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– Sí, señorita.

– Sí, doctora.

– Eso, doctora.

– Muchas gracias. Le quiero presentar al doctor Salgado, mi nuevo ayudante, le estaba enseñando el centro… Fernando, ésta es Gregoria, una de las auxiliares. Se ocupa del oficio y echa una mano en la cocina cuando hace falta. Bueno, la verdad es que hace un poco de todo, como los demás… No es que nos sobre personal, precisamente.

– A ver, los manicomios…

– Esto no es un manicomio, Gregoria. Es un centro de salud mental.

– Claro, señorita. ¿Cómo está usted, doctor?

– Encantado de conocerla.

– Muy bien. Y ahora… ¿me quiere contar lo que ha pasado?

– Es Miguela, señorita, que me tiene muy preocupada últimamente. No sé si será porque la Queti esa se le ha pegado como una lapa y anda todo el día con ella, pero el caso es que la Migue está muy rara. Sólo se mueve de ese rincón para ir al comedor, no quiere salir al jardín ni ayudarme a doblar las camisas, y fíjese cómo le gustaba hacerlo desde que conseguí enseñarla, allí, en el centro de Vicálvaro, que las dejaba todas iguales, perfectas, perfectas… Igual es que le ha sentado mal venirse a la sierra después de todo, pero el caso es que no hace más que mirarse en el espejo, casi desde que llegamos. En cuanto que se levanta, va a sentarse ahí, en el suelo, y se mira en el espejo. Nada más.

– ¿Está deprimida?

– No señorita, qué va… Todo lo contrario, eso es lo más raro, que parece muy contenta, sonríe todo el tiempo y se llama guapa a sí misma, se lo dice bajito, sin parar, guapa, guapa, Migue guapa, yo ya no sé qué hacer con ella, la verdad.

– ¿La tenéis ingresada desde hace mucho tiempo?

– Unos… cinco o seis años, ¿no, Gregoria?

– Sí, señorita.

– ¿Problemas?

– No, ninguno, que yo recuerde. Es una enferma muy dócil. Síndrome de Down con las habituales complicaciones respiratorias, y treinta y ocho años, nada más.

– Muy mayor, ¿no?

– Sí, pobrecilla. Miguela Uncidos Gómez. Su madre la tuvo consigo mientras vivió, era viuda de un empleado de la RENFE, tenía una buena pensión y a Migue nunca le faltó de nada, la crió como si fuera una niña normal, era hija única. Nos la trajeron cuando se quedó huérfana. Tiene buen carácter, muy cariñosa… Su única manía consiste en salir a dar un paseo después de cenar. Por lo visto, en el pueblo veía salir a sus primas todas las noches, y le daba mucha rabia no poder hacer lo mismo que ellas, así que su madre la acostumbró a cenar a las seis de la tarde y luego la dejaba estar un ratito en la calle. Nosotros hacemos lo mismo. Cena a la hora en que los demás meriendan y luego sale al jardín. Se la puede dejar sola, tiene la edad mental de una cría de siete u ocho años…

– ¿Y la otra?

– ¿Queti? Esa ya es harina de otro costal. María Enriqueta Martínez de Mandojana, de las mejores familias de Vitoria, una menopausia atroz, cincuenta y siete años, casada, con seis hijos, uno de ellos heroinómano, murió de sobredosis hace quince meses. Fue entonces cuando la ingresaron, ella dice que fue su marido quien lo mató…

– ¿Delirante?

– Sí. Un cuadro clásico.

