– Pues bien, señores académicos: así como para usar algo hay que poseerlo, para poseer algo hay que adquirirlo. Nada importa a titulo de qué; yo he dicho, tan sólo, que hay que adquirirlo, ya que nada, absolutamente nada, puede ser poseído sin una previa adquisición. (Quizá me interrumpan los aplausos. Conviene estar preparado.)
La voz de don Ibrahim sonaba solemne como la de un fagot. Al otro lado del tabique de panderete, un marido, de vuelta de su trabajo, preguntaba a su mujer:
– ¿Ha hecho su caquita la nena?
Don Ibrahim sintió algo de frío y se arregló un poco la bufanda. En el espejo se veía un lacito negro, el que se lleva en el frac por las tardes.
Don Mario de la Vega, el impresor del puro, se había ido a cenar con el bachiller del plan del 3.
– Mire, ¿sabe lo que le digo? Pues que no vaya mañana a verme; mañana vaya a trabajar. A mi me gusta hacer las cosas así, sobre la marcha.
El otro, al principio, se quedó un poco perplejo. Le hubiera gustado decir que quizá fuera mejor ir al cabo de un par de días, para tener tiempo de dejar en orden algunas cosillas, pero pensó que estaba expuesto a que le dijeran que no.
– Pues nada, muchas gracias, procuraré hacerlo lo mejor que sepa.
– Eso saldrá usted ganando. Don Mario de la Vega sonrió.
– Pues trato hecho. Y ahora, para empezar con buen pie, le invito a usted a cenar.
Al bachiller se le nubló la vista.
– Hombre…
El impresor le salió al paso.
– Vamos, se entiende que si no tiene usted ningún compromiso, yo no quisiera ser inoportuno.
– No, no, descuide usted, no es usted inoportuno, todo lo contrario. Yo no tengo ningún compromiso. El bachiller se armó de valor y añadió:
– Esta noche no tengo ningún compromiso, estoy a su disposición.
Ya en la taberna, don Mario se puso un poco pesado y le explicó que a él le gustaba tratar bien a sus subordinados, que sus subordinados estuvieran a gusto, que sus subordinados prosperasen, que sus subordinados viesen en él a un padre, y que sus subordinados llegasen a cogerle cariño a la imprenta.
– Sin una colaboración entre el jefe y los subordinados no hay manera de que el negocio prospere. Y si el negocio prospera, mejor para todos: para el amo y para los subordinados. Espere un instante, que voy a telefonear, tengo que dar un recado.
El bachiller, tras la perorata de su nuevo patrón, se dio cuenta perfectamente de que su papel era el de subordinado. Por si no lo había entendido del todo, don Mario, a media comida, le soltó:
– Usted entrará cobrando dieciséis pesetas; pero de contrato de trabajo, ni hablar. ¿Entendido?
– Sí, señor; entendido.
El señor Suárez se apeó de su taxi enfrente del Congreso y se metió por la calle del Prado, en busca del Café donde lo esperaban. El señor Suárez, para que no se le notase demasiado que llevaba la boquita hecha agua, había optado por no llegar con el taxi hasta la puerta del Café.
– ¡Ay, chico! Estoy pasado. En mi casa debe suceder algo horrible, mi mamita no contesta.
La voz del señor Suárez, al entrar en el Café, se hizo aún más casquivana que de costumbre, era ya casi una voz de golfa de bar de camareras.
– ¡Déjala y no te apures! Se habrá dormido.
– ¡Ay! ¿Tú crees?
– Lo más seguro. Las viejas se quedan dormidas en seguida.
Su amigo era un barbián con aire achulado, corbata verde, zapatos color corinto y calcetines a rayas. Se llama José Giménez Higueras y aunque tiene un aspecto sobrecogedor, con su barba dura y su mirar de moro, le llaman, por mal nombre, Pepito el Astilla.
El señor Suárez sonrió, casi con rubor.
– ¡Qué guapetón estás, Pepe!
– ¡Cállate, bestia, que te van a oír!
– ¡Ay, bestia, tú siempre tan cariñoso! El señor Suárez hizo un mohín. Después se quedó pensativo.
– ¿Qué le habrá pasado a mi mamita?
– ¿Te quieres callar?
El señor Giménez Figueras, alias el Astilla, le retorció una muñeca al señor Suárez, alias la Fotógrafa.
