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– No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.

– Tranquilízate.

– No puedo, huele a cebolla.

– Anda, procura dormir un poco.

– No podría, todo me huele a cebolla.

– ¿Quieres un vaso de leche?

– No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme, morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.

– No digas tonterías.

– ¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla! El hombre se echó a llorar.

– ¡Huele a cebolla!

– Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.

– ¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!

La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.

– ¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!

– Como quieras.

La mujer cerró la ventana.

– Quiero agua en una taza; en un vaso, no.

La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.

La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.

El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.

– ¡Ay!

El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacia.

Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.

– ¿Qué pasa?

La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:

– Nada, que olía un poco a cebolla.

Seoane, antes de ir a tocar el violín al Café de doña Rosa, se pasa por una óptica. El hombre quiere enterarse del precio de las gafas ahumadas; su mujer tiene unos ojos cada vez peor.

– Vea usted, fantasía con cristales Zeiss, doscientas cincuenta pesetas.

Seoane sonríe con amabilidad.

– No, no, yo las quiero más económicas.

– Muy bien, señor. Este modelo quizá le agrade; ciento setenta y cinco pesetas.

Seoane no había dejado de sonreír.

– No, no me explico bien; yo quisiera ver unas de tres a cuatro duros.

El dependiente lo mira con profundo desprecio. Lleva bata blanca y unos ridículos lentes de pinzas, se peina con raya al medio y mueve el culito al andar.

– Eso lo encontrará usted en una droguería. Siento no poder servir al señor.

¾Bueno, adiós; usted perdone.

Seoane se va parando en los escaparates de las droguerías.

Algunas un poco más ilustradas, que se dedican también a revelar carretes de fotos, tienen, efectivamente, gafas de color en las vitrinas.

– ¿Tiene gafas de tres duros?

La empleada es una chica mona, complaciente.

– Sí, señor, pero no se las recomiendo; son muy frágiles. Por poco más, podemos ofrecerle a usted un modelo que está bastante bien.

La muchacha rebusca en los cajones del mostrador y saca unas bandejas.

– Vea, veinticinco pesetas, veintidós, treinta, cincuenta, dieciocho (éstas son un poco peores), veintisiete…

Seoane sabe que en el bolsillo no lleva más que tres duros.

– Éstas de dieciocho, ¿dice usted que son malas?

– Sí, no compensa lo que se ahorra. Las de veintidós ya son otra cosa.

Seoane sonríe a la muchacha.

– Bien, señorita, muchas gracias, lo pensaré y volveré por aquí. Siento haberla molestado.

– Por Dios, caballero, para eso estamos.

A Julita, allá en el fondo de su corazón, le remuerde un poco la conciencia. Las tardes en casa de doña Celia se le presentan, de pronto, orladas de todas las maldiciones eternas.

Es sólo un momento, un mal momento; pronto vuelve a su ser. La lagrimita que, por poco, se le cae mejilla abajo, puede ser contenida.

La muchacha se mete en su cuarto y saca del cajón de la cómoda un cuaderno forrado de hule negro, donde lleva unas extrañas cuentas. Busca un lápiz, anota unos números y sonríe ante el espejo: la boca fruncida, los ojos entornados, las manos en la nuca, sueltos los botones de la blusa.

Está guapa Julita, muy guapa, mientras guiña un ojo al espejo…

– Hoy llegó Ventura al empate.

Julia sonríe, mientras el labio de abajo se le estremece; hasta la barbilla le tiembla un poquito.

Guarda su cuadernito y sopla un poco las tapas para quitarles el polvo.

– La verdad es que voy a una marcha que ya, ya… Al tiempo de echar la llave, que lleva adornada con un lacito rosa, piensa casi compungida:

– ¡Este Ventura es insaciable!

Sin embargo -¡lo que son las cosas!-, cuando va a salir de la alcoba, un chorro de optimismo le riega el alma.

Martín se despide de Nati Robles y va hacia el Café de donde lo echaron el día anterior por no pagar.

