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Su novio, Agustín Rodríguez Silva, le lleva quince años y es dueño de una droguería de la calle Mayor.

El padre de la chica está encantado, su futuro yerno le parece un hombre de provecho. La madre también lo está.

– Jabón Lagarto, del de antes de la guerra, de ese que nadie tiene, y todo, todito lo que le pida, le falta tiempo para traérmelo.

Sus amigas la miran con cierta envidia. ¡Qué mujer dé suerte! ¡Jabón Lagarto!

Doña Celia está planchando unas sábanas cuando suena el teléfono.

¾¿Diga?

– Doña Celia, ¿es usted? Soy don Francisco.

– ¡Hola, don Francisco! ¿Qué dice usted de bueno?

– Pues ya ve, poca cosa. ¿Va a estar usted en casa?

– Si, sí, yo de aquí no me muevo, ya sabe usted.

– Bien, yo iré a eso de las nueve.

– Cuando usted guste, ya sabe que usted me manda. ¿Llamo a…?

– No, no llame a nadie.

– Bien, bien.

Doña Celia colgó el teléfono, chascó los dedos, y se metió en la cocina, a echarse al cuerpo una copita de anís. Había días en que todo se ponía bien. Lo malo es que también se presentaban otros en los que las cosas se torcían y, al final, no se vendía una escoba.

Doña Ramona Bragado, cuando doña Matilde y doña Asunción se marcharon de la lechería, se puso el abrigo y se fue a la calle de la Madera, donde trataba de catequizar, a una chica que estaba empleada de empaquetadora en una imprenta.

– ¿Está Victorita?

– Si, ahí la tiene usted.

Victorita, detrás de una larga mesa, se dedicaba a prepara unos paquetes de libros.

– ¡Hola, Victorita, hija! ¿Te quieres pasar después por la lechería? Van a venir mis sobrinas a jugar a la brisca; yo creo que lo pasaremos bien y que nos divertiremos.

Victorita se puso colorada.

– Bueno; si, señora, como usted quiera.

A Victorita no le faltó nada para echarse a llorar; ella sabía muy bien donde se metía. Victorita andaba por los dieciocho años, pero estaba muy desarrollada y parecía una mujer de veinte o veintidós años. La chica tenía novio, a quien habían devuelto del cuartel porque estaba tuberculoso; el pobre no podía trabajar y se pasaba todo el día en la cama, sin fuerzas para nada, esperando a que Victorita fuese a verlo al salir del trabajo.

– ¿Cómo te encuentras?

– Mejor.

Victorita, en cuanto la madre de su novio salia de la alcoba, se acercaba a la cama y lo besaba.

– No me beses, te voy a pegar esto.

– Nada me importa, Paco. ¿A ti no te gusta besarme?

– ¡Mujer, si!

– Pues lo demás no importa; yo por ti sería capaz de cualquier cosa.

Un día que Victorita estaba pálida y demacrada, Paco le preguntó:

– ¿Qué te pasa?

– Nada, que he estado pensando.

– ¿El qué pensaste?

– Pues pensé que esto se te quitaba a ti con medicinas y comiendo hasta hartarte.

– Puede ser, pero, ¡ya ves!

– Yo puedo buscar dinero.

– ¿Tú?

A Victorita se le puso la voz gangosa, como si estuviera bebida.

– Yo, sí. Una mujer joven, por fea que sea, siempre vale dinero.

– ¿Qué dices?

Victorita estaba muy tranquila.

– Pues lo que oyes. Si te fueses a curar me liaba con el primer tío rico que me sacase de querida.

A Paco le subió un poco el color y le temblaron ligeramente los párpados. Victorita se quedó algo extrañada cuando Paco le dijo:

– Bueno.

Pero en el fondo, Victorita lo quiso todavía un poco más.

En el Café, doña Rosa estaba que echaba las muelas. La que le había armado a López por lo de las botellas de licor había sido épica; broncas como aquélla no entraban muchas en quintal.

– Cálmese, señora; yo pagaré las botellas.

– ¡Anda, pues naturalmente! ¡Eso si que estaría bueno, que encima se me pegasen a mi al bolsillo! Pero no es eso sólo. ¿Y el escándalo que se armó? ¿Y el susto que se llevaron los clientes? ¿Y el mal efecto de que ande todo rodando por el suelo? ¿Eh? ¿Eso cómo se paga? ¿Eso quién me lo paga a mí? ¡Bestia! ¡Que lo que eres es un bestia, y un rojo indecente, y un chulo! ¡La culpa la tengo yo por no denunciaros a todos! ¡Di que una es buena! ¿Dónde tienes los ojos? ¿En qué furcia estabas pensando? ¡Sois igual que bueyes! ¡Tú y todos! ¡No sabéis donde pisáis!

