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– ¡Ojalá!

– Usted lo ha de ver. Oiga, don Mario, que de aquello no bajo un real, ¿eh? Bastante en razón me he puesto.

– Bueno, mujer, ya hablaremos.

– No, ya hablaremos, no, ya está todo hablado. ¡Mire usted que doy marcha atrás!

– Bueno, bueno.

Don Mario se rió, como dándoselas de hombre muy baqueteado. Doña Ramona quería atar bien todos los cabos.

– ¿De acuerdo?

– Sí, mujer, de acuerdo.

Cuando don Mario volvió a la mesa, le dijo al otro:

– Usted entrará cobrando dieciséis pesetas, ¿entendido? Y el otro le contestó:

– Sí, señor, entendido.

El otro es un pobre chico que había estudiado algo, pero que no acababa de encajar en nada; el hombre no tenía buena suerte ni tampoco buena salud. En su familia había una vena de tísicos; a un hermano suyo que se llamaba Paco lo habían devuelto del cuartel porque ya no podía ni con su alma.

Los portales llevan ya algún tiempo cerrados, pero el mundo de los noctámbulos sigue todavía goteando, cada vez más lentamente, camino del autobús.

La calle, al cerrar de la noche, va tomando un aire entre hambriento y misterioso, mientras un vientecillo que corre como un lobo, silba por entre las casas.

Los hombres y las mujeres que van, a aquellas horas, hacia Madrid, son los noctámbulos puros, los que salen por salir, los que tienen ya la inercia de trasnochar: los clientes con dinero de los cabarets, de los cafés de la Gran Vía, llenos de perfumadas, de provocativas mujeres que llevan el pelo teñido y unos impresionantes abrigos de pieles, de color negro, con alguna canita blanca de cuando en cuando; o los noctivagos de bolsillo más ruin, que se meten a charlar en una tertulia, o se van de copeo por los tupis. Todo, menos quedarse en casa.

Los otros, los trasnochadores accidentales, los clientes de los cines, que sólo salen alguna que otra noche, siempre a tiro hecho y jamás a lo que caiga, han pasado hace ya rato, antes de cerrar los portales. Primero los clientes de los cines del centro, apresurados, mejor vestidos, que tratan de coger un taxi: los clientes del Callao, del Capítol, del Palacio de la Música, que pronuncian casi correctamente los nombres de las actrices, que incluso alguno de ellos es invitado de vez en cuando a ver películas en la Embajada inglesa, en el local de la calle de Orfila. Saben mucho de cine y en vez de decir, como los habituales de los cines de barrio, "es una película estupenda de la Joan Crawford ", dicen, como hablando siempre para iniciados, "es una grata comedia, muy francesa, de René Clair", o "es un gran drama de Frank Capra". Ninguno sabe con exactitud qué es lo "muy francés", pero no importa; vivimos un poco el tiempo de la osadía, ese espectáculo que algunos hombres de limpio corazón contemplan atónitos desde la barrera sin entender demasiado lo que sucede, que es bien claro.

Los clientes de los cines de barrio, los hombres que no saben nunca quiénes son los directores, pasan un poco después, ya con los portales cerrados, sin grandes prisas, peor vestidos, menos preocupados también, por lo menos a esas horas, Marchan dando un paseíto hasta el Narváez, el Alcalá, el Tívoli, el Salamanca, donde ven películas ya famosas, con una fama quizá ya un poco marchita por varias semanas de Gran Vía, películas de hermosos, poéticos nombres que plantean tremendos enigmas humanos no siempre descifrados.

Los clientes de los cines de barrio todavía deberán esperar algún tiempo para ver "Sospecha" o "Las aventuras de Marco Polo" o "Si no amaneciera".

El guardia Julio García Morrazo, en una de las veces en que se llegó hasta la esquina, se acordó de Celestino, el del bar.

– Este Celestino es el mismo diablo, ¡qué cosas se le ocurren! Pero no tiene un pelo de tonto, es hombre que ha leído la mar de libros.

Celestino Ortiz, después de recordar aquello de la ira ciega y de la animalidad, quitó su libro, su único libro, de encima de los botellines de vermú y lo guardó en el cajón. ¡Las cosas que pasan! Martin Marco no salió del bar con la frente rota en pedazos, gracias a Nietzsche. ¡Si Nietzsche levantara la cabeza!

