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Martín escupe con fuerza y se para, el cuerpo apoyado contra la gris pared de una casa. Nada ve claro y hay momentos en los que no sabe si está vivo o muerto.

Martín está rendido.

La alcoba del matrimonio González tiene los muebles de chapa, un día agresiva y brilladora, hoy ajada y deslucida: la cama, las dos mesillas de noche, una consolita y el armario. Al armario nunca pudieron ponerle la luna y, en su sitio, la chapa se presenta cruda, desnuda, pálida y delatora.

La lámpara de globos verdes del techo aparece apagada. La lámpara de globos verdes no tiene bombilla, está de adorno. La habitación se alumbra con una lamparita sin tulipa que descansa sobre la mesa de noche de don Roberto.

A la cabecera de la cama, en la pared, un cromo de la Virgen del Perpetuo Socorro, regalo de boda de los compañeros de don Roberto en la Diputación, ha presidido ya cinco felices alumbramientos.

Don Roberto deja el periódico.

El matrimonio se besa con cierta pericia. Al cabo de los años, don Roberto y Filo han descubierto un mundo casi ilimitado.

– Oye, Filo, pero ¿has mirado el calendario?

– ¡Qué nos importa a nosotros el calendario, Roberto! ¡Si vieras como te quiero! ¡Cada día más!

– Bueno, pero ¿vamos a hacerlo… así?

– Sí, Roberto, así.

Filo tiene las mejillas sonrosadas, casi arrebatadas.

Don Roberto razona como un filósofo.

– Bueno, después de todo, donde comen cinco cachorros, bien pueden comer seis, ¿no te parece?

– Pues claro que sí, hijo, pues claro que sí. Que Dios nos dé salud, y lo demás…, pues mira. ¡Si no estamos un poco más anchos, estamos un poco más estrechos y en paz!

Don Roberto se quita las gafas, las mete en el estuche y las pone sobre la mesa de noche, al lado del vaso de agua, que tiene dentro, como un misterioso pez, la dentadura postiza.

– No te quites el camisón, te puedes enfriar.

– No me importa, lo que quiero es gustarte. Filo sonríe, casi con picardía.

– Lo que quiero es gustar mucho a mi maridito… Filo, en cueros, tiene todavía cierta hermosura.

– ¿Te gusto aún?

– Mucho, cada día me gustas más.

– ¿Qué te pasa?

– Me parecía que lloraba un niño.

– No, hija, están dormiditos. Sigue…

Martín saca el pañuelo y se lo pasa por los labios. En una boca de riego, Martín se agacha y bebe. Creyó que iba a estar bebiendo una hora, pero la sed pronto se le acaba.

El agua estaba fría, casi helada, con un poco de escarcha por los bordes.

Un sereno se le acerca, toda la cabeza envuelta en una bufanda.

– Conque bebiendo, ¿eh?

– ¡Pues, sí! Eso es… Bebiendo un poco…

– ¡Vaya nochecita! ¿Eh?

– ¡Ya lo creo, una noche de perros! El sereno se aleja y Martín, a la luz de un farol, busca en su sobre otra colilla en buen uso.

– El policía era un hombre bien amable. Ésa es la verdad. Me pidió la documentación debajo de un farol, se conoce que para que no me asustase. Además me dejó marchar en seguida. Seguramente habrá visto que yo no tengo aire de meterme en nada, que yo soy un hombre poco amigo de meterme en donde no me llaman; esta gente está muy acostumbrada a distinguir. Tenía un diente de oro y llevaba un abrigo magnifico. Sí, no hay duda que debía ser un gran muchacho, un hombre bien amable…

Martín siente un temblor por todo el cuerpo y nota que el corazón le late, otra vez con más fuerza, dentro del pecho.

– Esto se me quitaba a mí con tres duros.

El panadero llama a su mujer.

– ¡Paulina!

– ¡Qué quieres!

– ¡Trae la palangana!

– ¿Ya estamos?

– Ya. Anda, estáte callada y vente.

– ¡Voy, voy! Pues, hijo, ¡ni que tuvieras veinte años!

La alcoba de los panaderos es de recia carpintería de saludable nogal macizo, vigoroso y honesto como los amos. En la pared lucen, en sus tres marcos dorados iguales, una reproducción en alpaca de la Sagrada Cena, una litografía representando una Purísima de Murillo, y un retrato de boda con la Paulina de velo blanco, sonrisa y traje negro, y el señor Ramón de sombrero flexible, enhiesto mostacho y leontina de oro.

