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Doña Visi es en aquellos momentos la mujer más feliz de Madrid. Coge a la hija de la cintura -de una manera muy semejante a como la coge Ventura en casa de doña Celia- y la balancea como a un niño pequeño.

– A lo mejor lo es el nietecito, chatita, ¡a lo mejor! Las dos mujeres ríen, abrazadas, mimosas.

– ¡Ay, ahora cómo deseo vivir!

Julita quiere adornar su obra.

– Sí, mamá, la vida tiene muchos encantos.

Julita baja la voz, que suena velada, cadenciosa.

– Yo creo que conocer a Ventura -los oídos de la muchacha zumban ligeramente- ha sido una gran suerte para mi.

La madre prefiere dar una muestra de sensatez.

– Ya veremos, hija, ya veremos. ¡Dios lo haga! ¡Tengamos fe! Si, ¿por qué no? Un nietecito sacerdote que nos edifique a todos con su virtud. ¡Un gran orador sagrado! ¡Mira tú que, si ahora que estamos de broma, después resulta que salen anuncios de los Ejercicios Espirituales dirigidos por el Reverendo Padre Roque Aguado Moisés! Yo sería ya una viejecita, hija mía, pero no me cabría el corazón en el pecho de orgullo.

– A mí tampoco, mamá.

Martín se repone pronto, va orgulloso de sí mismo.

– ¡Vaya lección! ¡Ja, ja!

Martín acelera el paso, va casi corriendo, a veces da un saltito.

– ¡A ver qué se le ocurre decir ahora a ese jabalí! El jabalí es doña Rosa.

Al llegar a la Glorieta de San Bernardo, Martín piensa en el regalo de Nati.

– A lo mejor está todavía Rómulo en la tienda.

Rómulo es un librero de viejo que tiene a veces, en su cuchitril, algún grabado interesante.

Martín se acerca hasta el cubil de Rómulo, bajando, a la derecha, después de la Universidad.

En la puerta cuelga un cartelito que dice: "Cerrado. Los recados por el portal". Dentro se ve luz, se conoce que Rómulo está ordenando las fichas o apartando algún encargo.

Martin llama con los nudillos sobre la puertecita que da al patio.

– ¡Hola, Rómulo!

– Hola, Martín, ¡dichosos los ojos! Martín saca tabaco, los dos hombres fuman sentados en torno al brasero que Rómulo sacó de debajo de la mesa.

– Estaba escribiendo a mi hermana, la de Jaén. Yo ahora vivo aquí, no salgo más que para comer; hay veces que no tengo gana y no me muevo de aquí en todo el día; me traen un café de ahi enfrente y en paz.

Martin mira unos libros que hay sobre una silla de enea, con el respaldo en pedazos, que ya no sirve más que de estante.

– Poca cosa.

– Sí, no es mucho. Eso de Romanones, "Notas de una vida", sí tiene interés, está muy agotado.

– Sí.

Martín deja los libros en el suelo.

– Oye, quería un grabado que estuviera bien.

– ¿Cuánto te quieres gastar?

– Cuatro o cinco duros.

– Por cinco duros te puedo dar uno que tiene gracia; no es muy grande, ésa es la verdad, pero es auténtico. Además lo tengo con marquito y todo, así lo compré. Si es para un regalo, te viene que ni pintiparado.

– Sí, es para dárselo a una chica.

– ¿A una chica? Pues como no sea una ursulina, ni hecho a la medida, ahora lo verás. Vamos a fumarnos el pitillo con calma, nadie nos apura.

– ¿Cómo es?

– Ahora lo vas a ver, es una Venus que debajo lleva unas figuritas. Tiene unos versos en toscano o en provenzal, yo no sé.

Rómulo deja el cigarro sobre la mesa y enciende la luz del pasillo. Vuelve al instante con una marco, que limpia con la manga del guardapolvo.

– Mira.

El grabado es bonito, está iluminado.

– Los colores son de la época.

– Eso parece.

– Sí, sí, de eso puedes estar seguro.

