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El guardia Julio García Morrazo habla con el sereno, Gumersindo Vega Calvo, paisano suyo.

– ¡Mala noche!

– Las hay peores.

El guardia y el sereno tienen, desde hace ya varios meses, una conversación que les gusta mucho a los dos, una conversación sobre la que vuelven y vuelven, noche a noche, con un paciente regodeo.

– Entonces, ¿usted dice que es de la parte de Porrino?

– Eso es, de cerca; yo le vengo a ser de Mos,

– Pues yo tengo una hermana casada en Salvatierra, que se llama Rosalía.

– ¿La del Burelo, el de los clavos?

– Ésa; sí, señor.

– Ésa está muy bien, ¿eh?

– Ya lo creo, ésa casó muy bien. La señora del entresuelo sigue en sus conjeturas, es una señora algo cotilla.

– Ahora se junta con el sereno, seguramente le estará pidiendo informes de algún vecino, ¿no te parece?

Don José Sierra seguía leyendo con un estoicismo y una resignación ejemplares.

– Los serenos están siempre muy al tanto de todo, ¿verdad? Cosas que no sabemos los demás, ellos ya están hartos de saberlas.

Don José Sierra acabó de leer un editorial sobre previsión social y se metió con otro que trataba del funcionamiento y de las prerrogativas de las Cortes tradicionales españolas.

– A lo mejor, en cualquier casa de éstas, hay un masón camuflado. ¡Como no se les conoce por fuera!

Don José Sierra hizo un sonido raro con la garganta, un sonido que tanto podía significar que sí, como que no, como que quizá, como que quién sabe. Don José es un hombre que, a fuerza de tener que aguantar a su mujer, había conseguido llegar a vivir horas enteras, a veces hasta días enteros, sin más que decir, de cuando en cuando, ¡hum!, y al cabo de otro rato, ¡hum!, y así siempre. Era una manera muy discreta de darle a entender a su mujer que era una imbécil, pero sin decírselo claro.

El sereno está contento con la boda de su hermana Rosalía; los Burelos son gente muy considerada en toda la comarca.

– Tiene ya nueve rapaces y está ya del décimo

– ¿Casó hace mucho?

– Sí hace ya bastante; casó hace ya diez años.

El guardia tarda en echar la cuenta. El sereno, sin darle tiempo a terminar, vuelve a coger el hilo de la conversación.

– Nosotros somos de más a la parte de La Cañiza, nosotros somos de Covelo. ¿No oyó usted nombrar a los Pelones?

– No, señor.

– Pues ésos somos nosotros.

El guardia Julio García Morrazo se vio en la obligación de corresponder.

– A mi y a mi padre nos dicen los Raposos.

– Ya.

– A nosotros no nos da por tomarlo a mal, todo el mundo nos lo llama.

– Ya.

– El que se cabreaba la mar era mi hermano Telmo, uno que se murió de los tifus, que le llamaban Pito Tiñoso.

– Ya. Hay algunas personas que tienen muy mal carácter, ¿verdad, usted?

– ¡Huy! ¡Le hay algunos que tienen el demonio en la sangre! Mi hermano Telmo no aguantaba que le diesen una patada.

– Ésos acaban siempre mal.

– Es lo que yo digo.

El guardia y el sereno hablan siempre en castellano; quieren demostrarse, el uno al otro, que no son unos pailanes.

El guardia Julio García Morrazo, a aquellas horas, empieza a ponerse elegiaco.

– ¡Aquél sí que es buen país! ¿Eh?

El sereno Gumersindo Vega Calvo es un gallego de los otros, un gallego un poco escéptico y al que da cierto rubor la confesión de la abundancia.

– No es malo.

– ¡Qué ha de ser! ¡Allí se vive! ¿Eh?

– ¡Ya, ya!

De un bar abierto en la acera de enfrente, salen a la fría calle los compases de un fox lento hecho para ser oído, o bailado, en la intimidad.

Al sereno le llama alguien que llega.

– ¡Sereno!

El sereno está como recordando.

– Allí lo que mejor se da son las patatas y el maíz; por la parte de donde somos nosotros también hay vino.

El hombre que llega vuelve a llamarlo más familiarmente.

– ¡Sindo!

– ¡Va!

Al llegar a la boca del Metro de Narváez, a pocos pasos de la esquina de Alcalá, Martin se encontró con su amiga la Uruguaya, que iba con un señor. Al principio disimuló, hizo como que no la veía.

