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El solar mañanero de los niños alborotadores, camorristas, que andan a pedrada limpia todo el santo día, es, desde la hora de cerrar los portales, un edén algo sucio donde no se puede bailar, con suavidad, a los acordes de algún recóndito, casi ignorado, aparatito de radio; donde no se puede fumar el aromático deleitoso cigarrillo del preludio, donde no se pueden decir, al oído, fáciles ingeniosidades seguras, absolutamente seguras. El solar de los viejos y las viejas de después de comer, que vienen a alimentarse al sol, como los lagartos, es, desde la hora en que los niños y los matrimonios cincuentones se acuestan y se ponen a soñar, un paraíso directo donde no caben evasiones ni subterfugios, donde todo el mundo sabe a lo que va, donde se ama noblemente, casi con dureza, sobre el suelo tierno, en el que quedan, ¡todavía!, las rayitas que dibujó la niña que se pasó la mañana saltando a la pata coja, los redondos, los perfectos agujeros que cavó el niño que gastó avaramente sus horas muertas jugando a las bolas.

– ¿Tienes frío, Petrita?

– No, Julio; ¡estoy tan bien a tu lado!

– ¿Me quieres mucho?

– Mucho, no lo sabes tú bien.

Martín Marco vaga por la ciudad sin querer irse a la cama. No lleva encima ni una perra gorda y prefiere esperar a que acabe el Metro, a que se escondan los últimos amarillos y enfermos tranvías de la noche. La ciudad parece más suya, más de los hombres que, como él, marchan sin rumbo fijo con las manos en los vacíos bolsillos -en los bolsillos que, a veces, no están ni calientes-, con la cabeza vacía, con los ojos vacíos, y en el corazón, sin que nadie se lo explique, un vacío profundo e implacable.

Martín Marco sube por Torrijos hasta Diego de León, lentamente, casi olvidadamente, y baja por Príncipe de Vergara, por General Mola, hasta la plaza de Salamanca, con el Marqués de Salamanca en medio, vestido de levita y rodeado de un jardinillo verde y cuidado con mimo. A Martín Marco le gustan los paseos solitarios, las largas, cansadas caminatas por las calles anchas de la ciudad, por las mismas calles que de día, como por un milagro, se llenan -rebosantes como las tazas de los desayunos honestos- con las voces de los vendedores, los ingenuos y descocados cuplés de las criadas de servir, las bocinas de los automóviles, los llantos de los niños pequeños: tiernos, violentos, urbanos lobeznos amaestrados.

Martin Marco se sienta en un banco de madera y enciende una colilla que lleva envuelta, con otras varias, en un sobre que tiene un membrete que dice: "Diputación Provincial de Madrid. Negociado de Cédulas Personales".

Los bancos callejeros son corno una antología de todos los sinsabores y de casi todas las dichas: el viejo que descansa su asma, el cura que lee su breviario, el mendigo que se despioja, el albañil que almuerza mano a mano con su mujer, el tísico que se fatiga, el loco de enormes ojos soñadores, el músico callejero que apoya su cornetín sobre las rodillas, cada uno con su pequeñito o su grande afán, van dejando sobre las tablas del banco ese aroma cansado de las carnes que no llegan a entender del todo el misterio de la circulación de la sangre. Y la muchacha que reposa las consecuencias de aquel hondo quejido, y la señora que lee un largo novelón de amor, y la pequeña mecanógrafa que devora su bocadillo de butifarra y pan de tercera, y la cancerosa que aguanta su dolor, y la tonta de la boca entreabierta y dulce babita colgando, y la vendedora de baratijas que apoya la bandeja sobre el regazo, y la niña que lo que más le gusta es ver cómo mean los hombres…

El sobre de las colillas de Martín Marco salió de casa de su hermana. El pobre, bien mirado, es un sobre que ya no sirve para nada más que para llevar colillas, o clavos, o bicarbonato. Hace ya varios meses que quitaron las cédulas personales. Ahora hablan de dar unos carnets de identidad, con fotografía y hasta con huellas dactilares, pero eso lo más probable es que todavía yaya para largo. Las cosas del Estado marchan con lentitud.

Entonces Celestino, volviéndose hacia la fuerza, les dice:

– ¡Ánimo, muchachos! ¡Adelante por la victoria! ¡El que tenga miedo que se quede! ¡Conmigo no quiero más que hombres enteros, hombres capaces de dejarse matar por defender una idea!

La fuerza está en silencio, emocionada, pendiente de sus palabras. En los ojos de los soldados se ve el furioso brillo de las ganas de pelear.

