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Alfonsito reparte Madrid por algunas mesas.

Don Pablo saca las perras.

– ¿Hay algo?

– No sé, ahí verá.

Don Pablo extiende el periódico sobre la mesa y lee los titulares. Por, encima de su hombro, Pepe procura ente rarse.

La señorita Elvira hace una seña al chico.

– Déjame el de la casa, cuando acabe doña Rosa.

Doña Matilde, que charla con el cerillero mientras su amiga doña Asunción está en el lavabo, comenta despreciativa:

– Yo no sé para qué querrán enterarse tanto de todo lo que pasa. ¡Mientras aquí estemos tranquilos! ¿No le parece?

– Eso digo yo.

Doña Rosa lee las noticias de la guerra.

– Mucho recular me parece ése… Pero, en fin, ¡si al final lo arreglan! ¿Usted cree que al final lo arreglarán, Macario?

El pianista pone cara de duda.

¾No sé, puede ser que sí. ¡Si inventan algo que resulte bien!

Doña Rosa mira fijamente para el teclado del piano. Tiene el aire triste y distraído y habla como consigo misma, iguall que si pensara en alto.

¾Lo que hay es que los alemanes, que son unos caballeros corno Dios manda, se fiaron demasiado de los italianos, que tienen más miedo que ovejas. ¡No es más!

Suena la voz opaca, y los ojos, detrás de los lentes, parecen velados y casi soñadores.

¾Si yo hubiera visto a Hitler, le hubiera dicho: "¡No se fíe, no sea usted bobo, que ésos tienen un miedo que ni ven!"

Doña Rosa suspiró ligeramente.

¾¡Que tonta soy! Delante de Hitler, no me hubiera atrevido ni a levantar la voz…

A doña Rosa le preocupa la suerte de las armas alemanas. Lee con toda atención, día a día, el parte del Cuartel General del Führer, y relaciona, por una serie de vagos presentimientos que no se atreve a intentar ver claros, el destino de la Wehrmacht con el destino de su Café. Vega compra el periódico. Su vecino le pregunta:

¾¿Buenas noticias? Vega es un ecléctico.

¾Según para quién.

El echador sigue diciendo "¡Voy!" y arrastrando los pies por el suelo del Café.

¾Delante de Hitler me quedaría más azorada que una mona; debe ser un hombre que azora mucho; tiene una mi-rada como un tigre.

Doña Rosa vuelve a suspirar. El pecho tremendo le tapa el cuello durante unos instantes.

¾Ese y el Papa, yo creo que son los dos que azoran más.

Doña Rosa dio un golpecito con los dedos sobre la tapa del piano.

– Y después de todo, él sabrá lo que se hace; para eso tiene a los generales.

Doña Rosa está un momento en silencio y cambia la voz:

– ¡Bueno!

Levanta la cabeza y mira para Seoane:

– ¿Cómo sigue su señora de sus cosas? Va tirando; hoy parece que está un poco mejor.

– Pobre Sonsoles; ¡con lo buena que es! Sí, la verdad es que está pasando una mala temporada.

– ¿Le dio usted las gotas que le dijo don Francisco?

– Si, ya las ha tomado. Lo malo es que nada le queda dentro del cuerpo; todo lo devuelve.

– ¡Vaya por Dios!

Macario teclea suave y Seoane coge el violín.

– ¿Qué va?

– "La verbena", ¿le parece?

– Venga.

Doña Rosa se separa de la tarima de los músicos míen tras el violinista y el pianista, con resignado gesto de colegiales, rompen el tumulto del Café con los viejos compases, tantas veces -¡ay, Dios!- repetidos y repetidos.

¿Dónde vas con mantón de Manila,

dónde vas con vestido chiné?

Tocan sin papel. No hace falta.

Macario, como un autómata, piensa:

"Y entonces le diré: -Mira, hija, no hay nada que hacer: con un durito por las tardes y otro por las noches, y dos, cafes, tú dirás-. Ella, seguramente, me contestará: -No seas tonto, ya verás; con tus dos duros y alguna clase que me salga…-. Matilde, bien mirado, es un ángel; es igual que un ángel."