– Me quedan ocho duros y pico -piensa-; yo no creo que sea robar comprarme unos pitillos y darle una lección a esa tía asquerosa del Café. A Nati le puedo regalar un par de grabaditos que me cuesten cinco o seis duros.

Toma un 17 y se acerca hasta la Glorieta de Bilbao. En el espejo de una peluquería se atusa un poco el pelo y se pone derecho el nudo de la corbata.

– Yo creo que voy bastante bien…

Martín entra en el Café por la misma puerta por donde ayer salió; quiere que le toque el mismo camarero, hasta la misma mesa, si fuera posible.

En el Café hace un calor denso, pegajoso. Los músicos tocan "La cumparsita", tango que para Martín tiene ciertos vagos, remotos, dulces recuerdos. La dueña, por no perder la costumbre, grita entre la indiferencia de los demás, levantando los brazos al cielo, dejándolos caer pesadamente, estudiadamente, sobre el vientre. Martín se sienta a una mesa contigua a la de la escena. El camarero se le acerca.

– Hoy está rabiosa; si lo ve va a empezar a tirar coces.

– Allá ella. Tome usted un duro y tráigame café. Una veinte de ayer y una veinte de hoy, dos cuarenta; quédese con la vuelta; yo no soy ningún muerto de hambre.

El camarero se quedó cortado; tenia más cara de bobo que de costumbre. Antes de que se aleje demasiado, Martín lo vuelve a llamar. -Que venga el limpia.

– Bien. Martín insiste.

– Y el cerillero.

– Bien.

Martín ha tenido que hacer un esfuerzo tremendo; le duele un poco la cabeza, pero no se atreve a pedir una aspirina.

Doña Rosa habla con Pepe, el camarero, y mira, estupefacta, para Martín. Martín hace como que no ve.

Le sirven, bebe un par de sorbos y se levanta, camino del retrete. Después no supo si fue allí donde sacó el pañuelo que llevaba en el mismo bolsillo que el dinero.

De vuelta a su mesa se limpió los zapatos y se gastó un duro en una cajetilla de noventa.

– Esta bazofia que se la beba la dueña, ¿se entera?; esto es una malta repugnante.

Se levantó, casi solemne, y cogió la puerta con un gesto lleno de parsimonia.

Ya en la calle, Martín nota que todo el cuerpo le tiembla.

Todo lo da por bien empleado; verdaderamente se acaba de portar como un hombre.

Ventura Aguado Sans dice a su compañero de pensión don Tesifonte Ovejero, capitán de Veterinaria:

– Desengáñese usted, mi capitán, en Madrid lo que sobran son asuntos. Y ahora, después de la guerra, más que nunca. Hoy dia, la que más y la que menos hace lo que puede. Lo que hay es que dedicarles algún ratillo al día, ¡qué caramba! ¡No se pueden pescar truchas a bragas enjutas!

– Ya, ya; me hago cargo.

– Naturalmente, hombre, naturalmente. ¿Cómo quiere usted divertirse si no pone nada de su parte? Las mujeres, descuide, no van a venir a buscarle a usted. Aquí todavía no es como en otros lados.

– Si, eso sí.

– ¿Entonces? Hay que espabilarse, mi capitán, hay que tener arrestos y cara, mucha cara. Y sobre todo, no decepcionarse con los fracasos. ¿Que una falla? Bueno, ¿y qué? Ya vendrá otra detrás.

Don Roque manda un aviso a Lola, la criada de la pensionista doña Matilde: "Pásate por Santa Engracia a las ocho. Tuyo, R."

La hermana de Lola, Josefa López, había sido criada durante bastantes años en casa de doña Soledad Castro de Robles. De vez en cuando decía que se iba al pueblo y se metia en la Maternidad a pasar unos días. Llegó a tener cinco hijos que le criaban de caridad unas monjas de Chamartin de la Rosa: tres de don Roque, los tres mayores; uno del hijo mayor de don Francisco, el cuarto, y el último de don Francisco, que fue el que tardó más en descubrir el filón. La paternidad de cada uno no ofrecía dudas.

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