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Las dos pensionistas, recostadas sobre el diván, miran para doña Pura.

Aún flotan en el aire, como globitos vagabundos, las ideas de los dos loros sobre el violinista.

¾Yo no sé cómo hay mujeres así; ésa es igual que un sapo. Se pasa el día sacándole el pellejo a tiras a todo el mundo y no se da cuenta de que si su marido la aguanta es por-que todavía le quedan algunos duros. El tal don Pablo es un punto filipino, un tío de mucho cuidado. Cuando mira para una, parece como si la desnudara.

¾Ya, ya.

¾Y aquella otra, la Elvira de marras, también tiene sus ronchas.

¾Porque lo que yo digo: no es lo mismo lo de su niña, la Paquita, que después de todo vive decentemente, aunque sin los papeles en orden, que lo de ésta, que anda por ahí rodando como una peonza y sacándole los cuartos cualquiera para malcomer.

¾Y además, no compare usted, doña Matilde, a ese pelao del don Pablo con el novio de mi hija, que es catedrático de Psicología, Lógica y Ética, y todo un caballero.

¾Naturalmente que no. El novio de la Paquita la respeta y la hace feliz y ella, que tiene un buen parecer y es simpática, pues se deja querer, que para eso está. Pero estas pelanduscas ni tienen conciencia ni saben otra cosa que abrir la boca para pedir algo. ¡Vergüenza les había de dar!

Doña Rosa sigue su conversación con los músicos. Gorda, abundante, su cuerpecillo hinchado se estremece de gozo al discursear; parece un gobernador civil.

– ¿Que tiene usted un apuro? Pues me lo dice y yo, si puedo, se lo arreglo. ¿Que usted trabaja bien y está ahí subido, rascando como Dios manda? Pues yo voy y, cuando toca cerrar, le doy su durito y en paz. ¡Si lo mejor es llevarse bien! ¿Por qué cree usted que yo estoy a matar con mi cuñado? Pues porque es un golfante, que anda por ahí de flete las veinticuatro horas del día y luego se viene a casa para comerse la sopa boba. Mi hermana, que es tonta y se lo aguanta, la pobre fue siempre así. ¡Anda que si da con migo! Por su cara bonita le iba a pasar yo que anduviese todo el día por ahí calentándose con las marmotas. ¡Sería bueno! Si mi cuñado trabajara, como trabajo yo, y arrimara el hombro y trajera algo para casa, otra cosa sería; pero el hombre prefiere camelar a la simple de la Visi y pegarse la gran vida sin dar golpe.

– Claro, claro.

– Pues eso. El andova es un zángano malcriado que nació para chulo. Y no crea usted que esto lo digo a sus espaldas, que lo mismo se lo casqué el otro dia en sus propias narices.

– Ha hecho usted bien.

– Y tan bien. ¿Por quién nos ha tomado ese muerto de hambre?

– ¿Va bien ese reló, Padilla?

– Sí, señorita Elvira.

– ¿Me da usted fuego? Todavía es temprano. El cerillero le dio fuego a la señorita Elvira.

¾Está usted contenta, señorita. ¿Usted cree?

¾Vamos, me parece a mí. La encuentro a usted más animada que otras tardes.

¾…¡Psché! A veces la mala uva pone buena cara.

La señorita Elvira tiene un aire débil, enfermizo, casi vicioso. La pobre no come lo bastante para ser ni viciosa ni virtuosa.

La del hijo muerto que se estaba preparando para Correos dice:

¾Bueno, me voy.

Don Jaime Arce, reverenciosamente, se levanta al po de hablar, sonriendo.

¾A sus pies, señora; hasta mañana si Dios quiere. La señora aparta una silla.

¾Adiós, siga usted bien.

¾Lo mismo digo, señora; usted me manda.

Doña Isabel Montes, viuda de Sanz, anda como una reina. Con su raida capita de quiero y no puedo, doña Isabel parece una gastada hetaira de lujo que vivió como las cigarras y no guardó para la vejez. Cruza el salón en silencio y se cuela por la puerta. La gente la sigue con una mirada donde puede haber de todo menos indiferencia; donde puede haber admiración, o envidia, o simpatía, o desconfianza, cariño, vaya usted a saber.

