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El acomodador los alumbra con la linterna.

– ¿Dónde?

– Pues por aquí. Aquí estamos bien. Purita y el señor José se sientan en la última fila. El señor José pasa una mano por el cuello de la muchacha.

– ¿Qué me cuentas?

– Nada, ¡ya ves!

Purita mira para la pantalla. El señor José le coge las manos.

– Estás fría.

– Sí, hace mucho frío.

Están algunos instantes en silencio. El señor José no acaba de sentarse a gusto, se mueve constantemente en la butaca.

– Oye.

– Qué.

– ¿En qué piensas?

– Psché…

– No le des más vueltas a eso; lo del Paquito yo te lo arreglo, yo tengo un amigo que manda mucho en Auxilio Social, es primo del gobernador civil de no sé dónde.

El señor José baja la mano hasta el escote de la chica.

– ¡Ay, qué fría!

– No te apures, yo la calentaré.

El hombre pone la mano en la axila de Purita, por encima de la blusa.

– ¡Qué caliente tienes el sobaco!

– Sí.

Purita tiene mucho calor debajo del brazo, parece como si estuviera mala.

– ¿Y tú crees que el Paquito podrá entrar?

– Mujer, yo creo que si, que a poco que pueda mi amigo, ya entrará.

– ¿Y tú amigo querrá hacerlo?

El señor José tiene la otra mano en una liga de Purita. Purita, en el invierno, lleva liguero, las ligas redondas no se le sujetan bien porque está algo delgada. En el verano va sin medias; parece que no, pero supone un ahorro, ¡ya lo creo!

– Mi amigo hace lo que yo le mando, me debe muchos favores.

– ¡Ojalá! ¡Dios te oiga!

– Ya lo verás como sí.

La chica está pensando, tiene la mirada triste, perdida. El señor José le separa un poco los muslos, se los pellizca.

– ¡Con el Paquito en la guardería, ya es otra cosa!

El Paquito es el hermano pequeño de la chica. Son cinco hermanos y ella, seis: Ramón, el mayor, tiene veintidós años y está haciendo el servicio en África; Mariana, que la pobre está enferma y no puede moverse de la cama, tiene dieciocho; Julio, que trabaja de aprendiz en una imprenta, anda por los catorce; Rosita tiene once, y Paquito, el más chico, nueve. Purita es la segunda, tiene veinte años, aunque quizá represente alguno más.

Los hermanos viven solos. Al padre lo fusilaron, por esas cosas que pasan, y la madre murió, tísica y desnutrida, el año 41.

A Julio le dan cuatro pesetas en la imprenta. El resto se lo tiene que ganar Purita a pulso, callejeando todo el día, recalando después de la cena por casa de doña Jesusa.

Los chicos viven en un sotabanco de la calle de la Terne ra. Purita para en una pensión, asi está más libre y puede recibir recados por teléfono. Purita va a verlos todas las mañanas, a eso de las doce o la una. A veces, cuando no tiene compromiso, también almuerza con ellos; en la pensión le guardan la comida para que se la tome a la cena, si quiere.

El señor José tiene ya la mano, desde hace rato, dentro del escote de la muchacha.

– ¿Quieres que nos vayamos?

– ¡Si tú quieres!

El señor José ayuda a Purita a ponerse el abriguillo de algodón.

– Sólo un ratito, ¿eh?, la parienta está ya con la mosca en la oreja.

– Lo que tú quieras.

– Toma, para ti.

El señor José mete cinco duros en el bolso de Purita, un bolso teñido de azul que mancha un poco las manos.

– Que Dios te lo pague.

A la puerta de la habitación, la pareja se despide.

– Oye, ¿cómo te llamas?

– Yo me llamo José Sanz Madrid, ¿y tú?, ¿es verdad que te llamas Purita?

– Sí, ¿por qué te iba a mentir? Yo me llamo Pura Bartolomé Alonso.

Los dos se quedan un rato mirando para el paragüero,

– Bueno, ¡me voy!

– Adiós, Pepe, ¿no me das un beso?

¾Sí, mujer.

– Oye, ¿cuando sepas algo de lo del Paquito, me llamarás?

– Si, descuida, yo te llamaré a ese teléfono.

Doña Matilde llama a voces a sus huéspedes:

– ¡Don Tesi! ¡Don Ventura! ¡La cena! Cuando se encuentra con don Tesifonte, le dice:

– Para mañana he encargado hígado, ya veremos qué cara le pone.