Macario, por dentro, sonríe; por fuera, casi, casi. Macaririo es un sentimental mal alimentado que acaba, por aquellos días, de cumplir los cuarenta y tres años. Seoane mira vagamente para los clientes del Café, y no piensa en nada. Seoane es un hombre que prefiere no pensar; lo que quiere es que el dia pase corriendo, lo más deprisa posible, y a otra cosa.

Suenan las nueve y media en el viejo reló de breves numneritos que brillan como si fueran de oro. El reló es un mueble casi suntuoso que se habia traído de la Exposición de París un marquesito tarambana y sin blanca que anduvo cortejando a doña Rosa, allá por el 905. El marquesito, que se llamaba Santiago y era Grande de España, murió tísico en El Escorial, muy joven todavía, y el reló quedó posado sobre el mostrador del Café, como para servir de recuerdo de unas horas que pasaron sin traer el hombre para doña Rosa y el comer caliente todos los dias, para el muerto. ¡La vida!.

Al otro extremo del local, doña Rosa riñe con grandes aspavientos a un camarero. Por los espejos, como a traición, los otros camareros miran la escena, casi despreocupados.

El Café, antes de media hora, quedará vacio. Igual que un hombre al que se le hubiera borrado de repente la memoria.

2

– Ande, largo.

– Adiós, muchas gracias; es usted muy amable.

– Nada. Vayase por ahi. Aqui no lo queremos ver más.

El camarero procura poner voz seria, voz de respeto. Tiene un marcado deje gallego que quita violencia, autoridad, a sus palabras, que tiñe de dulzor su seriedad. A los hombres blandos, cuando desde fuera se les empuja a la acritud, les tiembla un poquito el labio de arriba; parece como si se lo rozara una mosca invisible.

– Si quiere, le dejo el libro.

– No; lléveselo.

Martín Marco, paliducho, desmedrado, con el pantalón desflecado y la americana raída, se despide del camarero llevándose la mano al ala de su triste y mugriento sombrero gris.

– Adiós, muchas gracias; es usted muy amable.

– Nada. Vayase por ahí. Aquí no vuelva a arrimar. Martin Marco mira para el camarero; quisiera decir algo hermoso.

– En mí tiene usted un amigo.

– Bueno.

– Yo sabré corresponder.

Martín Marco se sujeta sus gafas de cerquillo de alambre y rompe a andar. A su lado pasa una muchacha que le resulta una cara conocida.

– Adiós.

La chica lo mira durante un segundo y sigue su camino. Es jovencita y muy mona. No va bien vestida. Debe de ser una sombrerera; las sombrereras tienen todas un aire casi distinguido; así como las buenas amas de cría son pasiegas y las buenas cocineras, vizcaínas, las buenas queridas, las que se pueden vestir bien y llevarlas a cualquier lado, suelen ser sombrereras.

Martín Marco tira lentamente por el bulevar abajo, camino de Santa Bárbara.

El camarero se para un instante en la acera, antes de empujar la puerta.

– ¡Va sin un real!

Las gentes pasan apresuradas, bien envueltas en sus gabanes, huyendo del frío.

Martín Marco, el hombre que no ha pagado el café y que mira la ciudad como un niño enfermo y acosado, mete las manos en los bolsillos del pantalón.

Las luces de la plaza brillan con un resplandor hiriente, casi inofensivo.

Don Roberto González, levantando la cabeza del grueso libro de contabilidad, habla con el patrón.

¾¿Le sería a usted igual darme tres duros á cuenta? Mañana es el cumpleaños de mi mujer.

El patrón es un hombre de buena sangre, un hombre honrado que hace sus estraperlos, como cada hijo de vecino, pero que no tiene hiél en el cuerpo.

¾Si, hombre. A mí, ¿qué más me da?

¾Muchas gracias, señor Ramón.

El panadero saca del bolsillo una gruesa cartera de piel de becerro y le da cinco duros a don Roberto.

¾Estoy muy contento con usted, González; las cuentas de la tahona marchan muy bien. Con esos dos duros de más, les compra usted unas porquerías a los niños.

El señor Ramón se queda un momento callado. Se rasca la cabeza y baja la voz.

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