El grabado representa una Venus rubia, desnuda completamente, coronada de flores. Está de pie, dentro de una orla dorada. La melena le llega, por detrás, hasta las rodillas. Encima del vientre tiene la rosa de los vientos, es todo muy simbólico. En la mano derecha tiene una flor y en la izquierda, un libro. El cuerpo de la Venus se destaca sobre un cielo azul, todo lleno de estrellas. Dentro de la misma orla, hacia abajo, hay dos círculos pequeños, el de debajo del libro con un Tauro y el de debajo de la flor con una Libra. El pie del grabado representa una pradera rodeada de árboles. Dos músicos tocan, uno un laúd y otro un arpa, mientras tres parejas, dos sentadas y una paseando, conversan. En los ángulos de arriba, dos ángeles soplan con los carrillos hinchados. Debajo hay cuatro versos que no se entienden.

– ¿Qué dice aquí?

– Por detrás está, me lo tradujo Rodríguez Entrena, el catedrático de Cardenal Cisneros. Por detrás, escrito a lápiz, se lee:

Venus, granada en su ardor,

enciende los corazones gentiles donde hay un cantar.

Y con danzas y vagas fiestas por amor,

induce con un suave divagar.

– ¿Te gusta?

– Sí, a mí todas estas cosas me gustan mucho. El mayor encanto de todos estos versos es su imprecisión, ¿no crees?

– Sí, eso me parece a mí. Martín saca otra vez la cajetilla.

– ¡Bien andas de tabaco!

– Hoy. Hay dias que no tengo ni gota, que ando guardando las colillas de mi cuñado, eso lo sabes tú.

Rómulo no contesta, le parece más prudente, sabe que el tema del cuñado saca de quicio a Martin.

– ¿En cuánto me lo dejas?

– Pues mira, en veinte; te habia dicho veinticinco, pero si me das veinte te lo llevas. A mí me costó quince y lleva ya en el estante cerca de un año. ¿Te hace en veinte?

– Venga, dame un duro de vuelta.

Martín se lleva la mano al bolsillo. Se queda un instante parado, con las cejas fruncidas, como pensando. Saca el pañuelo que pone sobre las rodillas.

– Juraría que estaba aquí. Martín se pone de pie.

– No me explico…

Busca en los bolsillos del pantalón, saca los forros fuera.

– ¡Pues la he hecho buena! ¡Lo único que me faltaba!

– ¿Qué te pasa?

– Nada, prefiero no pensarlo.

Martín mira en los bolsillos de la americana, saca la vieja, deshilachada cartera, llena de tarjetas de amigos, de recortes de periódico.

– ¡La he pringado!

– ¿Has perdido algo?

– Los cinco duros…

Juita siente una sensación rara. A veces nota como un pesar, mientras que otras veces tiene que hacer esfuerzos para no sonreír.

– La cabeza humana -piensa- es un aparato poco perfecto. ¡Si se pudiera leer como en un libro lo que pasa por dentro de las cabezas! No, no; es mejor que siga todo así, que no podamos leer nada, que nos entendamos los unos con los otros sólo con lo que queramos decir, ¡qué carajo!, ¡aunque sea mentira!

A Julita, de cuando en cuando, le gusta decir a solas algún taco.

Por la calle van cogidos de la mano, parecen un tío con una sobrina que saca de paseo.

La niña, al pasar por la portería, vuelve la cabeza para el otro lado. Va pensando y no ve el primer escalón.

– ¡A ver si te desgracias!

– No.

Doña Celia les sale a abrir.

– ¡Hola, don Francisco!

– ¡Hola, amiga mía! Que pase la chica por ahí, quería hablar con usted.

– ¡Muy bien! Pasa por aquí, hija, siéntate donde quieras.

La niña se sienta en el borde de una butaca forrada de verde. Tiene trece años y el pecho le apunta un poco, como una rosa pequeñita que vaya a abrir. Se llama Merceditas Olivar Vallejo, sus amigas le llaman Merche. La familia le desapareció con la guerra, unos muertos, otros emigrados. Merche vive con una cuñada de la abuela, una señora vieja llena de puntillas y pintada como una mona, que lleva peluquín y que se llama doña Carmen. En el barrio a doña Carmen la llaman, por mal nombre, "Pelo de muerta". Los chicos de la calle prefieren llamarle "Saltaprados".

Doña Carmen vendió a Merceditas por cien duros, se la compró don Francisco, el del consultorio.

Al hombre le dijo:

– ¡Las primicias, don Francisco, las primicias! ¡Un clavelito!

Y a la niña:

– Mira, hija, don Francisco lo único que quiere es jugar, y además, ¡algún día tenía que ser! ¿No comprendes?

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