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Algún día, amigo Omar, le dice Bastián, alfombraremos todo Santiago.

Esa será demasiada alfombra, Bastián.

No seas incrédulo. Así hacían por la noche de Corpus en muchos lugares campesinos. Una gran alfombra con pétalos de rosas y hortensias que cubrían todas las calles. Y que después llevaba el viento. ¡Tú serás nuestro canciller de alfombreros, Ornar!

¿Es cierto eso que he oído, Bastían? Que el apóstol este que adoráis mató él solo treinta millones y 761.423 musulmanes.

No hagas caso, hombre. Son cosas del mar-keting. Hace siglos había mucha competencia. En realidad, el apóstol era palestino. O sea, antiimperailista. Cuando veas una farmacia, avisa.

Omar sabe que Bastían se guía por sus ocurrencias. Sus pasos siguen la grafía de un cuento.

He oído decir que hay unas aspirinas contra la saudade, le dice Bastían a la farmacéutica.

La mujer de la farmacia lo mira con asombro.

¿Contra la saudade?

Sí, lo he oído en la radio. Todo natural. Y llevan bicarbonato para los pedos saudosos.

La farmacéutica le sigue la broma: Tenemos unas cápsulas muy buenas para el estrés, la ansiedad, el vértigo y el insomnio. Pero para eso que usted dice…

¿Eso? ¿Le llama eso a la saudade? ¿No hay nada para la saudade? Ya ves, amigo Omar. ¡No hay nada para el mal más antiguo del ser humano! Bueno, pues entonces déme unos caramelos de miel para la garganta.

Calle arriba, jadeando, prosigue su discurso contra la saudade.

¡La saudade! Pereza, reuma, bronquitis de un pueblo anfibio. Teixeira [7] propuso convertirla en filosofía del «Estado Novo». ¡Qué tontería más tonta! Antonio Sergio le respondió que también los perros tienen saudade del hueso que no roen. Aunque peor que la saudade es su contraria, la euforia futurista.

¿Y la rabia?

La rabia no está mal. De vez en cuando.

Cuando llegan a la puerta de su humilde morada, los saluda la gaita de Manuel.

¿Escuchas? La Marcha do Antigo Reino. ¡Entramos en palacio, Omar!

En su habitación entreabierta, el escultor Mouzo le quita brillo con parsimonia a sus botas talladas en madera de boj. Lleva dos años trabajando. Son, dice, el recuerdo de los zapatos montañeses de su padre, que abrían caminos y senderos con pisar sólo una vez las aulagas y zarzas silvestres.

¡Hola, Joñas!, saluda Bastían al pez. Y luego al loro: ¡Bonsoir, Don Alvaro!

Je suis trés joli, mon ami!, dice el loro.

Eres feo y viejo como yo. ¡Que no te engañe la literatura! Le temps s'en va, Don Alvaro.

Cuando llueve, Santiago es una invención submarina. Como el mar no llega hasta aquí, pero sabe de su existencia, se alza en grandes vejigas nubosas que inundan la ciudad de piedra. Y por boca de los caballos de Platerías mana el agua.

Cuando está sola, Kiss contempla con horror los espejos. Revuelve su equipaje, busca en los lugares más insospechados y encuentra su droga: los bombones de chocolate. Se los come compulsivamente. Después se pesa en la báscula del baño. Luego llora.

Cuando está sola, Inma llama por teléfono y prosigue una disputa que parece eterna.

Nunca me he metido en tu trabajo, no sé por qué dices que te condiciono. ¿Que es mi personalidad la que te condiciona? ¿Qué estás diciendo? ¿Has esperado a que estuviese lejos para decirme que soy fría y calculadora? ¿Que yo acorto tu sentido de la mirada? Claro que soy calculadora. Déjame decirte que soy yo quien paga el alquiler, ventanas y luz incluidas. ¿Sabes lo que te digo? Que te des por aludido. ¡Vete al infierno!

Inma corta bruscamente. Contempla sus pies descalzos: Él dice que le he robado el alma. Eso ha sido siempre una declaración de amor, ¿o no?

Sesión de moda en el Mercado de la Piedra. Kiss se retrata en puestos de verdura y frutas, de quesos del país, de pescado.

