Cuando la guerra terminó, Julio García Morrazo se buscó una recomendación y se metió a guardia.
– Para el campo no quedaste bien -le dijo su padre- y además a ti tampoco te gusta trabajar. ¡Si te hicieran carabinero!
El padre de Julio García Morrazo se encontraba ya viejo y cansado y no quería volver a las romerías.
– Yo ya me quedo en casa. Con lo que tengo ahorrado puedo ir viviendo, pero para los dos no hay.
Julio estuvo varios días pensativo, dándole vueltas a la cosa, y al final, al ver que su padre insistía, se decidió.
– No; carabinero es muy difícil, para carabinero echan instancia los cabos y los sargentos; yo ya me conformaba con guardia.
– Bueno, tampoco está mal. Lo que yo te digo es que aquí no hay para los dos, ¡que si hubiera!
– Ya, ya.
Al guardia Julio García Morrazo se le mejoró algo la salud y, poco a poco, fue cogiendo hasta media arrobita más de carne. No volvió, bien es cierto, a lo que había sido, pero tampoco se quejaba; otros, al lado suyo, se habían quedado en el campo, tumbados panza arriba. Su primo Santiaguiño, sin ir más lejos, que le dieron un tiro en el macuto donde llevaba las bombas de mano y del que el pedazo más grande que se encontró no llegaba a los cuatro dedos.
El guardia Julio García Morrazo era feliz en su oficio; subirse de balde a los tranvías era algo que, al principio, le llamaba mucho la atención.
– Claro -pensaba-, es que uno es autoridad.
En el cuartel lo querían bien todos los jefes porque era obediente y disciplinado y nunca había sacado los pies del plato, como otros guardias que se creían tenientes generales. El hombre hacía lo que le mandaban, no ponía mala cara a nada, y todo lo encontraba bien; él sabía que no le quedaba otra cosa que hacer, y no se le ocurría pensar en nada más.
– Cumpliendo la orden -se decía- nunca tendrán que decirme nada. Y además, el que manda, manda, para eso tienen galones y estrellas y yo no los tengo.
El hombre era de buen conformar y tampoco quería complicaciones.
– Mientras me den de comer caliente todos los días y lo que tenga que hacer no sea más que pasear detrás de las estraperlistas…
Victorita, a la hora de la cena, riñó con la madre.
– ¿Cuándo dejas a ese tísico? ¡Anda, que lo que vas a sacar tú de ahí!
– Yo saco lo que me da la gana.
– Sí, microbios y que un día te hinche el vientre.
– Yo ya sé lo que me hago, lo que me pase es cosa mía.
– ¿Tú? ¡Tú qué vas a saber! Tú no eres más que una mocosa que no sabe de la misa la media.
– Yo sé lo que necesito.
– Sí, pero no lo olvides; si te deja en estado, aquí no pisas.
Victorita se puso blanca.
– ¿Eso es lo que te dijo la abuela? La madre se levantó y le pegó dos tortas con toda su alma. Victorita ni se movió.
– ¡Golfa! ¡Mal educada! ¡Que eres una golfa! ¡Asi no se le habla a una madre!
Victorita se secó con el pañuelo un poco de sangre que tenia en los dientes.
– Ni a una hija tampoco. Si mi novio está malo, bastante desgracia tiene para que tú estés todo el día llamándole tísico.
Victorita se levantó de golpe y salió de la cocina. El padre había estado callado todo el tiempo.
– ¡Déjala que se vaya a la cama! ¡Tampoco hay derecho a hablarla así! ¿Que quiere a ese chico? Bueno, pues déjala que lo quiera, cuanto más le digas va a ser peor. Además, ¡para lo que va a durar el pobre!
Desde la cocina se oía un poco el llanto entrecortado de la chica, que se había tumbado encima de la cama.
– ¡Niña, apaga la luz! Para dormir no hace falta luz. Victorita buscó a tientas la pera de la luz y la apagó.
Don Roberto llama al timbre de su casa; se había dejado las llaves en el otro pantalón, siempre le pasa lo mismo y eso que no hacia más que decirlo: "Cambiarme las llaves del pantalón, cambiarme las llaves del pantalón". Le sale a abrir la puerta su mujer.
– Hola, Roberto.
– Hola.
La mujer procura tratarlo bien y ser amable; el hombre trabaja como un negro para mantenerlos con la cabeza a flote.
– Vendrás con frío, ponte las zapatillas, te las tuve puestas al lado del gas.
