– ¡Qué ladrones! Fíjate cuando pasemos por un farol: va ya marcando seis pesetas.
Martín, al llegar a la esquina de O'Donnell, se tropieza con Paco.
En el momento en que oye "¡Hola!", va pensando:
– Si, tenía razón Byron: si tengo un hijo haré de él algo prosaico, abogado o pirata.
Paco le pone una mano sobre el hombro.
– Estás sofocado. ¿Por qué no me esperaste? Martín parece un sonámbulo, un delirante.
– ¡Por poco lo mato! ¡Es un puerco!
– ¿Quién?
– El del bar.
– ¿El del bar? ¡Pobre desgraciado! ¿Qué te hizo?
– Recordarme los cuartos. ¡Él sabe de sobra que, en cuanto tengo, pago!
– Pero, hombre, ¡le harían falta!
– Sí, para pagar la contribución. Son todos iguales. Martín miró para el suelo y bajó la voz.
– Hoy me echaron a patadas de otro Café.
– ¿Te pegaron?
– No, no me pegaron, pero la intención era bien clara. ¡Estoy ya muy harto, Paca!
– Anda, no te excites, no merece la pena. ¿A dónde vas?
– A dormir.
– Es lo mejor. ¿Quieres que nos veamos mañana?
– Como tú quieras. Déjame recado en casa de Filo, yo me pasaré por allí.
– Bueno.
– Toma el libro que querías. ¿Me has traído las cuartillas?
– No, no pude. Mañana veré si las puedo coger.
La señorita Elvira da vueltas en la cama, está desazonada: cualquiera diría que se había echado al papo una cena tremenda. Se acuerda de su niñez y de la picota de Villalón; es un recuerdo que la asalta a veces. Para desecharlo, la señorita Elvira se pone a rezar el Credo hasta que se duerme; hay noches -en las que el recuerdo es más pertinaz- que llega a rezar hasta ciento cincuenta o doscientos Credos seguidos.
Martin pasa las noches en casa de su amigo Pablo Alonso, en una cama turca puesta en el ropero. Tiene una llave del piso y no ha de cumplir, a cambio de la hospitalidad, sino tres cláusulas: no pedir jamás una peseta, no meter a nadie en la habitación y marcharse a las nueve y media de la mañana para no volver hasta pasadas las once de la noche. El caso de enfermedad no estaba previsto.
Por las mañanas, al salir de casa de Alonso, Martin se mete en Comunicaciones o en el Banco de España, donde se está caliente y se pueden escribir versos por detrás de los impresos de los telegramas y de las imposiciones de las cuentas corrientes.
Cuando Alonso le da alguna chaqueta, que deja casi nuevas, Martín Marco se atreve a asomar los hocicos, después de la hora de la comida, por el hall del Palace. No siente gran atracción por el lujo, ésa es la verdad, pero procura conocer todos los ambientes.
– Siempre son experiencias -piensa.
Don Leoncio Maestre se sentó en su baúl y encendió un pitillo. Era feliz como nunca y por dentro cantaba "La donna é mobile", en un arreglo especial. Don Leoncio Maestre, en su juventud, se había llevado la flor natural en unos juegos florales que se celebraron en la isla de Menorca, su patria chica.
La letra de la canción que cantaba don Leoncio era, como es natural, en loa y homenaje de la señorita Elvira. Lo que le preocupaba era que, indefectiblemente, el primer verso tenía que llevar los acentos fuera de su sitio. Había tres soluciones:
1ª ¡Oh,bella
Elvírita!
2ª¡Oh,bella
Elvírita!
3ª ¡Oh,bella Elviriíta!
Ninguna era buena, ésta es la verdad, pero sin duda la mejor era la primera; por lo menos llevaba los acentos en el mismo sitio que "La donna é mobile".
Don Leoncio, con los ojos entornados, no dejaba ni un instante de pensar en la señorita Elvira.
– ¡Pobrecita mía! Tenía ganas de fumar. Yo creo, Leoncio, que has quedado como las propias rosas regalándole la cajetilla…
Don Leoncio estaba tan embebido en su amoroso recuerdo que no notaba el frío de la lata de su baúl debajo de sus posaderas.
