– Vamos a meternos aqui, hace frío para andar paseando.
– Bueno.
Victorita y el señor entraron en el Café San Bernardo y se sentaron a una mesa del fondo, uno frente al otro.
– ¿Qué quiere usted que pidamos?
– Un café calentito.
Cuando el camarero se acercó, el señor le dijo:
– A la señorita tráigale un exprés con leche y un tortel; a mí déme uno solo.
El señor sacó una cajetilla de rubio.
– ¿Fuma?
– No, yo no fumo casi nunca.
– ¿Qué es casi nunca?
– Bueno, pues que fumo de vez en cuando, en Nochebuena…
El señor no insistió, encendió su cigarrillo y guardó la cajetilla.
– Pues si, señorita, si de mí dependiese, usted y su novio se casaban mañana sin falta. Victorita lo miró.
– ¿Y por qué quiere usted casarnos? ¿Qué saca usted con eso?
– No saco nada, señorita. A mi, como usted comprenderá, ni me va ni me viene con que usted se case o siga soltera. Si se lo decía es porque me figuraba que a usted le agradaría casarse con su novio.
– Pues si me agradaría. ¿Por qué voy a mentirle?
– Hace usted bien, hablando se entiende la gente. Para lo que yo quiero hablarle a usted, nada importa que sea casada o soltera.
El señor tosió un poquito.
– Estamos en local público, rodeados de gente y separados por esta mesa.
El señor rozó un poco con sus piernas las rodillas de Victorita.
– ¿Puedo hablarla a usted con entera libertad?
– Bueno. Mientras no falte…
– Nunca puede haber falta, señorita, cuando se hablan las cosas claras. Lo que voy a decirle es como un negocio, que puede tomarse o dejarse, aquí no hay compromiso ninguno.
La muchacha estaba un poco perpleja.
– ¿Puedo hablarla?
– Sí.
El señor cambió de postura.
– Pues mire usted, señorita, vayamos al grano. Por lo menos, usted me reconocerá que no quiero engañarla, que le presento las cosas tal como son.
El Café estaba cargado, hacía calor, y Victorita se echó un poco hacia atrás su abriguillo de algodón.
– El caso es que no sé cómo empezar… Usted me ha impresionado mucho, señorita.
– Ya me figuraba yo lo que quería decirme.
– Me parece que se equivoca usted. No me interrumpa, ya hablará usted al final.
– Bueno, siga.
– Bien. Usted, señorita, le decía, me ha impresionado mucho: sus andares, su cara, sus piernas, su cintura, sus pechos…
– Sí, ya entiendo, todo.
La muchacha sonrió, sólo un momento, con cierto aire de superioridad.
– Exactamente: todo. Pero no sonría usted, te estoy hablando en serio.
El señor volvió a rozarle las rodillas y le cogió una mano que Victorita dejó ir, complaciente, casi con sabiduría.
– Le juro que le estoy hablando completamente en serio. Todo en usted me gusta, me imagino su cuerpo, duro y tibio, de un color suave…
El señor apretó la mano de Victorita.
– No soy rico y poco puedo ofrecerle…
El señor se extrañó de que Victorita no retirase la mano.
– Pero lo que voy a pedirle tampoco es mucho. El señor tosió otro poquito.
– Yo quisiera verla desnuda, nada más que verla. Victorita apretó la mano del señor.
– Me tengo que marchar, se me hace tarde.
– Tiene usted razón. Pero contésteme antes. Yo quisiera verla desnuda, le prometo no tocarla a usted ni un dedo, no rozarla ni un pelo de la ropa. Mañana iré a buscarla. Yo sé que usted es una mujer decente, que no es ninguna cocotte… Guárdese usted esto, se lo ruego. Sea cual sea su decisión, acépteme usted esto para comprarse cualquier cosita que le sirva de recuerdo.
Por debajo de la mesa, la muchacha cogió un billete que le dio el señor. No le tembló el pulso al cogerlo.
Victorita se levantó y salió del Café. Desde una de las mesas próximas, un hombre la saludó.
– Adiós, Victorita, orgullosa, que desde que te tratas con marqueses ya no saludas a los pobres.
– Adiós, Pepe.
Pepe era uno de los oficiales de la tipografía "El Porvenir".
