– Mi marido había pensado que, a lo mejor, no sería malo esto de un Café; trabajando, parece que se le debe sacar provecho.
– ¿Eh?
– Pues, sí, bien claro, que andamos pensando en comprar un Café, si el amo se pone en razón.
– Yo no vendo.
– Señora, nadie le había dicho a usted nada. Además, eso no se puede nunca decir. Todo es según cómo. Lo que yo le digo es que lo piense. Mi esposo está ahora malo, lo van a operar de una fístula en el ano, pero nosotros queremos estar algún tiempo en Madrid. Cuando se ponga bueno ya vendrá a hablar con usted; los cuartos son de los dos, pero vamos, el que lo lleva todo es él. Usted, mientras tanto, lo piensa si quiere. Aqui no hay compromiso ninguno, nadie ha firmado ningún papel.
La voz de que aquella señora quería comprar el Café corrió, como una siembra de pólvora, por todas las mesas.
– ¿Cuál?
– Aquélla.
– Parece mujer rica.
– Hombre, para comprar un Café no va a estar viviendo de una pensión.
Cuando la noticia llegó al mostrador, López, que estaba ya agonizante, tiró otra botella. Doña Rosa se volvió, con silla y todo. Su voz retumbó como un cañonazo.
– ¡Animal, que eres un animal!
Marujita aprovechó la ocasión para sonreír un poco a López. Lo hizo de una manera tan discreta, que nadie se enteró; López, probablemente, tampoco.
– ¡Ande, que como se queden con un Café, ya pueden usted y su esposo tener vista con este ganado!
– ¿Destrozan mucho?
– Todo lo que usted les eche. Para mi que lo hacen aposta. La cochina envidia, que se los come vivitos…
Martín habla con Nati Robles, compañera suya de los tiempos de la FUE. Se la encontró en la Red de San Luis. Martín estaba mirando para el escaparate de una joyería y Nati estaba dentro; había ido a que le arreglasen el broche de una pulsera. Nati está desconocida, parece otra mujer. Aquella muchacha delgaducha, desaliñada, un poco con aire de sufragista, con zapato bajo y sin pintar, de la época de la Facultad, era ahora una señorita esbelta, elegante, bien vestida y bien calzada, compuesta con coquetería e incluso con arte. Fue ella quien lo reconoció.
– ¡Marco!
Martín la miró temeroso. Martín mira con cierto miedo a todas las caras que le resultan algo conocidas, pero que no llega a identificar. El hombre siempre piensa que se le van a echar encima y que le van a empezar a decir cosas desagradables; si comiese mejor, probablemente no le pasaría esto.
– Soy Robles, ¿no te acuerdas?, Nati Robles. Martin se quedó pegado, estupefacto.
– ¿Tú?
– Sí, hijo, yo.
A Martín le invadió una alegría muy grande.
– ¡Qué bárbara, Nati! ¿Cómo estás? ¡Pareces una duquesa!
Nati se rió.
– Chico, pues no lo soy; no creas que por falta de ganas, pero ya ves, soltera y sin compromiso, ¡como siempre! ¿Llevas prisa?
Martín titubeó un momento.
– Pues no, la verdad; ya sabes que soy un hombre que no merece la pena que ande de prisa. Nati lo cogió del brazo.
– ¡Tan bobo como siempre!
Martín se azoró un poco y trató de escurrirse.
– Nos van a ver.
Nati soltó la carcajada, una carcajada que hizo volver la cabeza a la gente. Nati tenía una voz bellísima, alta, musical, jolgoriosa, llena de alegría, una voz que parecía una campana finita.
– Perdona, chico, no sabía que estuvieses comprometido. Nati empujó con un hombro a Martin y no se soltó; al contrario, lo cogió más fuerte.
– Sigues lo mismo que siempre.
– No, Nati; yo creo que peor. La muchacha echó a andar.
– ¡Venga, no seas pelma! Me parece que a ti lo que te vendría de primera es que te espabilasen. ¿Sigues haciendo versos?
A Martín le dio un poco de vergüenza seguir haciendo versos.
– Pues, si; yo creo que esto ya tiene mal arreglo.
– ¡Y tan malo! Nati volvió a reir.
– Tú eres una mezcla de fresco, de vago, de tímido y de trabajador.
– No te entiendo.
