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Empezaba a hacer buen tiempo y esa canción se convirtió en una contraseña entre nuestros balcones abiertos. Lo demás pasó después, de repente. Hacía mucho calor aquella noche de junio, el aire pesaba como si lo hubieran hilado con plomo, y el perfil de la luna parecía hervir sobre un cielo que, de puro caliente, se negaba a oscurecer del todo. Al otro lado de la calle, él subió el volumen de su equipo de música, y percibí casi el eco de un llanto, una queja terminal y desgarrada, como una resonancia de desesperación. Me levanté y me acerqué al balcón, y la voz del cantante sonaba igual que siempre, pero yo no era capaz de escucharla como antes, y empecé a desabrocharme la blusa sin advertir que aquél era el único gesto espontáneo que acometía desde que me había mudado a mi nueva casa, la única palabra que no había planeado, estudiado y sopesado previamente, mi blusa cayó al suelo y empecé a desabrocharme la falda, y él me miraba, el dibujo de sus cejas, dos arcos perfectos, inmutable como si alguien las hubiera esculpido en piedra sobre sus ojos fijos, y mi falda también cayó al suelo, terminé de desnudarme sin dejar de mirarle, y él me miraba, pero no se movía, me miraba, pero seguía apostado frente al balcón, como un muñeco, como una estatua, como un cadáver.

Mis párpados cayeron solos, y mis lágrimas decidieron seguir su camino, escurrirse entre ellos, atropellarse y rodar sobre mi cara para certificar el último fracaso. Tuve que imponerme a mi propia piel, luchar contra la inercia que me aplastaba entera contra el suelo, para abrir los ojos otra vez, y quise no volver a ver a nadie, ninguna cosa, nada, nunca más, pero contemplé un balcón vacío, abandonado, y mi corazón estuvo a punto de asomarse al mundo desde la enloquecida frontera de mi boca.

Luego, fui yo quien bajó la cabeza. Él cruzaba la calle con la suya más alta, los hombros por fin erguidos.

Modelos de mujer

A Juan Vida y a Felipe Benítez Reyes,

por ser como los hombres de la vida misma

Cuando descolgué el teléfono para inaugurar una desconcertante mañana de plomo, pintada con esa luz húmeda y gris que tendría que estar prohibida siempre, y más cuando la primavera se prepara ya para desembocar en el verano, se me había olvidado que la declaración sobre la renta me había salido positiva, veinticuatro mil pesetas del primer plazo -jamás pago todos los impuestos de golpe, no vaya a ser que me muera en verano y Hacienda cobre de más- que habían abierto una herida nada sutil en mi modesto corazón de trabajadora tenaz y precarísima. Sin embargo, las condiciones de aquella asombrosa oferta me despejaron del sopor previo al desayuno con tanta eficacia como si el auricular transmitiera puñetazos en lugar de palabras, y cuando acepté, sin tomarme el trabajo de fingir que tenía que pensármelo, levanté una montera imaginaria al cielo para brindar a la memoria de esas veinticuatro mil pesetas de mi alma, que habían volado de una cuenta corriente tan congénitamente escuálida que el saldo parecía ya una broma de mal gusto.

Nunca me habría atrevido a pensar que nadie pudiera pagar tanto dinero a alguien por un trabajo. La cifra me daba vueltas en la cabeza mientras me duchaba, mientras me vestía, mientras pasaba de largo por la parada del autobús, repitiéndome que sería delicioso caminar por Madrid en una mañana tan fresquita, bajo un cielo de reflejos nacarados que nunca fue plomizo, sino blanco, de esa blancura viva y elegante que barniza la carne de las perlas. Pensaba solamente en la vuelta, después del verano, todos los días que podría vivir sentada encima de ese obsceno montón de pesetas, y en mi tesis doctoral, en mi pobre, amado y desatendido Yevgueni, al que nunca volvería a abandonar por la corrección tipográfica de setecientas galeradas de una guía ornitológica de los Pirineos, como la última vez, ni por la traducción de un manual completo de MS-DOS en doscientos cuarenta fascículos con su correspondiente disquete de regalo, como la penúltima. Es dura la vida del colaborador editorial, sobre todo cuando la declaración de la renta sale positiva, y la primera regla del oficio dice que hay que cogerlo todo, hasta la redacción de cursos acelerados de punto de cruz, así que no me consentí dudar ni por un momento de estar acertando, y sin embargo, cuando llamé a su puerta, en las puntas de mis nervios se enroscaba una inquietud casi vecina del miedo. Al fin y al cabo, nunca se me ha dado bien el trabajo en equipo.