Don Roberto se puso las zapatillas y la chaqueta vieja de casa, una americana raída, que fue marrón en sus tiempos, con una rayita blanca que hacía muy fino, muy elegante.
– ¿Y los niños?
– Bien, acostaditos ya; el pequeño dio un poco de guerra para dormirse, no sé si estará algo malito.
El matrimonio fue hacia la cocina; la cocina es el único sitio de la casa donde se puede estar durante el invierno.
– ¿Arrimó ese botarate por aquí?
La mujer eludió la respuesta, a lo mejor se habían cruzado en el portal y metía la pata. A veces, por querer que las cosas salgan bien y que no haya complicaciones, se mete la pata y se organizan unos líos del diablo.
– Te tengo de cena chicharros fritos. Don Roberto se puso muy contento, los chicharros fritos es una de las cosas que más le gustan.
– Muy bien.
La mujer le sonrió, mimosa.
– Y con unas perras que fui sisando de la plaza, te he traído media botella de vino. Trabajas mucho, y un poco de vino, de vez en cuando, siempre te vendrá bien al cuerpo.
La bestia de González, según le llamaba su cuñado, era un pobre hombre, un honesto padre de familia, más infeliz que un cubo, que en seguida se ponía tierno.
– ¡Qué buena eres, hija! Muchas veces lo he pensado: hay días en que, si no fuera por ti, yo no sé lo que haría. En fin, un poco de paciencia, lo malo son estos primeros años, hasta que yo me vaya situando, estos diez primeros años. Después ya todo será coser y cantar, ya verás.
Don Roberto besó a su mujer en la mejilla.
– ¿Me quieres mucho?
– Mucho, Roberto, ya lo sabes tú.
El matrimonio cenó sopa, chicharros fritos y un plátano. Después del postre, don Roberto miró fijo para su mujer.
– ¿Qué quieres que te regale mañana? La mujer sonrió, llena de felicidad y de agradecimiento.
– ¡Ay, Roberto! ¡Qué alegría! Creí que este año tampoco te ibas a acordar.
– ¡Calla, boba! ¿Por qué no me iba a acordar? El año pasado fue por lo que fue, pero este año…
– ¡Ya ves! ¡Me encuentro tan poquita cosa!
A la mujer, como hubiese seguido, tan sólo un instante, pensando en su pequeñez, se le hubieran arrasado los ojos de lágrimas.
– Di, ¿qué quieres que te regale?
– Pero, hombre, ¡con lo mal que andamos!
Don Roberto, mirando para el plato, bajó un poco la voz.
– En la panadería pedí algo a cuenta.
La mujer lo miró cariñosa, casi entristecida.
– ¡Qué tonta soy! Con la conversación me había olvidado de darte un vaso de leche.
Don Roberto, mientras su mujer fue a la fresquera, con tinuó:
– Me dieron también diez pesetas para comprarles alguna chuchería a los niños.
– ¡Qué bueno eres, Roberto!
– No, hija, son cosas tuyas; como todos, ni mejor ni peor.
Don Roberto se bebió un vaso de leche, su mujer le da siempre un vaso de leche de sobrealimentación.
– A los chicos pensé comprarles una pelota. Si sobra algo, me tomaré un vermú. No pensaba decirte nada, pero, ¡ya ves!, no sé guardar un secreto.
A doña Ramona Bragado le llamó por teléfono don Mario de la Vega, uno que tiene una imprenta. El hombre quería noticias de algo detrás de lo que andaba ya desde hacia varios dias.
– Y además, son ustedes del mismo oficio, la chica trabaja en una imprenta, yo creo que no ha pasado de aprendiza.
– ¿Ah, sí? ¿En cuál?
– En una que se llama tipografía "El Porvenir", que está en la calle de la Madera.
– Ya, ya; bueno, mejor, asi todo queda en el gremio. Oiga, ¿y usted cree que…? ¿Eh?
– Sí, descuide usted, eso es cosa mía. Mañana, cuando eche usted el cierre, pásese por la lechería y me saluda con cualquier disculpa.
– Sí, sí.
– Pues eso. Yo se la tendré allí, ya veremos con qué motivo. La cosa me parece que ya está madurita, que ya está al caer. La criatura está muy harta de calamidades y no aguanta más que lo que queramos dejarla tranquila. Además, tiene el novio enfermo y quiere comprarle medicinas; estas enamoradas son las más fáciles, ya verá usted. Esto es pan comido.