Consorcio López, blanco como el papel, procuraba tranquilizarla.

– Fue una desgracia, señora; fue sin querer.

– ¡Hombre, claro! ¡Lo que faltaba es que hubiera sido aposta! ¡Sería lo último! ¡Que en mi Café y en mis propias narices, una mierda de encargado que es lo que eres tú, me rompiese las cosas porque sí, porque le daba la gana! ¡No, si a todo llegáremos! ¡Eso ya lo sé yo! ¡Pero vosotros no lo vais a ver! ¡El día que me harte vais todos a la cárcel, uno detrás de otro! ¡Tú el primero, que no eres más que un golfo! ¡Di que una no quiere, que si tuviera mala sangre como la tenéis vosotros…!

En plena bronca, con todo el Café en silencio y atento a los gritos de la dueña, entró en el local una señora alta y algo gruesa, no muy joven pero bien conservada, guapetona, un poco ostentosa, que se sentó a una mesa enfrente del mostrador. López, al verla, perdió la poca sangre que le quedaba: Marujita, con diez años más, se había convertido en una mujer espléndida, pictórica, rebosante, llena de salud y de poderío. En la calle, cualquiera que la viese la hubiera diagnosticado de lo que era, una rica de pueblo, bien casada, bien vestida y bien comida, y acostumbrada a mandar en jefe y a hacer siempre su santa voluntad. Marujita llamó a un camarero.

– Tráigame usted café.

– ¿Con leche?

– No, solo. ¿Quién es esa señora que grita?

– Pues, la señora de aquí; vamos, el ama.

– Dígale usted que venga, que haga el favor.

Al pobre camarero le temblaba la bandeja.

– Pero ¿ahora mismo tiene que ser?

– Sí, Dígale que venga, que yo la llamo. El camarero, Con el gesto del reo que camina hacia el garrote, se acercó al mostrador.

– López, marche uno solo. Oiga, señora, con permiso. Doña Rosa se volvió.

– ¡Qué quieres!

– No, yo nada, es que aquella señora la llama a usted.

¾¿Cuál?

– Aquella de la sortija; aquella que mira para aquí.

– ¿Me llama a mí?

– Sí, a la dueña, me dijo; yo no sé qué querrá; parece una señora importante, una señora de posibles. Me dijo, dice, diga usted a la dueña que haga el favor de venir.

Doña Rosa, con el ceño fruncido, se acercó a la mesa de Marujita. López se pasó la mano por los ojos.

– Buenas tardes. ¿Me buscaba usted?

– ¿Es usted la dueña?

– Servidora.

– Pues sí, a usted buscaba. Déjeme que me presente: soy la señora de Gutiérrez, doña María Ranero de Gutiérrez; tome usted una tarjeta, ahí va la dirección. Mi esposo y yo vivimos en Tomelloso, en la provincia de Ciudad Real, donde tenemos la hacienda, unas finquitas de las que vivimos.

– Ya, ya.

– Si. Pero ahora ya nos hemos hartado de pueblo, ahora queremos liquidar todo aquello y venirnos a vivir a Madrid. Aquello, desde la guerra, se puso muy mal, siempre hay envidias, malos quereres, ya sabe usted.

– Sí, sí.

– Pues, claro. Y además los chicos ya son mayorcitos y lo que pasa, que si los estudios, que si después las carreras, lo de siempre: que si no nos venimos con ellos, pues los perdemos ya para toda la vida.

– Claro, claro. ¿Tienen ustedes muchos chicos? La señora de Gutiérrez era algo mentirosa.

– Pues, sí, tenemos cinco ya. Los dos mayorcitos van a cumplir los diez años, están ya hechos unos hombres. Estos gemelos son de mi otro matrimonio; yo quedé viuda muy joven. Mírelos usted.

A doña Rosa le sonaban, ella no podía recordar de qué, las caras de aquellos dos chiquillos de primera comunión.

– Y natural, pues al venirnos a Madrid, queremos, poco más o menos, ver lo que hay.

– Ya, ya.

Doña Rosa se fue calmando, ya no parecía la misma de unos minutos antes. A doña Rosa, como a todos los que gritan mucho, la dejaban como una malva en cuanto que la ganaban por la mano.

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