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El vecino de al lado preguntaba:

– ¿Tuviste que meterle el perejilito?

– No, ya lo tenía preparado, pero después lo hizo ella sólita. Mira, he tenido que comprar una lata de sardinas; me dijo tu madre que el aceite de las latas de sardinas es mejor para estas cosas.

– Bueno, no te preocupes, nos las comemos a la cena y en paz. Eso del aceite de las sardinas son cosas de mi madre.

El marido y la mujer se sonrieron con terneza, se dieron un abrazo y se besaron. Hay días en que todo sale bien. El estreñimiento de la nena venia siendo ya una preocupación.

Don Ibrahim pensó que, ante los insistentes rumores de aprobación, debía hacer una breve pausa, con la frente baja y la vista mirando, como distraídamente, para la carpeta y el vaso de agua.

– No creo preciso aclarar, señores académicos, que es necesario tener presente que el uso de la cosa -no el uso o ejercicio del derecho a usar la cosa, puesto que todavía no existe- que conduce, por prescripción, a su posesión, a título de propietario, por parte del ocupante, es una situación de hecho, pero jamás un derecho. (Muy bien.)

Don Ibrahim sonrió como un triunfador y se estuvo unos instantes sin pensar en nada. En el fondo -y en la superficie también- don Ibrahim era un hombre muy feliz. ¿Que no le hacían caso? ¡Qué más da! ¿Para qué estaba la Historia?

– Ella a todos, al fin y a la postre, hace justicia. Y si en este bajo mundo al genio no se le toma en consideración, ¿para qué preocuparnos si dentro de cien años, todos calvos?

A don Ibrahim vinieron a sacarlo de su dulce sopor unos timbrazos violentos, atronadores, descompuestos.

¡Qué barbaridad, qué manera de alborotar! ¡Vaya con la educación de algunas gentes! ¡Lo que faltaba es que se hubieran confundido!

La señora de don Ibrahim, que hacía calceta, sentada al brasero, mientras su marido peroraba, se levantó y fue a abrir la puerta.

Don Ibrahim puso el oído atento. Quien llamó a la puerta había sido el vecino del cuarto.

– ¿Está su esposo?

¾Sí, señor, está ensayando su discurso.

– ¿Me puede recibir?

– Sí, no faltaría más.

La señora levantó la voz:

– Ibrahim. es el vecino de arriba. Don Ibrahim respondió:

– Que pase, mujer, que pase; no lo tengas ahí. Don Leoncio Maestre estaba pálido.

– Veamos, convecino, ¿qué le trae por mi modesto hogar?

A don Leoncio le temblaba la voz.

– ¡Está muerta!

– ¿Eh?

– ¡Que está muerta!

– ¿Qué?

– Que si, señor, que está muerta: yo le toqué la frente y está fría como el hielo.

La señora de don Ibrahim abrió unos ojos de palmo.

– ¿Quién?

– La de al lado.

– ¿La de al lado?

– Sí.

– ¿Doña Margot?

– Sí.

Don Ibrahim intervino.

– ¿La mamá del maricón?

Al mismo tiempo que don Leoncio decía que sí, su mujer le reprendió:

– ¡Por Dios, Ibrahim, no hables así!

– ¿Y está muerta, definitivamente?

– Sí, don Ibrahim, muerta del todo. Está ahorcada con una toalla.

– ¿Con una toalla?

– Sí, señor, con una toalla de felpa.

– ¡Qué horror!

Don Ibrahim empezó a cursar órdenes, a dar vueltas de un lado para otro, y a recomendar calma.

– Genoveva, cuélgate del teléfono y llama a la policía.

– ¿Qué número tiene?

– ¡Yo qué sé, hija mia; míralo en la lista! Y usted, amigo Maestre, póngase en guardia en la escalera, que nadie suba ni baje. En el perchero tiene usted un bastón. Yo voy a avisar al médico.

Don Ibrahim, cuando le abrieron la puerta de la casa del médico, preguntó, con aire de gran serenidad:

– ¿Está el doctor?

– Sí, señor; espere usted un momento.

Don Ibrahim ya sabía que el médico estaba en casa. Cuando salió a ver lo que queria, don Ibrahim, como no acertando por dónde empezar, le sonrió:

– ¿Qué tal la nena, se le arregla ya su tripita?

Don Mario de la Vega, después de cenar, invitó a café a Eloy Rubio Antofagasta, que era el bachiller del plan 3. Se veía que queria abusar.

– ¿Le apetece un purito?