– Adiós, Martín, pasmado.

Martín volvió la cabeza, ya no había más remedio.

– Adiós, Trinidad, no te había visto.

– Oye, ven, os voy a presentar. Martín se acercó.

– Aquí, un buen amigo; aquí, Martín, que es escritor. A la Uruguaya la llaman así porque es de Buenos Aires.

– Éste que ves -le dice al amigo-, aquí donde lo tienes, hace versos. ¡Pero venga, hombre, saludaros, que os he presentado!

Los dos hombres obedecieron y se dieron la mano.

– Mucho gusto, ¿cómo está usted?

– Muy bien cenado, muchas gracias.

El hombre que va con la Uruguaya es uno de esos que se las dan de graciosos.

La pareja empezó a reírse a voces. La Uruguaya tenía los dientes de delante picados y ennegrecidos.

– Oye, tómate un café con nosotros. Martin se quedó indeciso, pensaba que al otro, a lo mejor, le iba a sentar mal.

– Sí, hombre, métase usted aquí con nosotros. ¡Pues no faltaría más!

– Bueno, muchas gracias, sólo un momento.

– ¡No tenga usted prisas, hombre, todo el tiempo que quiera! ¡La noche es larga! Quédese usted, a mi me hacen mucha gracia los poetas.

Se sentaron en un Café que hay en el chaflán, y el cabrito pidió café y coñac para todos.

– Dígale al cerillero que venga.

– Sí, señor.

Martin se puso enfrente de la pareja. La Uruguaya estaba un poco bebida, no había más que verla. El cerillero se acercó.

– Buenas noches, señor Flores, ya hacía tiempo que no se dejaba usted ver… ¿Va usted a querer algo?

– Sí, danos unos puntos que sean buenos. Oye, Uruguaya, ¿tienes tabaco?

– No, ya me queda poco; cómprame un paquete.

– Dale también un paquete de rubio a ésta.

El bar de Celestino Ortiz está vacío. El bar de Celestino Ortiz es un bar pequeñito, con la portada de color verde oscuro, que se llama "Aurora Vinos y comidas". Comidas, por ahora, no hay, Celestino instalará el servicio de comidas cuando se le arreglen un poco las cosas; no se puede hacer todo en un día.

En el mostrador, el último cliente, un guardia, bebe su ruin copeja de anís.

– Pues eso mismo es lo que yo le digo a usted, a mí que no me vengan con cuentos de la China.

Cuando el guardia se largue, Celestino piensa bajar el cierre, sacar su jergón y echarse a dormir; Celestino es hombre a quien no le gusta trasnochar, prefiere acostarse pronto y hacer vida sana, por lo menos todo lo sana que se pueda.

– ¡Pues mire usted que lo que me puede importar a mí!

Celestino duerme en su bar por dos razones: porque le sale más barato y porque así evita que lo desvalijen la noche menos pensada.

– El mal donde está es más arriba. Ahí, desde luego, no.

Celestino aprendió pronto a hacerse la gran cama, de la que se viene abajo alguna que otra vez, colocando su colchoneta de crin sobre ocho o diez sillas juntas.

– Eso de prender a las estraperlistas del Metro, me parece una injusticia. La gente tiene que comer y si no encuentra trabajo, pues ha de apañárselas como pueda. La vida está por las nubes, eso lo sabe usted tan bien como yo, y lo que dan en el suministro no es nada, no llega ni para empezar. No quiero ofender, pero yo creo que el que unas mujeres vendan pitillos o barras no es para que anden ustedes los guardias detrás.

El guardia del anís no era un dialéctico.

– Yo soy un mandado.

– Ya lo sé. Yo sé distinguir, amigo mío.

Cuando el guardia se marcha, Celestino, después de armar el tinglado sobre el que duerme, se acuesta y se pone a leer un rato; le gusta solazarse un poco con la lectura antes de apagar la luz y echarse a dormir. Celestino, en la cama, lo que suele leer son romances y quintillas, a Nietzsche lo deja para por el día. El hombre tiene un verdadero montón y algunos pliegos se los sabe enteros, de pe a pa. Todos son bonitos, pero los que más le gustan a él son los titulados "La insurrección en Cuba" y "Relación de los crímenes que cometieron los dos fíeles amantes don Jacinto del Castillo y doña Leonor de la Rosa para conseguir sus promesas de amor". Este último es un romance de los clásicos, de los que empiezan como Dios manda:

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