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– Sí, puede ser.

Julita no se paraba ni de milagro.

– ¡Mira, mira, ese corderito es tuerto! ¡Pobre!

Efectivamente, al corderito bordado sobre uno de los almohadones del diván le faltaba un ojo.

Ventura se puso serio, aquello empezaba a ser el cuento de nunca acabar.

– ¿Quieres estarte quieta?

– ¡Ay, hijo mío, qué brusco eres! Por dentro, Julita estaba pensando: ¡Con el encanto que tiene llegar de puntillas al amor! Julita era muy artista, mucho más artista, sin duda, que su novio.

Marujita Ranero, cuando salió del Café, se metió en una panadería a llamar por teléfono al padre de sus dos gemelitos.

– ¿Te gusté?

– Sí. Oye, Maruja, ¡pero tú estás loca!

– No, ¡qué voy a estarlo! Fui a que me vieses, no quería que esta noche te cogiera la cosa de sorpresa y te llevaras una desilusión.

– Sí, sí…

– Oye, ¿de verdad que te gusto todavía?

– Más que antes, te lo juro, y antes me gustabas más que el pan frito.

– Oye, y si yo pudiese, ¿te casarías conmigo?

– Mujer…

– Oye, con éste no he tenido hijos.

– ¿Pero él?

– Él tiene un cáncer como una casa; el médico me dijo que no puede salir adelante.

– Ya, ya. Oye.

– Qué.

– ¿De verdad que piensas comprar el Café?

– Si tú quieres, si. En cuanto que se muera y nos podamos casar. ¿Lo quieres de regalo de boda?

– ¡Pero, mujer!

– Sí, chico, yo he aprendido mucho. Y además soy rica y hago lo que me da la gana. Él me lo deja todo; me enseñó el testamento. Dentro de unos meses no me dejo ahorcar por cinco millones.

– ¿Eh?

– Pues que dentro de unos meses, ¿me oyes?, no me dejo ahorcar por cinco millones.

– Sí, sí…

– ¿Llevas en la cartera las fotos de los nenes?

– Sí.

– ¿Y las mías?

– No; las tuyas, no. Cuando te casaste, las quemé; me pareció mejor.

– Allá tú. Esta noche te daré unas cuantas. ¿A qué hora irás, poco más o menos?

– Cuando cerremos, a la una y media o dos menos cuarto.

– No tardes, ¿eh?, vete derecho.

– Sí.

– ¿Te acuerdas del sitio?

– Sí. " La Colladense ", en la calle de la Magdalena.

– Eso es, habitación número tres.

– Sí. Oye, cuelgo, que arrima para aquí la bestia.

– Adiós, hasta luego. ¿Te echo un beso?

– Sí.

– Tómalo, tómalos todos; no uno, sino mil millones…

La pobre panadera estaba asustadita. Cuando Marujita Ranero se despidió y le dio las gracias, la mujer no pudo ni contestarle.

Doña Montserrat dio por terminada su visita.

– Adiós, amiga Visitación; por mí estaría aquí todo el santo día, escuchando su agradable charla.

– Muchas gracias.

– No es coba, es la pura verdad. Lo que pasa, ya le digo, es que hoy no quiero perderme la Reserva.

– ¡Si es por eso!

– Sí, ya he faltado ayer.

– Yo estoy hecha una laica. En fin, ¡que Dios no me castigue!

Ya en la puerta, doña Visitación piensa decirle a doña Montserrat: ¿Quiere que nos tuteemos? Yo creo que ya debemos tutearnos, ¿no te parece?

Doña Montserrat es muy simpática, hubiera dicho encantada que sí.

Doña Visitación piensa decirle, además:

– Y si nos tuteamos, lo mejor será que yo te llame Monse y tú me llames Visi, ¿verdad?

Doña Montserrat también hubiera aceptado. Es muy complaciente y, bien mirado, las dos son amigas ya casi veteranas. Pero, ¡lo que son las cosas!, con la puerta abierta, doña Visitación no se atrevió más que a decir:

– Adiós amiga Montserrat, no se nos venda usted tan cara.

– No, no; ahora voy a ver si vengo por aquí con más frecuencia.

– ¡Ojalá sea cierto!

– Sí. Óigame, Visitación, no se me olvide usted de que me prometió dos pastillas de jabón Lagarto a buen precio.

– No, no; descuide.

Doña Montserrat, que entró en casa de doña Visi bajo el mismo signo, se marchó al tiempo que el loro del segundo barbarizaba.

– ¡Qué horror! ¿Qué es eso?

