– Yo seré lo que sea -solía decir la Josefa -, pero a quien me da gusto no le pongo cuernos. Cuando una se harta, se tarifa y en paz; pero mientras tanto, como las palomas, uno con una.
La Josefa fue una mujer hermosa, un poco grande. Ahora tiene una pensión de estudiantes en la calle de Atocha y vive con los cinco hijos. Malas lenguas de la vecindad dicen que se entiende con el cobrador del gas y que un dia puso muy colorado al chico del tendero, que tiene catorce años. Lo que haya de cierto en todo eso es muy difícil de averiguar.
Su hermana Lola es más joven, pero también es grande y pechugona. Don Roque le compra pulseras de bisutería y la convida a pasteles, y ella está encantada. Es menos honesta que la Josefa y parece ser que se entiende con algún pollo que otro. Un dia doña Matilde la cogió acostada con Ventura, pero prefirió no decir nada.
La chica recibió el papelito de don Roque, se arregló y se fue para casa de doña Celia.
– ¿No ha venido?
– No, todavía no; pasa aquí.
Lola entra en la alcoba, se desnuda y se sienta en la cama. Quiere darle una sorpresa a don Roque, la sorpresa de abrirle la puerta en cueros vivos.
Doña Celia mira por el ojo de la cerradura; le gusta ver cómo se desnudan las chicas. A veces, cuando nota mucho calor en la cara, llama a un lulú que tiene.
– ¡Pierrot! ¡Pierrot! ¡Ven a ver a tu amita!
Ventura abre un poco la puerta del cuarto que ocupa.
– Señora.
– Va.
Ventura mete a doña Celia tres duros en la mano.
– Que salga antes la señorita. Doña Celia dice a todo amén.
– Usted manda.
Ventura pasa a un cuarto ropero, a hacer tiempo, encendiendo un cigarrillo, mientras la muchacha se aleja, y la novia sale, mirando para el suelo, escaleras abajo.
– Adiós, hija.
– Adiós.
Doña Celia llama con los nudillos en la habitación donde aguarda Lola.
– ¿Quieres pasar a la alcoba grande? Se ha desocupado.
– Bueno.
Julita, al llegar a la altura del entresuelo, se encuentra con Roque.
– ¡Hola, hija! ¿De dónde vienes? Julita está pasada.
– De… la fotografía. Y tú, ¿a dónde vas?
– Pues… a ver a un amigo enfermo; el pobre está muy malo.
A la hija le cuesta trabajo pensar que el padre vaya a casa de doña Celia; al padre le pasa lo mismo.
– No, ¡qué tonto soy! ¡A quién se le ocurre! -piensa don Roque.
– Será cierto lo del amigo -piensa la niña-, papá tendrá sus planes, pero ¡también sería mala uva que se viniera a meter aquí!
Cuando Ventura va a salir, doña Celia lo detiene.
– Espere un momento, han llamado. Don Roque llega; viene algo pálido.
– ¡Hola! ¿Ha venido la Lola?
– Sí, está en la alcoba de delante.
Don Roque da dos ligeros golpes sobre la puerta.
– ¿Quién?
– Yo.
– Pasa.
Ventura Aguado sigue hablando, casi elocuentemente, con el capitán.
– Mire usted, yo tengo ahora un asuntillo bastante arregladito con una chica, cuyo nombre no hace al caso, que cuando la vi por primera vez pensé: "Aquí no hay nada que hacer". Fui hasta ella, por eso de que no me quedase la pena de verla pasar sin trastearla, le dije tres cosas y le pagué dos vermús con gambas, y ya ve usted, ahora la tengo como una corderita. Hace lo que yo quiero y no se atreve ni a levantar la voz. La conocí en el Barceló, el veintitantos de agosto pasado y, a la semana escasa, el día de mi cumpleaños, ¡zas, al catre! Si me hubiera estado como un gilí viendo cómo la camelaban y cómo le metían mano los demás, a estas horas estaba como usted.
– Si, eso está muy bien, pero a mí me da por pensar que eso no es más que cuestión de suerte. Ventura saltó en el asiento.
– ¿Suerte? ¡Ahí está el error! La suerte no existe, amigo mío, la suerte es como las mujeres, que se entrega a quienes la persiguen y no a quien las ve pasar por la calle sin decirles ni una palabra. Desde luego, lo que no se puede es estar aquí metido todo el santo día, como está usted, mirando para esa usurera del niño lila y estudiando las enfermedades de las vacas. Lo que yo le digo es que así no se va a ninguna parte.
