto también se ríe.
– ¡El delgado tenía cara de pocos amigos!
El señor Ramón, con las manos cruzadas sobre el vientre y la colilla en los labios, mira para don Roberto y para la Paulina.
– ¡Este don Roberto, tiene unas cosas cuando está de buenas!
Don Roberto está infatigable.
– ¡Y aún tengo otro preparado, señora Paulina!
– ¡Calle, calle, por amor de Dios!
– Bueno, esperaré a que se reponga un poco, no tengo prisa.
La señora Paulina, golpeándose los recios muslos con las palmas de las manos, aún se acuerda de lo mal que olía el señor gordo.
Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
– Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
– Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
– No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla. La mujer era la imagen de la paciencia.
– ¿Quieres lavarte las manos?