– No me hable usted hija, un loro que es el mismo diablo.

– ¡Qué vergüenza! ¡A eso no debía haber derecho!

– Verdaderamente. Yo ya no sé lo que hacer.

Rabelais es un loro de mucho cuidado, un loro procaz y sin principios, un loro descastado y del que no hay quien haga carrera. A lo mejor está una temporada algo más tranquilo, diciendo "chocolate" y "Portugal" y otras palabras propias de un loro fino, pero como es un inconsciente, cuando menos se piensa y a lo mejor su dueña está con una visita de cumplido, se descuelga declamando ordinarieces y pecados con su voz cascada de solterona vieja. Angelito, que es un chico muy piadoso de la vecindad, estuvo tratando de llevar a Rabelais al buen camino, pero no consiguió nada; sus esfuerzos fueron en vano y su labor cayó en el vacío. Después se desanimó y lo fue dejando poco a poco, y Rabelais, ya sin preceptor, pasó unos quin.ce días en que sonrojaba oírle hablar. Cómo sería la cosa, que hasta llamó la atención a su dueña un señor del principal, don Pío Navas Pérez, interventor de los ferrocarriles.

– Mire usted, señora, lo de su lorito ya pasa de castaño oscuro. Yo no pensaba decirle nada, pero la verdad es que ya no hay derecho. Piense usted que tengo ya una pollita en estado de merecer y que no está bien que oiga estas cosas. ¡Vamos, digo yo!

– Sí, don Pío, tiene usted más razón que un santo. Perdone usted, ya le llamaré la atención. ¡Este Rabelais es incorregible!

Alfredo Ángulo Echevarría le dice a su tía doña Lolita Echevarría de Cazuela:

– Visi es un encanto de chica, ya la verás. Es una chica moderna, con muy buen aire, inteligente, guapa, en fin, todo. Yo creo que la quiero mucho.

Su tía Lolita está como distraída. Alfredo sospecha que no le está haciendo maldito el caso.

– Me parece, tía, que a ti no te importa nada esto que te estoy contando de mis relaciones.

– Sí, sí, ¡qué bobo! ¿Cómo no me va a importar?

Después, la señora de Cazuela empezó a retorcerse las manos y a hacer extraños, y acabó rompiendo en un llanto violento, dramático, aparatoso. Alfredo se asustó.

– ¿Qué te pasa?

– ¡Nada, nada!, ¡déjame! Alfredo trató de consolarla.

– Pero, mujer, tía, ¿qué tienes? ¿Metí la pata en algo?

– No, no, déjame llorar.

Alfredo quiso gastarle una bromita a ver si se animaba.

– Bueno, tía, no seas histérica, que ya no andas por los dieciocho años. Cualquiera que te vea va a pensar que lo que tú tienes son contrariedades amorosas…

Nunca lo hubiera dicho. La señora de Cazuela palideció, puso los ojos en blanco y, ¡pum!, se fue de bruces contra el suelo. El tío Fernando no estaba en casa; estaba reunido con todos los vecinos porque la noche anterior había habido un crimen en la casa y querían tener un cambio de impresiones y tomar algunos acuerdos. Alfredo sentó a la tía Lolita en una butaca y le echó un poco de agua por la cara; cuando se repuso, Alfredo les dijo a las criadas que le preparasen una taza de tila.

Cuando doña Lolita pudo hablar, miró para Alfredo y le dijo, con una voz lenta y opaca:

– ¿Tú sabes quién me compraría el cestón de la ropa sucia?

Alfredo se quedó un poco extrañado de la pregunta.

– No sé, cualquier trapero.

– Si te encargas de que salga de casa, te lo regalo; yo no quiero ni verlo. Lo que te den, para ti.

– Bueno.

A Alfredo le entró cierta preocupación. Cuando volvió su tío, lo llamó aparte y le dijo:

– Mira, tío Fernando, yo creo que debes llevar a la tía al médico, a mí me parece que tiene una gran debilidad nerviosa. Además, tiene manías; me dijo que me llevara de casa el cestón de la ropa sucia; que ella no quería ni verlo.

Don Fernando Cazuela no se inmutó, se quedó tan fresco como si tal cosa. Alfredo, cuando lo vio tan tranquilo, pensó que allá ellos, que lo mejor sería no meterse en nada.

– Mira -se dijo-, si loquea, que loquee. Yo ya lo dije bien claro; si no me hacen caso, peor para ellos. Después vendrán las lamentaciones y el llevarse las manos a la cabeza.

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