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– ¡Rosa, Rosa!

– Pero… ¿qué dices? Habla más alto, no te oigo.

– ¡Dile a Gregoria que se lleve a los demás, que se vaya con todos a casa, ahora mismo!

– Bueno, pero…

– Nada, ni peros ni nada. Se tienen que ir todos, pero ya. Dame tu chaqueta, quiero taparle la cara a Miguela.

– Fernando, no puedes tocar el cadáver. Tiene que venir la Guardia Civil, y luego el juez, y…

– Hazme caso, Rosa, por favor.

– Muy bien, si te vas a poner así… ¡Gregoria, todo el mundo a casa! Lléveselos ahora mismo. Queti, vete tú también, vamos, corriendo… Vale, ya está. ¿Qué pasa?

– No te lo vas a creer.

– No me voy a creer ¿qué?

– Mira bien a esta mujer, Rosa, mírale la cara, los ojos…

– Fernando, por favor, no me obligues… Muy bien, pues ya la he visto, ¿qué pasa?

– Que esta mujer no es Miguela.

– Pero, ¡por Dios! ¿Qué estas diciendo? ¡Claro que es Miguela! Lo único que ocurre es que le acaba de pasar un camión por encima.

– No. Le ocurre eso, y que ya no es ella, fíjate, todavía se ve la forma de los ojos, la boca…

– ¡Pero si ya no tiene cara!

– Claro que tiene, y eso es lo extraño, su cara. Porque es la cara que habría tenido Migue si no llega a nacer con el síndrome de Down…

– Te has vuelto loco, Fernando. Demencia transitoria. Ya sabes lo que dicen, a todos los psiquiatras nos pasa, antes o después…

No era Miguela, claro que no, bueno, sí era ella, pero otra, la mujer del espejo, y ya nunca volvería a tener los párpados tirantes, nunca jamás, me sentí tan bien cuando me lo contaron, porque al principio no es que yo las tuviera todas conmigo, no, qué va, porque, claro, para Orencio era muy fácil decirlo, mátala para salvarla, no te digo, dámela y yo cuidaré de ella, muy fácil, total, él lleva muerto la tira de años, pero quien la empujó fui yo, con estas manitas, la verdad es que yo la maté, ni más ni menos, aunque también es verdad que no lo lamento, que lo haría mil veces más, conmigo misma lo haría si supiera que a mí me iba a servir de algo… Al principio no, al principio me arrepentí y todo, pero luego me enteré, me lo contó Gregoria, que no pudieron cerrarle los ojos, la doctora dijo no sé qué de un nervio pinzado y la tuvieron que enterrar así, como a ella le gustaba ser, como será siempre ya, hasta que se acabe el mundo, guapa, Migue guapa, todavía me acuerdo, cómo le gustaba mirarse en el espejo y verse allí, tan distinta… La echo de menos, eso sí, la sigo echando de menos después de tanto tiempo, me has dejado sola, maldita, al final tú también me has dejado sola, ya se lo dije, ya, la primera vez que vino a verme, ella sonrió, siempre te estás quejando, Queti, me dijo, porque es que ahora me regaña ella a mí, la tía, no veas cómo se ha puesto… Claro que también se ha vuelto egoísta, Migue, tan egoísta como se vuelven todos los que tienen suerte, que ya no se acuerdan de los malos tiempos, ni de los amigos que han dejado atrás, lo que son las cosas… Porque a ver el trato que hice yo con el Orencio, a ver qué pasa ahora con eso, que me lo pensé yo mis dos veces y bien despacito, para que me escuchara con sus entendederas igual que le oía yo con las mías, bien clarito que se lo dije, ¿y qué? Pues nada, nada de nada, que aquí estoy todavía esperando, que a quien se lo cuente… Se lo volví a decir la última vez que la vi, que le recordara a su galán que un trato es un trato, y que ya estoy hasta el moño de todos ellos, de tanta risa, de tanto amor, y de tanta leche, y que la próxima vez, si no me trae a mi hijo, que no vuelva, así mismo se lo dije… Si yo sólo quiero ver a Rafa, verlo otra vez, aunque sea transparente, aunque se siga pinchando, aunque no me hable, aunque no me vea, verlo yo, eso es lo único que quiero, verlo un momentito nada más, y tú no me lo traes, maldita, no me lo traes y eso que tú puedes, con todo lo que he hecho yo por ti, que fui yo quien te maté, que te he dado la vida más que tu propia madre, y no te da la gana… ¿Pues sabes lo que te digo? Que si no me lo traes no vuelvas nunca, que no te quiero ni ver, vete, ¿me oyes?, te estoy diciendo que te vayas, lárgate de una vez a donde vivas ahora y, por lo menos, déjame dormir en paz… Eso le dije, y no ha vuelto. La verdad es que yo, al principio, no lo entendía, con lo buena que era Migue, cómo no me iba a perdonar ella un arrebato así, tan tonto. Pero lo que pasa es que, como me estoy haciendo vieja, pues se me van las cosas de la cabeza, y ahora no, ahora ya me he acordado, menos mal. Porque… ¿cómo me van a traer a mi niño, si Rafa no está muerto? Pues claro, que yo también parezco imbécil, si no está muerto, qué va, si está en Vitoria, con los demás, esperándome, que hay que ver, la Seguridad Social cómo funciona de mal, la cantidad de tiempo que llevo aquí ya, guardando turno para que me operen de apendicitis… Él quería venir, mi niño, a verme, pero yo le dije que no, que de ninguna manera, no iba a perder un curso ahora, con lo bien que va en el colegio. Por eso no me lo ha traído Migue, por eso, claro, porque está vivo, ahora que, la próxima vez que la vea, creo que voy a decirle que si me dejara verlo sólo un ratito, pues yo se lo agradecería igual, lo mismo, lo mismito, que si ya se hubiese muerto…