Don Jaime Arce ya no piensa ni en los espejos, ni en las viejas pudibundas, ni en los tuberculosos que albergará el Café (un 10% aproximadamente), ni en los afiladores de lápices, ni en la circulación de la sangre. A don Jaime Arce, a última hora de la tarde, le invade un sopor que le atonta.

¾¿Cuántas son siete por cuatro? Veintiocho. ¿Y seis por nueve? Cincuenta y cuatro. ¿Y el cuadrado de nueve? Cincuenta y uno. ¿Dónde nace el Ebro? En Reinosa, provincia de Santander. Bien.

Don Jaime Arce sonríe; está satisfecho de su repaso, y. mientras deslia unas colillas, repite por lo bajo:

– Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, Turismundo… ¿A que esto no lo sabe ese imbécil?

Ese imbécil es el joven poeta que sale, blanco como la cal, de su cura de reposo en el retrete.

– Deshilvanando, en aguas, el estio…

Enlutada, nadie sabe por qué, desde que casi era un niña, hace ya muchos años, y sucia y llena de brillantes que va len un dineral, doña Rosa engorda y engorda todos los años un poco, casi tan de prisa como amontona los cuartos.

La mujer es riquísima; la casa donde está el Café es suya, y en las calles de Apodaca, de Churruca, de Campoa mor, de Fuencarral, docenas de vecinos tiemblan como muchachos de la escuela todos los primeros de mes.

– En cuanto una se confia -suele decir-, ya están abusando. Son unos golfos, unos verdaderos golfos. ¡Si no hu biera jueces honrados, no sé lo que sería de una!

Doña Rosa tiene sus ideas propias sobre la honradez.

– Las cuentas claras, hijito, las cuentas claras, que son una cosa muy seria.

Jamás perdonó un real a nadie y jamás permitió que le pagaran a plazos.

– ¿Para qué están los desahucios -decía-, para que no se cumpla la ley? Lo que a mi se me ocurre es que si hay una ley es para que la respete todo el mundo; yo la primera. Lo otro es la revolución.

Doña Rosa es accionista de un Banco donde trae dé ca beza a todo el Consejo y, según dicen por el barrio, guarda baúles enteros de oro tan bien escondidos que no se lo en contraron ni durante la Guerra Civil.

El limpia acabó de limpiarle los zapatos a don Leonardo.

¾Servidor.

Don Leonardo mira para los zapatos y le da un pitillo de noventa.

¾Muchas gracias.

Don Leonardo no paga el servicio, no lo paga nunca. Se deja limpiar los zapatos a cambio de un gesto. Don Leonardo es lo bastante ruin para levantar oleadas de admiración entre los imbéciles. El limpia, cada vez que da brillo a los zapatos de don Leonardo, se acuerda de sus seis mil duros. En el fondo está encantado de haber podido sacar de un apuro a don Leonardo; por fuera le escuece un poco, casi nada.

¾Los señores son los señores, está más claro que el agua. Ahora anda todo un poco revuelto, pero al que es señor desde la cuna se le nota en seguida. Si Segundo Segura, el limpia, fuese culto, sería, sin duda, lector de Vázquez Mella.

Alfonsito, el niño de los recados, vuelve de la calle con el periódico.

¾Oye, rico, ¿dónde has ido por el papel?

Alfonsito es un niño canijo, de doce o trece años, que tiene el pelo rubio y tose constantemente. Su padre, que era periodista, murió dos años atrás en el Hospital del Rey. Su madre, que de soltera fue una señorita llena de remilgos, fregaba unos despachos de la Gran Via y comía en Auxilio Social.

¾Es que había cola, señorita.

¾Si, cola; lo que pasa es que ahora la gente se pone a hacer cola para las noticias, como si no hubiera otra cosa más importante que hacer. ¾Anda, ¡trae acá!

– Informaciones se acabó, señorita; le traigo Madrid.

– Es igual. ¡Para lo que se saca en limpio! ¿Usted entiende algo de eso de tanto Gobierno como anda suelto por el mundo, Seoane?

– ¡Psché!

– No, hombre, no; no hace falta que disimule; no hable si no quiere. ¡Caray con tanto misterio!

Seoane sonríe, con su cara amarga de enfermo del estómago, y calla. ¿Para qué hablar?

– Lo que pasa aquí, con tanto silencio y tanto sonreír, ya lo sé yo, pero que muy bien. ¿No se quieren convencer? ¡Allá ustedes! Lo que les digo es que los hechos cantan, ¡vaya si cantan!

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