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Martín va pensando, a veces habla en voz baja.

– No me explico -dice- cómo sigue habiendo criaditas de veinte años ganando doce duros.

Martín se acuerda de Petrita, con sus carnes prietas y su cara lavada, con sus piernas derechas y sus senos levantándole la blusita o el jersey.

– Es un encanto de criatura, haría carrera y hasta podría ahorrar algunos duros. En fin, mientras siga decente, mejor hace. Lo malo será cuando la tumbe cualquier pescadero o cualquier guardia de Seguridad. Entonces será cuando se dé cuenta de que ha estado perdiendo el tiempo. ¡Allá ella!

Martin sale por Lista y al llegar a la esquina del General Pardiñas le dan el alto, le cachean y le piden la documentación.

Martín iba arrastrando los pies, iba haciendo ¡clas! ¡clas! sobre las losas de la acera. Es una cosa que le entretiene mucho…

Don Mario de la Vega fue pronto a la cama, el hombre quería estar descansado al día siguiente, por si salía bien la maniobra que llevaba doña Ramona.

El hombre que iba a entrar cobrando dieciséis pesetas, no era cuñado de una muchacha que trabajaba de empaquetadora en la tipografía "El Porvenir", de la calle de la Madera, porque a su hermano Paco le había agarrado la tisis con saña.

– Bueno, muchacho, hasta mañana, ¿eh?

– Adiós, siga usted bien. Hasta mañana y que Dios le dé mucha suerte, le estoy a usted muy agradecido.

– De nada, hombre, de nada. El caso es que sepas trabajar.

– Procuraré, sí, señor.

Al aire de la noche, Petrita se queja, gozosa, toda la sangre del cuerpo en la cara.

Petrita quiere mucho al guardia, es su primer novio, el hombre que se llevó las primicias por delante. Allí en el pueblo, poco antes de venirse, la chica tuvo un pretendiente, pero la cosa no pasó a mayores.

– ¡Ay, Julio, ay, ay! ¡Ay, qué daño me haces! ¡Bestia! ¡Cachondo! ¡Ay, ay!

El hombre le muerde en la sonrosada garganta, donde se nota el tibio golpecito de la vida.

Los novios esperan unos momentos en silencio, sin moverse. Petrita parece como pensativa.

– Julio.

– Qué.

– ¿Me quieres?

El sereno de la calle de Ibiza se guarece bajo un portal que deja entornado por si alguien llama.

El sereno de la calle de Ibiza enciende la luz de la escalera; después se da aliento en los dedos, que le dejan al aire los mitones de lana, para desentumecerlos. La luz de la escalera se acaba pronto. El hombre se frota las manos y vuelve a dar la luz. Después saca la petaca y lía un pitillo.

Martín habla suplicante, acobardado, con precipitación. Martín está tembloroso como una vara verde.

– No llevo documentos, me los he dejado en casa. Yo soy escritor, yo me llamo Martín Marco. A Martín le da la tos. Después se ríe.

– ¡Je, je! Usted perdone, es que estoy algo acatarrado, eso es, algo acatarrado, ¡je, je!

A Martín le extraña que el policía no lo reconozca.

– Colaboro en la prensa del Movimiento, pueden ustedes preguntar en la Vicesecretaria, ahí en Genova. Mi último artículo salió hace unos días en varios periódicos de pro vincias: en Odiel, de Huelva; en Proa, de León; en Ofensiva, de Cuenca. Se llamaba Razones de la permanencia espiritual de Isabel la Católica,

El policía chupa su cigarrillo.

– Ande, siga. Vayase a dormir, que hace frío.

– Gracias, gracias.

– No hay de qué. Oiga. Martín creyó morir.

– Qué.

– Y que no se le quite la inspiración.

– Gracias, gracias. Adiós.

Martin aprieta el paso y no vuelve la cabeza, no se atreve. Lleva dentro del cuerpo un miedo espantoso que no se explica.

Don Roberto, mientras acaba de leer el periódico, acaricia, un poco por cumplido, a su mujer, que apoya la cabeza sobre su hombro. A los pies, en este tiempo, siempre se echan un viejo abrigo.

– Mañana qué es, Roberto, ¿un día muy triste o un día muy feliz?

– ¡Un día muy feliz, mujer!

Filo sonríe. En uno de los dientes de delante tiene una caries honda, negruzca, redondita.

– Sí, ¡bien mirado!

La mujer, cuando sonríe honestamente, emocionadamente, se olvida de su caries y enseña la dentadura.

– Sí, Roberto, es verdad. ¡Qué día más feliz mañana!

– ¡Pues claro, Filo! Y, además, ya sabes lo que yo digo, ¡mientras todos tengamos salud!