Las caballas brillan como onzas de plata. Piezas de bravura amputadas al mar.

¡Cógelas con las manos!, pide Mireia.

Kiss hace un gesto de asco. ¿Con las manos?

¡Cógelas!, ordena Inma.

Mireia dispara y se enciende el flash. De repente, su mirada se distrae. Bastían, el ciego, huele una manzana y paga la mercancía con un poema.

De todos os amores o voso amor escollo: miñas donas giocondas… Le temps s'en va! Le temps s'en va!…

¡Qué zalamero eres, Bastían!, dice la vendedora de fruta, halagada. ¡Puedes llevarte otra!

Y ahora se acerca a la pescantina. Coge con naturalidad la caballa y cierra los ojos al olería.

Do mellor do país,

branca camelia e flor de lis!

Esa copla es repetida, Bastían, dice la vendedora.

Ei ti, raíña de Galicia, a que me matas, emigrante gioconda, vieira peregrina, rosa do mar, tenme da vida, amor, tenme da vida!

Mireia lo observa fascinada. Se desentiende de Kiss y apunta con la cámara.

¡Alto!, dice muy serio Bastían, como si descubriese a Mireia con un radar de los sentidos. ¡Nada de fotos! ¡No dais nada a cambio, ladrones! ¡Sois unos ladrones!

La sesión de fotos transcurre ahora en un tejado de la catedral, sobre una cubierta de losas de piedra. Kiss extiende sus brazos. Justo a su lado, la campana de la Berenguela da las horas.

Conocí un tipo en Dublín, dice Kiss de repente, con una rara nostalgia. Era un cubano que se bajó del barco y ya no se volvió a subir. Muy sonriente, pero parecía que siempre tenía frío. ¡Llevaba gorro de lana y guantes en verano! Le pregunté qué hacía y señaló la torre de la catedral diciéndome: Toco las campanas de san Patricio. ¡Qué bonitas son las ciudades en las que aún se escuchan las campanas!

Sentada en el tejado, Inma marca con insistencia en el móvil un número de teléfono.

¡Qué raro! No da señal. Con irónico fastidio: ¡Y eso que estamos en el cielo!

Ahora van en un coche. Mireia conduce. Llueve, y a través del parabrisas el mundo es una acuarela gris que se desvanece y se reconstruye y se desvanece. De improviso, en aquel cuadro borroso entra un rostro que se vuelve ya congestionado por la intuición del dolor. Milésimas de segundo pintadas por un Francis Bacon. El golpe lanza el cuerpo contra el capó. Tras el rápido frenazo, resbala como un fardo hacia el suelo.

Sobre el pavimento húmedo yace Bastían. Desparramado, como destrozado blasón marino, su cargamento de vieiras.

Cuando camina por el pasillo del hospital, Mireia tiene la sensación de que regresa a la pesadilla. Teme que las puertas se abran y surjan las fotos de la matanza y el hambre, sobre todo las más terribles, las de aquellos niños que ya habían dejado de llorar, tan delgados que se les ve el día a través de las orejas y que viven en un deslugar, muertos todavía vivos, vivos ya muertos, transparentes a la luz como la película que los retrata. Por eso, la imagen de Bastían, vivo y despierto sobre la blanca cama hospitalaria, es un alivio, un conjuro.

Lo mira sin decir nada.

¿Hay alguien ahí?, pregunta él con cómico dolor, olisqueando el aire. Debería ser obligatorio llevar perfume. Así distinguiría a la gente que no habla. ¿No será usted la señorita Clair Matin?

Ya sabe quién soy, dice ella. Le he traído sus conchas. Y vengo a pedirle perdón.

¿Perdón? Pero si estoy muy contento. ¡Es la primera vez que me atropella un chica! Fíjese que la última vez fue un cura. ¡Qué desastre!, pero, ahora, ¡una mujer! ¡Una chica guapa!

No, no soy guapa, dice Mireia muy seria. Ni siquiera con aquellas bromas fue capaz de reírse.

Bueno, un ciego tiene sus derechos, ¿sabe?, y uno de ellos es ver lo que me da la gana.

Lo siento, de verdad, dice Mireia. Fue un despiste. Tenía como niebla en los ojos.

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