A mí me van a venir con ésas a estas alturas, a mí, a la hija de mi madre, María Enriqueta Martínez de Mandojana y Velarde, yo misma, que me he criado con media docena de doncellas en un piso grandísimo, en plena calle Dato, que ya no sabíamos ni dónde poner la plata, que nos faltaban muebles para guardarla, de tantísima que teníamos… Y es que mi padre era juez, don Juan, así le llamaba todo el mundo, y yo su ojito derecho, que daba gusto salir con él a la calle, todos nos saludaban, claro, les daba miedo, como tenía tanto mando… ¡Pobre papá! Ya me lo advirtió él, bien clarito, no te cases con tu novio, que ése va a por tu dinero, que es un piernas, y qué razón tenía, hay que ver, pero era tan guapo, Antonio, tenía tan buena planta… ¡Cabrón! Bien que me preguntabas tú por lo de Salvatierra cuando éramos novios, todavía me acuerdo… Y dime, Queti, ¿es verdad que tu madre es la dueña de la mitad del pueblo? Y yo te lo contaba todo, cabrón, que eres un cabrón, y así me ha lucido el pelo, que me has robado todo mi dinero, me lo has quitado todo, y ahora vas por ahí diciendo que mamá sólo tenía un par de viñas y que las vendiste con mi consentimiento, y eso es mentira, ¿me oyes? ¡Mentira podrida! Yo, que me crié como una reina, con enaguas almidonadas, en mi casa cambiaban las sábanas todos los días, pero qué sabrás tú de eso, desgraciado, si tú serás siempre un muerto de hambre, con todo lo que me has robado, un muerto de hambre, que ya encontrarás a alguna que te saque el dinero y te deje tirado, que eso es lo que te mereces… Una princesa era yo, una auténtica princesa, que no sé ni por qué me fijé en ti, con la cantidad de pretendientes que yo tenía, militares, alcaldes, millonarios, y hasta un rey, que eso no te lo he contado a ti nunca, un rey raro, de uno de esos países pequeñitos de por donde Rusia, un rey que vino a Vitoria por negocios y se enamoró de mí, y me escribía, y eso dejé por ti, pedazo de cerdo, un trono nada menos, y ahora me has encerrado en este manicomio, y dices que estoy loca porque sé la verdad, porque yo sé que fuiste tú quien enseñó a Rafa cómo pincharse, que te pillé una noche con la jeringa en la mano, al lado de su cama, envenenando a mi niño, mi niño, que era tan rubio y tan guapo, tan pequeño… ¡Y tú lo mataste, asesino, tú me lo mataste! Tenemos un hijo drogadicto, Queti, hay que hacerse a la idea y seguir viviendo, decías, tienes que seguir viviendo, aunque sólo sea por los otros cinco… ¡Dios mío! Él me quería, mi niño pequeño, me quería, luego se quedó como tonto, me lo fuiste dejando sin fuerzas poco a poco, él no te hubiera consentido que me encerraras aquí, por eso lo quitaste de en medio, y luego convenciste a los demás, Antoñito, que es igual que tú, y las niñas, mis propias hijas, menuda jaula de fieras… Tienes que curarte, mamá, es un sitio muy bonito, mamá, allí estarás mejor que aquí, mamá, iremos a verte, mamá… ¡Dios mío! Ahora ni siquiera conozco a mi nieta, ¿y sabes lo que te digo?, pues que me da igual, que bastante tengo con haber parido a su madre. En realidad estoy mejor aquí, ¿me oyes?, mejor aquí, en un manicomio, que allí, en casa, donde todos queréis que me muera, porque sé que lo estáis deseando, os he oído cuchichear entre vosotros, estáis todo el santo día deseandito que yo me muera, pero no me pienso morir, no me da la gana de morirme, a pesar de los disgustos que me da la Gregoria esa, que es una burra y una mala persona, yo no me pienso morir, yo me voy a quedar aquí, viviendo como una reina, que para eso pago mi dinero, con Miguela, que es la única persona que me quiere en este mundo, Migue, mongólica y todo, pero me quiere, hay que ver, parir seis hijos y acabar así, que cada vez que me da un beso por las mañanas se me saltan las lágrimas y me quedo temblona. Rafa también me besaba, en cuanto que se levantaba venía y me besaba, mi niño, y será la emoción, o yo qué sé, pero me ponen la carne de gallina, los besos de Migue, y por eso yo no se lo diré a nadie, nunca, ya sabe ella que conmigo puede estar tranquila, esas cosas tan raras que le pasan, pero yo chitón, ¡mucho ojo!, que soy una señora, yo, y ya me he dado cuenta de que ella no quiere que nadie lo sepa, que se pega el espejo a la nariz cada vez que pasa alguien para que nadie la vea, para que nadie la moleste, y sólo lo sé yo, que se mira en el espejo y ve a otra mujer, una mujer normal y hasta guapa, lo que son las cosas, que es ella misma, pero con los ojos redondos y grandes como dos platos…

– Venga, Fernando, vámonos a tomar una caña…

– Espera, que voy a por las llaves del coche.

– No, no hace falta. Vamos andando, mejor. El pueblo está muy cerca, ya verás. Estos paseos son lo único agradable que tenemos aquí…

– Bah, mujer, no digas esas cosas, que no será para tanto.

– No, qué va… Si es que tú acabas de llegar.

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