– Y la tenemos, Roberto, gracias a Dios.

– Sí, no podemos quejarnos. ¡Cuántos están peor! Nosotros, mal o bien, vamos saliendo. Yo no pido más.

– Ni yo, Roberto. Verdaderamente, muchas gracias tenemos que dar a Dios, ¿no te parece?

Filo está mimosa con su marido. La mujer es muy agradecida; el que le hagan un poco de caso le llena de alegría.

Filo cambia algo la voz,

– Oye, Roberto.

– Qué.

– Deja el periódico, hombre.

– Si tú quieres…

Filo coge a don Roberto de un brazo.

– Oye.

– Qué.

La mujer habla como una novia.

– ¿Me quieres mucho?

– ¡Pues claro, hijita, naturalmente que mucho! ¡A quién se le ocurre!

– ¿Mucho, mucho?

– Don Roberto deja caer las palabras como en un sermón; cuando ahueca la voz, para decir algo solemne, parece un orador sagrado.

– ¡Mucho más de lo que te imaginas!

Martín va desbocado, el pecho jadeante, las sienes con fuego, la lengua pegada al paladar, la garganta agarrotada, las piernas flaccidas, el vientre como una caja de música con la cuerda rota, los oídos zumbadores, los ojos más miopes que nunca.

Martin trata de pensar, mientras corre. Las ideas se empujan, se golpean, se atropellan, se caen y se levantan dentro de su cabeza, que ahora es grande como un tren, que no se explica por qué no tropieza en las dos filas de casas de la calle.

Martín, en medio del frío, siente en sus carnes un calor sofocante, un calor que casi no le deja respirar, un calor húmedo e incluso quizás amable, un calor unido por mil hilitos invisibles a otros calores llenos de ternura, rebosantes de dulces recuerdos.

¾Mi madre, mi madre, son los vahos de eucaliptus, los vahos de eucaliptus, haz más vahos de eucaliptus, no seas asi…

A Martín le duele la frente, le da unos latidos rigurosamente acompasados, secos, fatales.

¾¡Ay!

Dos pasos.

¾¡Ay!

Dos pasos.

¾¡Ay!

Dos pasos.

Martin se lleva la mano a la frente. Está sudando como un becerro, como un gladiador en el circo, como un cerdo en la matanza.

¾¡Ay!

Dos pasos más.

Martín empieza a pensar muy de prisa.

¾¿De qué tengo yo miedo? ¡Je, je! ¿De qué tengo yo miedo? ¿De qué, de qué? Tenía un diente de oro. ¡Je, je! ¿De qué, de qué? A mí me haría bien un diente de oro. ¡Qué lucido! ¡Je, je! ¡Yo no me meto en nada! ¡En nada! ¿Qué me pueden hacer a mí si yo no me meto en nada? ¡Je, je! ¡Qué tío! ¡Vaya un diente de oro! ¿Por qué tengo yo miedo? ¡No gana uno para sustos! ¡Je, je! De repente, ¡zas!, ¡un diente de oro! "¡Alto! ¡Los papeles!" Yo no tengo papeles. ¡Je, je! Tampoco tengo un diente de oro. ¡Je, je! En este país, a los escritores no nos conoce ni Dios. Paco, ¡ay, si Paco tuviera un diente de oro! ¡Je, je! "Sí, colabora, colabora, no seas bobo, ya darás cuenta, ya…" ¡Qué risa! ¡Je, je! ¡Esto es para volverse uno loco! ¡Éste es un mundo de locos! ¡De locos de atar! ¡De locos peligrosos! ¡Je, je! A mi hermana le hacía falta un diente de oro. Si tuviera dinero, mañana le regalaba un diente de oro a mi hermana. ¡Je, je! Ni Isabel la Católica, ni la Vicesecretaría, ni la permanencia espiritual de nadie. ¿Está claro? ¡Lo que yo quiero es comer! ¡Comer! ¿Es que hablo en latín? ¡Je, je! ¿O en chino? Oiga, póngame aquí un diente de oro. Todo el mundo lo entiende. ¡Je, je! Todo el mundo. ¡Comer! ¿Eh? ¡Comer! ¡Y quiero comprarme una cajetilla entera y no fumarme las colillas del bestia! ¿Eh? ¡Este mundo es una mierda! ¡Aquí todo Dios anda a lo suyo! ¿Eh? ¡Todos! ¡Los que más gritan, se callan en cuanto les dan mil pesetas al mes! O un diente de oro. ¡Je, je! ¡Y los que andamos por ahí tirados y malcomidos, a dar la cara y a pringar la marrana! ¡Muy bien! ¡Pero que muy bien! Lo que dan ganas es de mandar todo al cuerno, ¡qué coño!

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