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Se duerme con la luz encendida, la señorita Elvira.

– ¡Pues, sí! ¡Qué pasa! Le di tres duros a cuenta, mañana es el cumpleaños de su señora.

El señor Ramón no consigue ponerse lo bastante enérgico; por más esfuerzos que hace, no consigue ponerse lo bastante enérgico.

– ¿Que qué pasa? ¡Tú bien lo sabes! ¿No te andas con ojo? ¡Allá tú! Yo siempre te lo tengo dicho, asi no salimos de pobres. ¡Mira tú que andar ahorrando para esto!

– Pero, mujer, si se los descuento después. ¿A mí qué más me da? ¡Si se los hubiera regalado!

– Sí, sí, se los descuentas. ¡Menos cuando te olvidas!

– ¡Nunca me he olvidado!

– ¿No? ¿Y aquellas siete pesetas de la señora Josefa? ¿Dónde están aquellas siete pesetas?

– Mujer, necesitaba una medicina. Aun así, ya ves cómo ha quedado.

– ¿Y a nosotros, qué se nos da que los demás anden malos? ¿Me quieres decir?

El señor Ramón apagó la colilla con el pie.

– Mira, Paulina, ¿sabes lo que te digo?

– Qué.

– Pues que en mis cuartos mando yo, ¿te das cuenta? Yo bien sé lo que me hago y tengamos la fiesta en paz.

La señora Paulina rezongó en voz baja sus últimas razones.

Victorita no consigue dormirse; le asalta el recuerdo de su madre, que es una bestia.

– ¿Cuándo dejas a ese tísico, niña?

– Nunca lo dejaré; los tísicos dan más gusto que los borrachos.

Victorita nunca se hubiera atrevido a decirle a su madre nada semejante. Sólo si el novio se pudiera curar… Si el novio se pudiera curar, Victorita hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa, todo lo que le hubieran pedido.

A vueltas en la cama, Victorita sigue llorando. Lo de su novio se arreglaba con unos duros. Ya es sabido: los tísicos pobres, pringan; los tísicos ricos, si no se curan del todo, por lo menos se van bandeando, se van defendiendo. El dinero no es fácil de encontrar, Victorita lo sabe muy bien. Hace falta suerte. Todo lo demás lo puede poner uno, pero la suerte no; la suerte viene si le da la gana, y lo cierto es que no le da la gana casi nunca.

Las treinta mil pesetas que le había ofrecido aquel señor, se perdieron porque el novio de Victorita estaba lleno de escrúpulos.

– No, no, a ese precio no quiero nada, ni treinta mil pesetas, ni treinta mil duros.

– ¿Y a nosotros qué más nos da? -le decía la muchacha-. No deja rastro y no se entera nadie.

– ¿Tú te atreverías?

– Por ti, sí. Lo sabes de sobra.

El señor de las treinta mil pesetas era un usurero de quien le habían hablado a Victorita.

– Tres mil pesetas te las presta fácil. Las vas a estar pagando toda la vida, pero te las presta fácil.

Victorita fue a verlo; con tres mil pesetas se hubieran podido casar. El novio aún no estaba malo; cogía sus catarros, tosía, se cansaba, pero aún no estaba malo, aún no había tenido que meterse en la cama.

– ¿De modo, hija, que quieres tres mil pesetas?

– Sí, señor.

– ¿Y para qué las quieres?

– Pues ya ve usted, para casarme.

– ¡Ah, conque enamorada! ¿Eh?

– Pues, sí…

– ¿Y quieres mucho a tu novio?

– Sí, señor.

– ¿Mucho, mucho?

– Sí, señor, mucho.

– ¿Más que a nadie?

– Sí, señor, más que a nadie.

El usurero dio dos vueltas a su gorrito de terciopelo verde. Tenía la cabeza picuda, como una pera, y el pelo descolorido, lacio, pringoso.

– Y tú, hija, ¿estás virgo? Victorita se puso de mala uva.

– ¿Y a usted qué leche le importa?

– Nada, hijita, nada. Ya ves, curiosidad… ¡Caray con las formas! Oye, ¿sabes que eres bastante mal educada?

– ¡Hombre, usted dirá! El usurero sonrió.

– No, hija, no hay que ponerse así. Después de todo, si tienes o no tienes el virgo en su sitio, eso es cosa tuya y de tu novio.

– Eso pienso yo.

– Pues por eso.

Al usurero le brillaban los ojitos como a una lechuza.

– Oye.

– Qué.

– Y si yo te diera, en vez de tres mil pesetas, treinta mil, ¿tú que harías?

Victorita se puso sofocada.