– Sí, señor; muchas gracias.

– ¡Caramba, amigo, no pasa usted a nada! Eloy Rubio Antofagasta sonrió humildemente.

– No, señor. Después añadió:

– Es que estoy muy contento de haber encontrado trabajo, ¿sabe usted?

– ¿Y de haber cenado?

– Sí, señor; de haber cenado también.

El señor Suárez se estaba fumando un purito que le regaló Pepe, el Astilla.

– ¡Ay, qué rico me sabe! Tiene tu aroma. El señor Suárez miró a los ojos a su amigo.

– ¿Vamos a tomarnos unos chatos? Yo no tengo ganas de cenar; estando contigo se me quita el apetito.

– Bueno, vamonos.

– ¿Me dejas que te invite?

La Fotógrafa y el Astilla se fueron, muy cogiditos del brazo, por la calle del Prado arriba, por la acera de la izquierda, según se sube, donde hay unos billares. Algunas personas, al verlos, volvian un poco la cabeza.

– ¿Nos metemos aquí un rato, a ver posturas?

– No, déjalo; el otro día por poco me meten un taco por la boca.

– ¡Qué bestias! Es que hay hombres sin cultura, ¡hay que ver! ¡Qué barbaridad! Te habrás llevado un susto inmenso, ¿verdad, Astillita?

Pepe, el Astilla, se puso de mal humor.

– Oye, le vas a llamar Astillita a tu madre. Al señor Suárez le dio la histeria.

– ¡Ay, mi mamita! ¡Ay, qué le habrá pasado! ¡Ay Dios mío!

– ¿Te quieres callar?

– Perdóname, Pepe, ya no te hablaré más de mi mamá. ¡Ay, pobrecita! Oye, Pepe, ¿me compras una flor? Quiero que me compres una camelia roja; yendo contigo conviene llevar el cartelito de prohibido…

Pepe, el Astilla, sonrió, muy ufano, y le compró al señor Suárez una camelia roja.

– Póntela en la solapa.

– Donde tú quieras.

El doctor, después de comprobar que la señora estaba muerta y bien muerta, atendió a don Leoncio Maestre, que el pobre estaba con un ataque de nervios, casi sin sentido y tirando patadas a todos lados.

– ¡Ay, doctor! ¿Mire que si ahora se nos muere éste? Doña Genoveva Cuadrado de Ostolaza estaba muy apurada.

– No se preocupe, señora, éste no tiene nada importante, un susto de ordago y nada más.

Don Leoncio, sentado en una butaca, tenía los ojos en blanco y echaba espuma por la boca. Don Ibrahim; mientras tanto, había organizado al vecindario.

– Calma, sobre todo una gran calma. Que cada cabeza de familia registre concienzudamente su domicilio. Sirvamos la causa de la Justicia, prestándole el apoyo y la colaboración que esté a nuestros alcances.

– Sí; sí, señor, muy bien hablado. En estos momentos, lo mejor es que uno mande y los demás obedezcamos.

Los vecinos de la casa del crimen, que eran todos españoles, pronunciaron, quién más, quién menos, su frase lapidaria.

– A éste prepárenle una taza de tila.

– Sí, doctor.

Don Mario y el bachiller Eloy acordaron acostarse temprano.

– Bueno, amigo mío, mañana, ¡a chutar! ¿Eh?

– Si, señor, ya verá usted como queda contento de mi trabajo.

– Eso espero. Mañana a las nueve tendrá usted ocasión de empezar a demostrármelo. ¿Hacia dónde va usted?

– Pues a casa, ¿a dónde voy a ir? Iré a acostarme. ¿Usted también se acuesta temprano?

– Toda la vida. Yo soy un hombre de costumbres ordenadas.

Eloy Rubio Antofagasta se sintió cobista; el ser cobista era, probablemente, su estado natural.

– Pues si usted no tiene inconveniente, señor Vega, yo le acompaño primero.

– Como usted guste, amigo Eloy, y muy agradecido. ¡Cómo se ve que está usted seguro de que aún ha de caer algún que otro pitillo!

– No es por eso, señor Vega, créame usted.

– ¡Ande y no sea tonto, hombre de Dios, que todos hemos sido cocineros antes que frailes!

Don Mario y su nuevo corrector de pruebas, aunque la noche estaba más bien fría, se fueron dando un paseito, con el cuello de los gabanes subido. A don Mario, cuando le dejaban hablar de lo que le gustaba, no le hacían mella ni el frío, ni el calor, ni el hambre.

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