Seoane coloca su violín sobre el piano, acaba de tocar "La cumparsita". Habla con Macario.
– Voy un momento al water.
Seoane marcha por entre las mesas. En su cabeza siguen dando vueltas los precios de las gafas.
– Verdaderamente, vale la pena esperar un poco. Las de veintidós son bastante buenas, a mi me parece.
Empuja con el pie la puerta donde se lee "Caballeros": dos tazas adosadas a la pared y una débil bombilla de quince bujías defendida con unos alambres. En su jaula, como un grillo, una tableta de desinfectante preside la escena.
Seoane está solo, se acerca a la pared, mira para el suelo.
¾¿Eh?
La saliva se le para en la garganta, el corazón le salta, un zumbido larguísimo se le posa en los oídos. Seoane mira para el suelo con mayor fijeza, la puerta está cerrada. Seoane se agacha precipitadamente. Sí, son cinco duros. Están un poco mojados, pero no importa. Seoane seca el billete con un pañuelo.
Al día siguiente volvió a la droguería.
– Las de treinta, señorita, deme las de treinta.
Sentados en el sofá, Lola y don Roque hablan. Don Roque está con el abrigo puesto y el sombrero encima de las rodillas. Lola, desnuda y con las piernas cruzadas. En la habitación arde un chubesqui, se está bastante caliente. Sobre la luna del armario se reflejan las figuras, hacen realmente una pareja extraña: don Roque, de bufanda y con el gesto preocupado; Lola, en cueros y de mal humor.
Don Roque está callado.
– Eso es todo.
Lola se rasca el ombligo y después se huele el dedo.
– ¿Sabes lo que te digo?
– Qué.
– Pues que tu chica y yo no tenemos nada que echarnos en cara, las dos podemos tratarnos de tú a tú. Don Roque grita:
– ¡Calla, te digo! ¡Que te calles!
– Pues me callo.
Los dos fuman. La Lola, gorda, desnuda y echando humo, parece una foca del circo.
– Eso de la foto de la niña es como lo de tu amigo enfermo.
– ¿Te quieres callar?
– ¡Venga ya, hombre, venga ya, con tanto callar y tanta monserga! ¡Si parece que no tenéis ojos en la cara! Ya dijimos en otro lado lo siguiente:
"Desde su marco dorado con purpurina, don Obdulio, enhiesto el bigote, dulce la mirada, protege, como un malévolo, picardeado diosecillo del amor, la clandestinidad que permite comer a su viuda."
Don Obdulio está a la derecha del armario, detrás de un macetero. A la izquierda, cuelga un retrato de la dueña, de joven, rodeada de perros lulús.
– Anda, vístete, no estoy para nada.
– Bueno. Lola piensa:
– La niña me la paga, ¡como hay Dios! ¡Vaya si me la paga!
Don Roque la pregunta:
– ¿Sales tú antes?
– No, sal tú, yo mientras me iré vistiendo.
Don Roque se va y Lola echa el pestillo a la puerta.
– Ahí donde está, nadie lo va a notar -piensa. Descuelga a don Obdulio y lo guarda en el bolso. Se arregla el pelo un poco en el lavabo y enciende un tritón.
El capitán Tesifonte parece reaccionar.
– Bueno… Probaremos fortuna…
– No va a ser verdad.
– Sí, hombre, ya lo verá usted. Un día que vaya usted de bureo, me llama y nos vamos juntos. ¿Hace?
– Hace, sí, señor. El primer día que me vaya por ahí, lo aviso.
El chamarilero se llama José Sanz Madrid. Tiene dos prenderías donde compra y vende ropas usadas y "objetos de arte", donde alquila smokings a los estudiantes y chaqués a los novios pobres.
– Métase ahí y pruébese, tiene donde elegir.
Efectivamente, hay donde elegir: colgados de cientos de
perchas, cientos de trajes esperan al cliente que los saque a tomar el aire.
Las prenderías están, una en la calle de los Estudios y otra, la más importante, en la calle de la Magdalena, hacia la mitad.
El señor José, después de merendar, lleva a Purita al cine, le gusta darse el lote antes de irse a la cama. Van al cine Ideal, enfrente del Calderón, donde ponen "Su hermano y él", de Antonio Vico, y "Un enredo de familia", de Mercedes Vecino, "toleradas" las dos. El cine Ideal tiene la ventaja de que es de sesión continua y muy grande, siempre hay sitio.