– ¡Hola! -me saludó con una sonrisa radiante para la que en realidad no había motivo alguno-. ¿Quién eres?

Si tardé tanto en contestar no fue solamente porque nunca he acertado muy bien a definirme en dos palabras. También pesó el asombro de tenerla delante, impecablemente maquillada, peinada, vestida, conjunto de mañana en punto de seda de tonos crudos, líneas amplias, generosas, que estilizan la silueta, acentuando la esbeltez de una figura etérea, espiritual casi, que se propone como un nuevo modelo de feminidad… Eso lo había escrito yo misma un par de años antes, al redactar los textos del catálogo de primavera-verano de unos grandes almacenes, recuerdo que me pagaron una miseria, y la recuerdo a ella, impecablemente maquillada, peinada, vestida, exactamente igual que ahora, cuando me abría la puerta de su casa a las once y media de la mañana de un martes normal y corriente, que ni siquiera era día trece. Lo peor fue que la encontré abrumadoramente guapa, una pura portada de número extra Todo Belleza, y aunque intenté infundirme seguridad por el bajo y rastrero procedimiento de ironizar para mí misma que, a juzgar por las que estaban a la vista, debía llevar gardenias de Chanel prendidas hasta en las bragas, al tender hacia delante el brazo derecho, rocé por accidente la base de uno de mis pechos, embutido en el sujetador de la talla 100 que me convierte en un monstruoso accidente natural cada vez que atravieso el umbral de una boutique, y me dije que aquello no iba a resultar nada fácil. Le ofrecí mi mano de todas formas, mientras me explicaba lo mejor que podía.

– Bueno, yo… Me han llamado esta mañana de tu agencia para que te acompañe a Estados Unidos. Hablo un ruso perfecto y mi inglés…

– ¡Ah, sí! -me interrumpió, mientras seguía exhibiendo una sonrisa radiante para la que todavía no había motivo alguno-. Tú debes de ser mi… ¡Ay, no me acuerdo de la palabra!

– Coach.

– ¿Qué…?

– Co-ach -repetí más despacio, renunciando a cualquier acento, y por fin asintió-. Puedes llamarme entrenadora, si quieres, es más sencillo.

Hizo un gesto para invitarme a pasar y ya en el recibidor tuve la sensación de que acababa de cambiar de revista, como si hubiera caído por accidente dentro de las páginas de cualquier suplemento de decoración, de esos que regalan un par de veces al año todas las publicaciones llamadas femeninas. El salón que me acogió estaba tan impecablemente maquillado, peinado, vestido, que casi daba pena sentarse.

– ¿Por qué hablas ruso? -me espetó a bocajarro, y por primera vez sospeché que quizá su radiante sonrisa no fuera más que el escudo de una perenne perplejidad.

– Porque estudié filología eslava. -Supuse que esta breve respuesta zanjaría la cuestión pero me equivoqué. Ella no solía tener bastante con una sola respuesta.

– ¿Y por qué?

– Pues… porque me interesa mucho la literatura rusa del siglo XIX, y la Revolución del 17, y porque me atrae el este de Europa, y no sé… Porque el ruso es una lengua importante y me apetecía conocerla.

– Claro… -hizo una pausa, como si necesitara meditar-. No deberías usar Wonderbra, yo creo que te achaparra un poco.

– No uso Wonderbra -respondí muy despacio, procurando que cada sílaba sonara como un navajazo.

– Entonces eso es tuyo…

– Sí.

– Ya.

Veteatomarporculo, veteatomarporculo, veteatomarporculo, repetí para mí, muy deprisa, como una técnica para conservar la serenidad, porque, aun disparando al azar, me había acertado a la primera en el mismísimo centro de la sima más honda entre las que minaban los maltrechos cimientos de mi persona.

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