– ¡Luchamos por una humanidad mejor! ¿Qué importa nuestro sacrificio si sabemos que no ha de ser estéril, si sabemos que nuestros hijos recogerán la cosecha de lo que hoy sembramos?

Sobre las cabezas de la tropa vuela la aviación contraria.

Ni uno solo se mueve.

– ¡Y a los tanques de nuestros enemigos, opondremos el temple de nuestros corazones! La fuerza rompe el silencio.

– ¡Muy bien!

– ¡Y los débiles, y los pusilánimes, y los enfermos, deberán desaparecer!

– ¡Muy bien!

– ¡Y los explotadores, y los especuladores, y los ricos!

– ¡Muy bien!

– ¡Y los que juegan con el hambre de la población trabajadora!

– ¡Muy bien!

– ¡Repartiremos el oro del Banco de España!

– ¡Muy bien!

– ¡Pero para alcanzar la ansiada meta de la victoria final, es preciso nuestro sacrificio en aras de la libertad!

– ¡Muy bien!

Celestino estaba más locuaz que nunca.

– ¡Adelante, pues, sin desfallecimientos y sin una sola claudicación!

– ¡Adelante!

– ¡…Luchamos por el pan y la libertad!

– ¡Muy bien!

– ¡Y nada más! ¡Que cada cual cumpla con su deber! ¡Adelante!

Celestino, de repente, sintió ganas de hacer una necesidad.

– ¡Un momento!

La fuerza se quedó un poco extrañada. Celestino dio una vuelta, tenía la boca seca. La fuerza empezó a desdibujarse, a hacerse un poco confusa… Celestino Ortiz se levantó de su jergón, encendió la luz del bar, tomó un traguito de sifón y se metió en el retrete.

Laurita ya se tomó su pippermint. Pablo ya se tomó un whisky. El violinista melenudo, probablemente, aún sigue rascando, con gesto dramático, su violín lleno de czardas sentimentales y de valses vieneses.

Pablo y Laurita están ya solos.

– ¿No me dejarás nunca, Pablo?

– Nunca, Laurita.

La muchacha es feliz, incluso muy feliz. Allá en el fondo de su corazón, sin embargo, se levanta como una inconcreta, como una ligera sombra de duda.

La muchacha se desnuda, lentamente, mientras mira al hombre con los ojos tristes, como una colegiala interna.

– ¿Nunca, de verdad?

– Nunca, ya lo verás.

La muchacha lleva una combinación blanca, bordada con florecitas de color de rosa.

– ¿Me quieres mucho?

– Un horror.

La pareja se besa de pie, ante el espejo del armario. Los pechos de Laurita se aplastan un poco contra la chaqueta del hombre.

– Me da vergüenza, Pablo. Pablo se ríe.

– ¡Pobrecita!

La muchacha lleva un sostén minúsculo.

– Suéltame aquí.

Pablo le besa la espalda, de arriba abajo.

– ¡Ay!

– ¿Qué te pasa?

Laurita sonríe, agachando un poco la cabeza.

– ¡Qué malo eres!

El hombre le vuelve a besar en la boca.

– Pero ¿no te gusta?

La muchacha siente hacia Pablo un agradecimiento profundo.

– Sí, Pablo, mucho. Me gusta mucho, muchísimo…

Martín siente frio y piensa ir a darse una vuelta por los hotelitos de la calle de Alcántara, de la calle de Montesa, de la calle de Las Naciones, que es una callejuela corta, llena de misterio, con árboles en las rotas aceras y paseantes pobres y pensativos, que se divierten viendo entrar y salir a la gente de las casas de citas, imaginándose lo que pasa dentro, detrás de los muros de sombrío ladrillo rojo.

El espectáculo, incluso para Martín, que lo ve desde dentro, no resulta demasiado divertido, pero se mata el tiempo. Además, de casa en casa, siempre se va cogiendo algo de calor.

Y algo de cariño también. Hay algunas chicas muy simpáticas, las de tres duros; no son muy guapas, ésa es la verdad, pero son muy buenas y amables, y tienen un hijo en los agustinos o en los jesuítas, un hijo por el que hacen unos esfuerzos sin límite para que no salga un hijo de puta, un hijo al que van a ver, de vez en cuando, algún domingo por la tarde, con un velito a la cabeza y sin pintar. Las otras, las de postín, son insoportables con sus pretensiones y con su empaque de duquesas; son guapas, bien es cierto, pero también son atravesadas y despóticas, y no tienen ningún hijo en ningún lado. Las putas de lujo abortan, y si no pueden, ahogan a la criatura en cuanto nace, tapándole la cabeza con una almohada y sentándose encima.

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