Martín baja por Alcántara hasta los chalets, tuerce por Ayala y llama al sereno.

– Buenas noches, señorito.

– Hola. No, ésa no.

A la luz de una bombilla se lee "Villa Filo". Martín tiene aún vagos, imprecisos, difuminados respetos familiares. Lo que pasó con su hermana… ¡Bien! A lo hecho, pecho, y agua pasada no corre molino. Su hermana no es ningún pendón. El cariño es algo que no se sabe dónde termina. Ni dónde empieza tampoco. A un perro se le puede querer más que a una madre. Lo de su hermana… ¡Bah! Después de todo, cuando un hombre se calienta no distingue. Los hombres en esto seguimos siendo como los animales.

Las letras donde se lee "Villa Filo" son negras, toscas, frías, demasiado derechas, sin gracia ninguna.

– Usted perdone, voy a dar la vuelta a Montesa.

– Como usted guste, señorito. Martin piensa:

– Este sereno es un miserable, los serenos son todos muy miserables, ni sonríen ni se enfurecen jamás sin antes calcularlo. Si supiera que voy sin blanca me hubiera echado a patadas, me hubiera deslomado de un palo.

Ya en la cama, doña María, la señora del entresuelo, habla con su marido. Doña María es una mujer de cuarenta o cuarenta y dos años. Su marido representa tener unos seis más.

– Oye, Pepe.

¾Qué.

– Pues que estás un poco despegado conmigo.

– ¡No, mujer!

– Sí, a mí me parece que sí.

– ¡Qué cosas tienes!

Don José Sierra no trata a su mujer ni bien ni mal, la trata como si fuera un mueble al que a veces, por esas manías que uno tiene, se le hablase como a una persona.

– Oye, Pepe.

– Qué.

– ¿Quién ganará la guerra?

– ¿A ti qué más te da? Anda, déjate ahora de esas cosas y duérmete.

Doña María se pone a mirar para el techo. Al cabo de un rato vuelve a hablar con su marido.

– Oye, Pepe.

– Qué.

– ¿Quieres que coja el pañito?

– Bueno, coge lo que quieras.

En la calle de Montesa no hay más que empujar la verja del jardín y tocar dentro, con los nudillos, sobre la puerta. Al timbre le falta el botón y el hierrito que queda suelto, a veces, corriente. Martín ya lo sabía de otras ocasiones.

– ¡Hola, doña Jesusa! ¿Cómo está usted?

– Bien, ¿y tú, hijo?

– ¡Pues ya ve! Oiga, ¿está la Marujita?

– No, hijo. Esta noche no ha venido, ya me extraña. A lo mejor viene todavía. ¿Quieres esperarla?

– Bueno, la esperaré. ¡Para lo que tengo que hacer!

Doña Jesusa es una mujer gruesa, amable, obsequiosa, con aire de haber sido guapetona, teñida de rubio, muy dispuesta y emprendedora.

– Anda, pasa con nosotras a la cocina, tú eres como de la familia.

– Si…

Alrededor del hogar donde cuecen varios pucheros de agua, cinco o seis chicas dormitan aburridas y con cara de no estar ni tristes ni contentas.

– ¡Qué frío hace!

– Ya, ya. Aqui se está bien, ¿verdad?

– Sí, ¡ya lo creo!, aquí se está muy bien. Doña Jesusa se acerca a Martín.

– Oye, arrímate al fogón, vienes helado. ¿No tienes abrigo?

– No.

– ¡Vaya por Dios!

A Martín no le divierte la caridad. En el fondo, Martín es también un nietzscheano.

– Oiga, doña Jesusa, ¿y la Uruguaya, tampoco está?

– Si, está ocupada; vino con un señor y con él se encerró, van de dormida.

– ¡Vaya!

– Oye, si no es indiscreción, ¿para que querías a la Marujita, para estar un rato con ella?

– No… Quería darle un recado.

– Anda, no seas bobo. ¿Es que… estás mal de fondos?

Martín Marco sonrió, ya estaba empezando a entrar en calor.

– Mal no, doña Jesusa, ¡peor!

– Tú eres tonto, hijo. ¡A estas alturas no vas a tener confianza conmigo, con!o que yo quería a tu pobre madre, que en Gloria esté!

Doña Jesusa dio en el hombro a una de las chicas que se calentaban al fuego, a una muchachita flacucha que estaba leyendo una novela.

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