Victorita lleva ya mucho rato llorando. En su cabeza, los proyectos se agolpan como la gente a la salida del Metro. Desde irse monja hasta hacer la carrera, todo le parece mejor que seguir aguantando a su madre.
Don Roberto levanta la voz.
– ¡Petrita! ¡Tráeme el tabaco del bolsillo de la chaqueta!
Su mujer interviene.
– ¡Calla, hombre! Vas a despertar a los niños.
– No, ¡qué se van a despertar! Son igual que angelitos, en cuanto cogen el sueño no hay quien los despierte.
– Yo te daré lo que necesites. No llames más a Petrita, la pobre tiene que estar rendida.
– Déjala, éstas ni se dan cuenta. Más motivos para estar rendida tienes tú.
– ¡Y más años! Don Roberto sonríe.
– ¡Vamos, Filo, no presumas, todavía no te pesan! La criada llega a la cocina con el tabaco.
– Tráeme el periódico, está en el recibidor.
– Sí, señorito.
– ¡Oye! Ponme un vaso de agua en la mesa de noche.
– Sí, señorito.
Filo vuelve a intervenir.
– Yo te pondré todo, hombre, déjala que se acueste.
– ¿Que se acueste? Si ahora le dieses permiso se largaba para no volver hasta las dos o las tres de la mañana, ya lo verías.
– Eso también es verdad…
La señorita Elvira de vueltas en la cama, está desasosegada, impaciente, y una pesadilla se le va mientras otra le llega. La alcoba de la señorita Elvira huele a ropa usada y a mujer: las mujeres no huelen a perfume, huelen a pescado rancio. La señorita Elvira tiene jadeante y como entrecortado el respirar, y su sueño violento, desapacible, su sueño de cabeza caliente y panza fria, hace crujir, quejumbroso, el vetusto colchón.
Un gato negro y medio calvo que sonríe enigmáticamente, como si fuera una persona, y que tiene en los ojos un brillo que espanta, se tira, desde una distancia tremenda, sobre la señorita Elvira. La mujer se defiende a patadas, a golpes. El gato cae contra los muebles y rebota, como una pelota de goma, para lanzarse de nuevo encima de la cama.
El gato tiene el vientre abierto y rojo como una granada y del agujero del trasero le sale como una flor venenosa y maloliente de mil colores, una flor que parece un plumero de fuegos artificiales. La señorita Elvira se tapa la cabeza. con la sábana. Dentro de la cama, multitud de enanos se mueven enloquecidos, con los ojos en blanco. El gato se cuela, como un fantasma, coge del vientre a la señorita Elvira, le lame la barriga y se ríe a grandes carcajadas, unas carcajadas que sobrecogen el ánimo. La señorita Elvira está espantada y lo tira fuera de la habitación: tiene que hacer grandes esfuerzos, el gato pesa mucho, parece de hierro. La señorita Elvira procura no aplastar a los enanos. Un enano le grita "¡Santa María! ¡Santa María!". El gato pasa por debajo de la puerta, estirando todo el cuerpo como una hoja de bacalao. Mira siniestramente, como un verdugo. Se sube a la mesa de noche y fija sus ojos sobre la señorita Elvira con un gesto sanguinario. La señorita Elvira no se atreve ni a respirar. El gato baja a la almohada y le lame la boca y los párpados con suavidad, como un baboso. Tiene la lengua tibia como las ingles y suave, igual que el terciopelo. Le suelta con los dientes las cintas del camisón. El gato muestra su vientre abierto, que late acompasadamente, como una vena. La flor que le sale por detrás está cada vez más lozana, más hermosa. El gato tiene una piel suavísima. Una luz cegadora empieza a inundar la alcoba. El gato crece hasta hacerse como un tigre delgado. Los enanos siguen moviéndose desesperadamente. A la señorita Elvira le tiembla todo el cuerpo con violencia. Respira con fuerza mientras siente la lengua del gato lamiéndole los labios. El gato sigue estirándose cada vez más. La señorita Elvira se va quedando sin respiración, con la boca seca. Sus muslos se entreabren, un instante cautelosos, descarados después…
La señorita Elvira se despierta de súbito y enciende la luz. Tiene el camisón empapado en sudor. Siente frío, se levanta y se hecha el abrigo sobre los pies. Los oídos le zumban un poco y los pezones, como en los buenos tiempos, se le muestran rebeldes, casi altivos.