El capitán ni la mira, va pensando en otras cosas.

– Si, puede que tenga razón ese chico. Estándose aquí como un bobalicón, pocas conquistas se pueden hacer, ésa es la verdad.

A doña Montserrat le han robado el bolso en la Reserva, ¡qué barbaridad!, ¡ahora hay ladrones hasta en las iglesias! No llevaba más que tres pesetas y unas perras, pero el bolso estaba aún bastante bien, en bastante buen uso.

Se había entonado ya el "Tantum ergo" -que el irreverente de José María, el sobrino de doña Montserrat, cantaba con la música del himno alemán- y en los bancos no quedaban ya sino algunas señoras rezagadas, dedicadas a sus particulares devociones.

Doña Montserrat medita sobre lo que acaba de leer: "Este jueves trae al alma fragancia de azucenas y también dulce sabor de lágrimas de contrición perfecta. En la inocencia fue un ángel, en la penitencia emuló las austeridades de la Tebaida…"

Doña Montserrat vuelve un poco la cabeza, y el bolso ya no está.

Al principio no se dio mucha cuenta, todo en su imaginación eran mutaciones, apariciones y desapariciones.

En su casa, Julita guarda otra vez el cuaderno y, como los huéspedes de doña Matilde, va también a cenar. La madre le da un cariñoso pellizco en la cara.

– ¿Has estado llorando? Tienes los ojos encarnados.

Julita contesta con un mohín.

– No, mamá, he estado pensando. Doña Visi sonríe con cierto aire pícaro.

– ¿En él?

– Sí.

Las dos mujeres se cogen del brazo.

– Oye, ¿cómo se llama?

– Ventura.

– ¡Ah, lagartona! ¡Por eso pusiste Ventura al chinito! La muchacha entorna los ojos.

– Sí.

– ¿Entonces lo conoces ya desde hace algún tiempo?

– Sí, hace ya mes y medio o dos meses que nos vemos de vez en cuando.

La madre se pone casi seria.

– ¿Y cómo no me habías dicho nada?

– ¿Para qué iba a decirte nada antes de que se me declarase?

– También es verdad. ¡Parezco tonta! Has hecho muy bien, hija, las cosas no deben decirse nunca hasta que suceden ya de una manera segura. Hay que ser siempre discretas.

A Julita le corre un calambre por las piernas, nota un poco de calor por el pecho.

– Si, mamá, ¡muy discretas!

Doña Visi vuelve a sonreír y preguntar.

– Oye, ¿y qué hace?

– Estudia Notarías.

– ¡Si sacase una plaza!

– Ya veremos si tiene suerte, mamá. Yo he ofrecido dos velas si saca una Notaría de primera, y una si no saca más que una de segunda.

– Muy bien hecho, hija mía, a Dios rogando y con el mazo dando, yo ofrezco también lo mismo. Oye… ¿Y cómo se llama de apellido?

– Aguado.

– No está mal, Ventura Aguado. Doña Visi ríe alborozada.

– ¡Ay, hija, qué ilusión! Julita Moisés de Aguado, ¿tú te das cuenta?

La muchacha tiene el mirar perdido.

– Ya, ya.

La madre, velozmente, temerosa de que todo sea un sueño que se vaya de pronto a romper en mil pedazos como una bombilla, se apresura a echar las falsas cuentas de la lechera.

– Y tu primer hijo, Julita, si es niño, se llamará Roque, como el abuelo, Roque Aguado Moisés. ¡Qué felicidad! ¡Ay, cuando lo sepa tu padre! ¡Qué alegría!

Julita ya está del otro lado, ya cruzó la corriente, ya habla de sí misma como de otra persona, ya nada le importa fuera del candor de la madre.

– Si es niña, le pondré tu nombre, mamá. También hace muy bien Visitación Aguado Moisés.

– Gracias, hija, muchas gracias, me tienes emocionada. Pero pidamos que sea varón; un hombre hace siempre mucha falta.

A la chica le vuelven a temblar las piernas.

– Si, mamá, mucha.

La madre habla con las manos enlazadas sobre el vientre.

– ¡Mira tú que si Dios hiciera que tuviese vocación!

– ¡Quién sabe!

Doña Visi eleva su mirada a las alturas. El cielo raso de la habitación tiene algunas manchas de humedad.

– La ilusión de toda mi vida, ¡un hijo sacerdote!

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