– Oye, chata, ¿hemos venido para ser felices o para que me coloques el rollo de tu mamá querida?
– ¡Ay, Pepe, tienes razón, no me riñas! ¡Es que estoy que no me llega la camisa al cuerpo!
Don Leoncio Maestre tomó dos decisiones fundamentales. Primero: es evidente que la señorita Elvira no es una cualquiera, se le ve en la cara. La señorita Elvira es una chica fina, de buena familia, que ha tenido algún disgusto con los suyos, se ha largado y ha hecho bien, ¡qué caramba! ¡A ver si va a haber derecho, como se creen muchos padres, a tener a los hijos toda la vida debajo de la bota! La señorita Elvira, seguramente, se fue de su casa porque su familia llevaba ya muchos años dedicada a hacerle la vida imposible. ¡Pobre muchacha! ¡En fin! Cada vida es un misterio, pero la cara sigue siendo el espejo del alma.
– ¿En qué cabeza cabe pensar que Elvira pueda ser una furcia? Hombre, ¡por amor de Dios!
Don Leoncio Maestre estaba un poco incomodado consigo mismo.
La segunda decisión de don Leoncio fue la de acercarse de nuevo, después de cenar, al Café de doña Rosa, a ver si la señorita Elvira habia vuelto por allí.
– ¡Quién sabe! Estas chicas tristes y desgraciadas que han tenido algún disgustillo en sus casas, son muy partidarias de los Cafés donde se toca la música.
Don Leoncio Maestre cenó a toda prisa, se cepilló un poco, se puso otra vez el abrigo y el sombrero, y se marchó al Café de doña Rosa. Vamos; él salió con intención de darse una vueltecita por el Café de doña Rosa.
Mauricio Segovia fue a cenar con su hermano Hermenegildo, que había venido a Madrid a ver si conseguía que lo hiciesen secretario de la C.N.S. de su pueblo.
– ¿Cómo van tus cosas?
– Pues, chico, van… Yo creo que van bien…
– ¿Tienes alguna noticia nueva?
– Si. Esa tarde estuve con don José María, el que está en la secretaría particular de don Rosendo, y me dijo que él apoyaría la propuesta con todo interés. Ya veremos lo que hacen entre todos. ¿Tú crees que me nombrarán?
– Hombre, yo creo que si. ¿Por qué no?
– Chico, no sé. A veces me parece que ya lo tengo en la mano, y a veces me parece que lo que me van a dar, al final, es un punterazo en el culo. Esto de estar así, sin saber a qué carta quedarse, es lo peor.
– No te desanimes, de lo mismo nos hizo Dios a todos. Y además, ya sabes, el que algo quiere, algo le cuesta.
– Si, eso pienso yo.
Los dos hermanos, después, cenaron casi todo el tiempo en silencio.
– Oye, esto de los alemanes va de cabeza.
– Sí, a mí ya me empieza a oler a cuerno quemado.
Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull hizo como que no oía lo de la caquita de la nena del vecino, se volvió a arreglar un poco la bufanda, volvió a poner la mano sobre el respaldo de la silla, y continuó:
– Sí, señores académicos, quien tiene el honor de informar ante ustedes cree que sus argumentos no tienen vuelta de hoja. (¿No resultará demasiado popular, un poco chabacano, esto de la vuelta de hoja?) Aplicando al concepto jurídico que nos ocupa, las conclusiones del silogismo precedente (aplicando al concepto jurídico que nos ocupa, las conclusiones del silogismo precedente, quizás quede algo largo) podemos asegurar que, asi como para usar algo hay que poseerlo, paralelamente, para ejercer un derecho, cualquiera que fuere, habrá que poseerlo también. (Pausa.)
El vecino de al lado preguntaba por el color. Su mujer le decía que de color normal.
– Y un derecho no puede poseerse, corporación insigne, sin haber sido previamente adquirido. Creo que mis palabras son claras como las fluyentes aguas de un arroyo cristalino. (Voces: sí, sí.) Luego si para ejercer un derecho hay que adquirirlo, porque no puede ejercerse algo que no se tiene (¡Claro, claro!), ¿cómo cabe pensar, en rigor científico, que exista un modo de adquisición por el ejercicio, como quiere el profesor De Diego, ilustre por tantos conceptos, si esto seria tanto como afirmar que se ejerce algo que aún no se ha adquirido, un derecho que todavía no se posee? (Insistentes rumores de aprobación.)