El señor Suárez dejó el taxi a la puerta. Su cojera era ya jacarandosa. Se sujetó los lentes de pinza y se metió en el ascensor. El señor Suárez vivía con su madre, ya vieja, y se llevaban tan bien que, por las noches, antes de irse a la cama, la señora iba a taparlo y a darle su bendición.
– ¿Estás bien, hijito?
– Muy bien, mami querida.
– Pues hasta mañana, si Dios quiere. Tápate, no te vayas a enfriar. Que descanses.
– Gracias, mamita, igualmente; dame un beso.
– Tómalo, hijo; no te olvides de rezar tus oraciones.
– No, mami. Adiós.
El señor Suárez tiene unos cincuenta años; su madre, Veinte o veintidós más.
El señor Suárez llegó al tercero, letra C, sacó su llavín y abrió la puerta. Pensaba cambiarse la corbata, peinarse bien, echarse un poco de colonia, inventar una disculpa caritativa y marcharse a toda prisa, otra vez en el taxi.
– ¡Mami!
La voz del señor Suárez al llamar a su madre desde la puerta, cada vez que entraba en casa, era una voz que imitaba un poco la de los alpinistas del Tirol que salen en las películas.
– ¡Mami!
Desde el cuarto de delante, que tenía la luz encendida, nadie contestó.
– ¡Mami! ¡Mami!
El señor Suárez empezó a ponerse nervioso.
– ¡Mami! ¡Mami! ¡Ay, santo Dios! ¡Ay, que yo no entro! ¡Mami!
El señor Suárez, empujado por una fuerza un poco rara, tiró por el pasillo. Esa fuerza un poco rara era, probablemente, curiosidad.
– ¡Mami!
Ya casi con la mano en el picaporte, el señor Suárez dio marcha atrás y salió huyendo. Desde la puerta volvió a repetir:
– ¡Mami! ¡Mami!
Después notó que el corazón le palpitaba muy de prisa y bajó las escaleras, de dos en dos.
– Lléveme a la Carrera de San Jerónimo, enfrente del Congreso.
El taxi lo llevó a la Carrera de San Jerónimo, enfrente del
Congreso.
Mauricio Segovia, cuando se aburrió de ver y de oír cómo doña Rosa insultaba a sus camareros, se levantó y se marchó del Café.
– Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o toda esa caterva de gaznápiros. ¡Si un día le dieran entre todos una buena tunda!
Mauricio Segovia es bondadoso, como todos los pelirrojos, y no puede aguantar las injusticias. Si él preconiza que lo mejor que podían hacer los camareros era darle una somanta a doña Rosa, es porque ha visto que doña Rosa los trataba mal; así, al menos, quedarían empatados -uno a uno- y se podría empezar a contar de nuevo.
– Todo es cuestión de cuajos: los hay que lo deben tener grande y blanducho, como una babosa, y los hay también que lo tienen pequeñito y duro, como una piedra de mechero.
Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull se encaró con el espejo, levantó la cabeza, se acarició la barba y exclamó:
– Señores académicos: No quisiera distraer vuestra atención más tiempo, etc., etc. (Sí, esto sale bordado… La cabeza en arrogante ademán… Hay que tener cuidado con los puños, a veces asoman demasiado, parece como si fueran a salir volando.)
Don Ibrahim encendió la pipa y se puso a pasear por la habitación, para arriba y para abajo. Con una mano sobre el respaldo de la silla y con la otra con la pipa en alto, como el rollito que suelen tener los señores de las estatuas, continuó:
– ¿Cómo admitir, como quiere el señor Clemente de Diego, que la usucapión sea el modo de adquirir derechos por el ejercicio de los mismos? Salta a la vista la escasa consistencia del argumento, señores académicos. Perdóneseme la insistencia y permítaseme que vuelva, una vez más, a mi ya vieja invocación a la lógica; nada, sin ella, es posible en el mundo de las ideas. (Aquí, seguramente, habrá murmullos de aprobación.) ¿No es evidente, ilustre senado, que para usar algo hay que poseerlo? En vuestros ojos adivino que pensáis que sí. (A lo mejor, uno del público dice en voz baja: "Evidente, evidente".) Luego si para usar algo hay que poseerlo, podremos, volviendo la oración por pasiva, asegurar que nada puede ser usado sin una previa posesión. Don Ibrahim adelantó un pie hacia las candilejas y acarició, con un gesto elegante, las solapas de su balín. Bien: de su frac. Después sonrió…