Detrás de los visillos de su entresuelo, doña María Morales de Sierra, hermana de doña Clarita Morales de Pérez, la mujer de don Camilo, el callista que vivía en la misma casa de don Ignacio Galdácano, el señor que no podrá asistir a la reunión en casa de don Ibrahim porque está loco, habla a su marido, don José Sierra, Ayudante de Obras Públicas.

– ¿Te has fijado en ese guardia? No hace más que ir de un lado para otro, como si esperase a alguien.

El marido ni le contesta. Leyendo el periódico está totalmente evadido, igual que si viviese en un mundo mudo y extraño, muy lejos de su mujer. Si don José Sierra no hubiera alcanzado un grado tan perfecto de abstracción no podría leer el periódico en su casa.

– Ahora vuelve otra vez para aquí. ¡Lo que daría por saber qué hace! Y eso que éste es un barrio tranquilo, de gente de orden. ¡Si fuera por ahí detrás, por los solares de la Plaza de Toros, que está todo negro como boca de lobo!

Los solares de la antigua Plaza de Toros están a unas docenas de pasos del entresuelo de doña María.

– Por ahí ya sería otra cosa, por ahí son capaces hasta de atracarla a una, ¡pero por aquí! Por amor de Dios, ¡si esto está como una balsa de aceite! ¡Si por aquí no se mueve ni una rata!

Doña María se volvió, sonriente. Su sonrisa no pudo verla su marido, que seguía leyendo.

Victorita lleva ya mucho rato llorando y en su cabeza los proyectos se atropellan unos con otros: desde meterse a monja hasta echarse a la vida, todo le parece mejor que seguir en su casa. Si su novio pudiera trabajar, le propondría que se escapasen juntos; trabajando los dos, malo sería que no pudiesen reunir lo bastante para comer. Pero su novio, la cosa era bien clara, no estaba para nada más que para estarse en la cama todo el día, sin hacer nada y casi sin hablar. ¡También era fatalidad! Lo del novio, todo el mundo lo dice, a veces se cura con mucha comida y con inyecciones; por lo menos, si no se curan del todo, se ponen bastante bien y pueden durar muchos años, y casarse, y hacer vida normal. Pero Victorita no sabe cómo buscar dinero. Mejor dicho, sí lo sabe, pero no acaba de decidirse; si Paco se enterase, la dejaría en el momento, ¡menudo es! Y si Victorita se decidiese a hacer alguna barbaridad, no sería por nada ni por nadie más que por Paco. Victorita hay algunos momentos en los que piensa que Paco le iba a decir: "Bueno, haz lo que quieras, a mi no me importa", pero pronto se da cuenta de que no, de que Paco no le iba a decir eso. Victorita en su casa no puede seguir, ya está convencida; su madre le hace la vida imposible, todo el día con el mismo sermón. Pero, también, lanzarse asi, a la buena de Dios, sin alguien que le eche una mano, es muy expuesto. Victorita había hecho ya sus cálculos y vio que la cosa tenía sus más y sus menos; yendo todo bien era como un tobogán, pero las cosas, bien del todo, no van casi nunca, y a veces van muy mal. La cuestión estaba en tener suerte y que alguien se acordase de una; pero ¿quién se iba acordar de Victorita? Ella no conocía a nadie que tuviera diez duros ahorrados, a nadie que no viviese de un jornal. Victorita está muy cansada, en la imprenta está todo el día de pie, a su novio lo encuentra cada día peor, su madre es un sargento de Caballería que no hace más que gritar, su padre es un hombre blandengue y medio bebido con el que no se puede contar para nada. Quien tuvo suerte fue la Pirula, que estaba con Victorita en la imprenta, de empaquetadora también, y que se la llevó un señor que además de tenerla como una reina y de darle todos los caprichos, la quiere y la respeta. Si le pidiese dinero, la Pirula no se lo negaría; pero, claro, la Pi rula podría darle veinte duros, pero tampoco tenía por qué darle más. La Pirula, ahora, vivía como una duquesa, la llamaba todo el mundo señorita, iba bien vestida y tenía un piso con radio. Victorita la vio un día por la calle; en un año que llevaba con ese señor, hay que ver el cambio que habia hecho, no parecía la misma mujer, hasta parecía que había crecido y todo. Victorita no pedía tanto…

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