Malena, una vida hervida (Relato parcialmente autobiográfico)

5 de diciembre de 1949

En el fondo, el placer de follar no supera al de comer. Si estuviera prohibido comer como está lo otro, habría nacido toda una ideología, una pasión del comer, con normas caballerescas. Ese éxtasis del que hablan -el ver, el soñar cuando follas- no es sino el placer de morder un níspero o un racimo de uvas.

Cesare Pavese, El oficio de vivir

Aquella vez ya no quiso sentarse con elegancia, ya no. Se desplomó encima de la silla con todo su peso y dejó escapar un sonoro suspiro. Desenroscó el capuchón de la estilográfica con un gesto de cansancio y trazó una rayita azul sobre la piel de su mano izquierda, junto a la base del dedo pulgar, para comprobar que estaba bien cargada, sometiéndose por última vez, pensó, a esa absurda manía infantil de la que no había logrado desembarazarse jamás. Centró correctamente la hoja de papel ilustrada con una de las más célebres Alicias de John Tenniel -el último regalo de Aleister-, y se dijo que tal vez fuera más sensato escribir una carta semejante en un folio blanco de papel vulgar, pero rechazó pronto tal hipótesis. Al fin y al cabo, una fiesta de no cumpleaños parecía el preludio ideal para un mensaje de despedida como el suyo. Echó una ojeada con el rabillo del ojo al hombre que roncaba estruendosamente en su propia cama, y equiparó la voluminosa silueta que se adivinaba bajo las sábanas al peso muerto de un viejo boxeador sonado, irrecuperable ya, fofo e imbécil. Suspiró de nuevo y comenzó a escribir:

Señor Juez:

Yo, Magdalena Hernández Rodríguez, española, viuda, química de profesión, de 46 años de edad, en plena posesión de todas mis facultades físicas y mentales, he decidido hoy, 7 de mayo de 1990, quitarme voluntariamente la vida, dado que ésta ya no tiene ningún sentido para mí…

No hacía ni tres meses que lo había encontrado de nuevo, cuando ya no esperaba volver a verle jamás, cuando ya se había convencido a sí misma de haber logrado olvidarle, cuando ya casi le daba igual, justo entonces, en aquel preciso momento, un hombre barbudo, gordo y más que medianamente calvo, se abalanzó sobre ella en una fiesta cortándole la respiración con un asfixiante abrazo, llenándole la cara de babas que olían a puro canario, besándola con tanta torpeza que el clip de uno de sus pendientes se desprendió y cayó al suelo, donde alguien lo pisó sin querer para partirlo limpiamente por la mitad, Malena, soy yo, Andrés, ¿no te alegras de verme…? Ella creyó que el suelo se abría bajo sus pies mientras en su interior una vocecita cada vez más débil luchaba con denuedo, sin provecho, por alentar la última esperanza, un aliento de amargura susurrando que no, que no podía ser, que tenía que ser un error, otro Andrés quizá, pero él no, el suyo no, no podía ser Andrés, de ninguna manera…

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