– Lo que usted me mandase.

– ¿Todo lo que yo te mandase?

– Sí, señor, todo.

– ¿Todo?

– Todo, sí, señor.

– ¿Y tu novio, qué me haría?

– No sé; si quiere, se lo pregunto. Al usurero le brotaron en las pálidas mejillas unas rosetitas de arrebol.

– Y tú, rica, ¿sabes lo que yo quiero?

– No, señor; usted dirá.

El usurero tenía un ligero temblorcillo en la voz.

– Oye, sácate las tetitas.

La muchacha se sacó las tetitas por el escote.

– ¿Tú sabes lo que son treinta mil pesetas?

– Sí, señor.

– ¿Las has visto alguna vez juntas?

– No, señor, nunca.

– Pues yo te las voy a enseñar. Es cuestión de que tú quieras; tú y tu novio.

Un aire abyecto voló, torpemente, por la habitación, rebotando de mueble en mueble, como una mariposa moribunda.

– ¿Hace?

Victorita sintió que un chorro de desvergüenza le subía a la cara.

– Por mi, sí. Por seis mil duros soy capaz de pasarme toda la vida obedeciéndole a usted. ¡Y más vidas que tuviera!

– ¿Y tu novio?

– Ya se lo preguntaré, a ver si quiere.

El portal de doña María se abre y de él sale una muchachita, casi una niña, que cruza la calle.

– ¡Oye, oye! ¡Si parece que ha salido de esta casa! El guardia Julio García se aparta del sereno, Gumersindo Vega.

– ¡Suerte!

– Es lo que hace falta.

El sereno, al quedarse solo, se pone a pensar en el guardia. Después se acuerda de la señorita Pirula. Después, del chuzazo que le arreó en los riñones, el verano pasado, a un lila que andaba propasándose. Al sereno le da la risa.

– ¡Cómo galopaba el condenado!

Doña María bajó la persiana.

– ¡Ay, qué tiempos! ¡Cómo está todo el mundo! Después se calló unos instantes.

– ¿Qué hora es ya?

– Son ya cerca de las doce. Anda, vamonos a dormir, será lo mejor.

– ¿Nos vamos a acostar?

– Sí, será lo mejor.

Filo recorre las camas de los hijos, dándoles la bendición. Es, ¿cómo diríamos?, es una precaución que no deja de tomarse todas las noches.

Don Roberto lava su dentadura postiza y la guarda en un vaso de agua, que cubre con un papel de retrete, al que da unas vueltecitas rizadas por el borde, como las de los cartuchos de almendras. Después se fuma el último pitillo. A don Roberto le gusta fumarse todas las noches un pitillo, ya en la cama y sin los dientes puestos.

– No me quemes las sábanas.

– No, mujer.

El guardia se acerca a la chica y la coge de un brazo.

– Pensé que no bajabas.

– ¡Ya ves!

– ¿Por qué has tardado tanto?

– ¡Pues mira! Los niños no se querían dormir. Y después el señorito: "¡Petrita, tráeme agua!, ¡Petrita, tráeme el tabaco del bolsillo de la chaqueta!, ¡Petrita, tráeme el periódico que está en el recibidor!" ¡Creí que iba a estar toda la noche pidiéndome cosas!

Petrita y el guardia desaparecen en una bocacalle, camino de los solares de la Plaza de Toros.

Un vientecillo frío le sube a la muchacha por las piernas tibias.

Javier y Pirula fuman los dos un solo cigarrillo. Es ya el tercero de la noche.

Están en silencio y se besan, de cuando en cuando, con voluptuosidad, con parsimonia.

Echados sobre el diván, con las caras muy juntas, tienen los ojos entornados mientras se complacen en pensar, vagarosamente, en nada o en casi nada.

Llega el instante en que se dan un beso más largo, más profundo, más desbordado. La muchacha respira hondamente, como quejándose. Javier la coge del brazo, como a una niña, y la lleva hasta la alcoba.

El lecho tiene la colcha de moaré, sobre la que se refleja la silueta de una araña de porcelana, de color violeta clarito, que cuelga del techo. Al lado de la cama arde una estufita eléctrica.

Un airecillo templado le sube a la muchacha por las piernas tibias.

– ¿Está eso en la mesa de noche?

¾Sí… No hables…

Desde los solares de la Plaza de Toros, incómodo refugio de las parejas pobres y llenas de conformidad, como los feroces, los honestísimos amantes del Antiguo Testamento, se oyen -viejos, renqueantes, desvencijados, con la carrocería destornillada y los frenos ásperos y violentos- los tranvías que pasan, no muy lejanos, camino de las cocheras.

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