– Yo tampoco. Anda, vamos a meternos en cualquier lado, tenemos que celebrar nuestro encuentro.
– Bueno, como quieras.
Nati y Martín se metieron en el Café Gran Via, que está lleno de espejos. Nati, con tacón alto, era incluso un poco más alta que él.
– ¿Nos sentamos aquí?
– Sí, muy bien, donde tú quieras. Nati le miró a los ojos.
– Chico, ¡qué galante! Parece que soy tu última conquista.
Nati olía maravillosamente bien…
En la calle de Santa Engracia, a la izquierda, cerca ya de la plaza de Chamberi, tiene su casa doña Celia Vecino, viuda de Cortés.
Su marido, don Obdulio Cortés López, del comercio, había muerto después de la guerra, a consecuencia, según decía la esquela del ABC, de los padecimientos sufridos durante el dominio rojo.
Don Obdulio había sido toda su vida un hombre ejemplar, recto, honrado, de intachable conducta, lo que se llama un modelo de caballeros. Fue siempre muy aficionado a las palomas mensajeras, y cuando murió, en una revista dedicada a estas cosas, le tributaron un sentido y cariñoso recuerdo: una foto suya, de joven todavía, con un pie donde podía leerse: "Don Obdulio Cortés López, ilustre procer de la colombofilia hispana, autor de la letra del himno Vuela sin cortapisas, paloma de la paz, ex presidente de la Real Sociedad Colombófila de Almería, y fundador y director de la que fue gran revista 'Palomas y Palomares' (Boletín mensual con información del mundo entero), a quien rendimos, con motivo de su óbito, el más ferviente tributo de admiración con nuestro dolor". La foto aparecía rodeada, toda ella, de una gruesa orla de luto. El pie lo redactó don Leonardo Cascajo, maestro nacional.
Su señora, la pobre, se ayuda a malvivir alquilando a algunos amigos de confianza unos gabinetitos muy cursis, de estilo cubista y pintados de color naranja y azul, donde el no muy abundante confort es suplido, hasta donde pueda serlo, con buena voluntad, con discreción y con mucho deseo de agradar y de servir.
En la habitación de delante, que es un poco la de respeto, la reservada para los mejores clientes, don Obdulio, desde un dorado marco de purpurina, con el bigote enhiesto y la mirada dulce, protege, como un malévolo y picardeado diosecilio del amor, la clandestinidad que permite comer a su viuda.
La casa de doña Celia es una casa que rezuma ternura por todos los poros; una ternura, a veces, un poco agraz; en ocasiones, es posible que un poco venenosilla. Doña Celia tiene recogidos dos niños pequeños, hijos de una sobrinita que murió medio de sinsabores y disgustos, medio de avitaminosis, cuatro o cinco meses atrás. Los niños, cuando llega alguna pareja, gritan jubilosos por el pasillo: "¡Viva, viva, que ha venido otro señor!" Los angelitos saben que el que entre un señor con una señorita del brazo significa comer caliente al otro día.
Doña Celia, el primer dia que Ventura asomó con la novia por su casa, le dijo:
– Mire usted, lo único que le pido es decencia, mucha decencía, que hay criaturas. Por amor de Dios, no me alborote.
– Descuide usted, señora, no pase cuidado, uno es un caballero.
Ventura y Julita solían meterse en la habitación a las tres y media o cuatro y no se marchaban hasta dadas las ocho. No se les oía ni hablar; así daba gusto.
El primer día, Julita estuvo mucho menos azorada de lo corriente; en todo se fijaba y todo lo tenía que comentar.
– Qué horrorosa es esa lámpara; fíjate, parece un irrigador.
Ventura no encontraba una semejanza muy precisa.
– No, mujer, qué se va a parecer a un irrigador. Anda, no seas gansa, siéntate aquí a mi lado.
– Voy.
Don Obdulio, desde su retrato, miraba a la pareja casi con severidad.
– Oye, ¿quién será ése?
– ¡Yo qué sé! Tiene cara de muerto, ése debe estar ya muerto.
Julita seguía paseando por el cuarto. A lo mejor los nervios la hacían andar dando vueltas de un lado para otro; en otra cosa, desde luego, no se le notaban.
– ¡A nadie se le ocurre poner flores de cretona! Las clavan en serrín porque seguramente piensan que eso hace muy bonito, ¿verdad?